martes, 17 de febrero de 2009
Manuel Arce y José Hierro, cuando no conocían Nueva York (II)
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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Entonces José Hierro no conocía Nueva York. Ninguno de nosotros lo conocía. Pero cuando se fue, el poeta ya tenía las claves del tiempo


Juan Antonio González Fuentes 

Juan Antonio González Fuentes

El 3 de febrero de 1947 murió José Luis Hidalgo en Madrid, en el Sanatorio de Chamartín. Hierro y Aurelio García Cantalapiedra eran sus dos grandes amigos. Se le hicieron homenajes. En marzo de 1947, en la festividad de San José, le regalé a Hierro una corbata. Pepe no usaba corbata nunca. Siempre iba con el cuello de la camisa abierto y montado sobre el de la chaqueta. Fue su madre, doña Esperanza, quien me agradeció el regalo: “guardaremos la corbata para cuando tenga que ir un poco vestido”, dijo. Pocos días después apareció Tierra sin nosotros y Hierro me hizo llegar un ejemplar de la edición especial: “A Manolín Arce, precoz enamorado, regalador de corbatas (preciosa), y envenenado de guillenismo por obra y gracia del Fiscal. Santander -23-III-47”.

Los años finales de la década de los 40 fueron años muy divertidos. Había una gran ebullición poética. Todos escribíamos como condenados. Nos leíamos los unos a los otros. Hacíamos recitales. Bebíamos vino. Yo me había “echado” novia a fınales del 45. Esas Navidades Teresa Santamatilde me regaló Sombra del paraiso. Pepe Hierro se ennovió con Angelines un año más tarde. A partir de 1946, un par de veces al año pasaba por Santander un militante del partido comunista que se ganaba la vida, decía, como vendedor de libros. Viajaba por toda España. Nos llegó recomendado por Victoriano Cremer. Se llamaba Luis Landínez y era salmantino. Tenía 40 años cuando lo conocimos. Había publicado una novela, Los hijos de Máximo Judas y dos libros de poemas. Nos proveía de libros no autorizadas. En uno de sus viajes, Gullón propició que diera una conferencia en el Ateneo santanderino sobre García Lorca, a quien Landínez, familiarmente, llamaba Federico. De pie, junto al piano, habló de la estancia del poeta granadino en la Residencia de Estudiantes, de su poesía, de su teatro, de su gracia personal y del encanto de las canciones que interpretaba al piano. “Y que yo evocaría musicalmente para ustedes si tuviéramos uno a mano”. Pepe Hierro, en primera fila, le indicó que a sus espaldas tenía un piano. Landínez miró de soslayo hacia atrás y dijo: “Y si lo supiera tocar, ¡claro!”. Y prosiguió la charla sin inmutarse.

Por iniciativa de Luis Landínez, que tenía una Kodak de fuelle, en el otoño de 1947, una mañana de domingo, todos nos pusimos elegantes para hacer una sesión fotográfica en el malecón de Puerto Chico. Estaban las hermanas Torres: Pepita y Angelines. Y el pintor Ricardo Zamorano. Hierro ya se había emparejado con Lines. Ese día se puso la corbata del regalo. Además estrenaba abrigo. Como Pepe y yo éramos los únicos de Proel que estábamos ennoviados, casi todos los sábados de aquel otoño-invierno nos íbamos al baile del Gran Casino. Algunos domingos frecuentábamos el Bar del Puerto (que entonces era una tasca de pescadores): tomábamos blanco de La Nava y rabas de aperitivo. Había que estar atento. José Hierro también comía de prisa.

En la primavera del 48, en mayo, se publicó el primer número de La lsla de los Ratones. Lo apadrinaba con un breve texto Vicente Aleixandre. Hierro colaboraba con el poema “Otoño”.

Otoño de manos de oro.
Ceniza de oro tus manos dejaron caer
al camino.
Ya vuelves a andar por los viejos paisajes
desiertos
ceñido tu cuerpo por todos los vientos
de todos los siglos.
Otoño de manos de oro;
con el canto del mar retumbando en tu pecho
infinito,
sin espigas ni espinas que puedan herir la
mañana
con el alba que moja su cielo en las flores
del vino,
para dar la alegría al que sabe que vive
de nuevo has venido.

Con el humo y el viento y el canto y la ola
temblando
en tu gran corazón encendido.

Siempre hemos recordado aquellos años, entre 1946 y 1951: las publicaciones de Proel y La Isla de los Ratones. Las tertulias en la cervecería La Mundial, con Ricardo Gullón, Ignacio Aguilera, Julio Maruri, Carlos Salomón, Enrique Sordo, Pity Cantalapiedra. Y después en La Austriaca, en el Café Flor o en el Bar Trueba. (En el Bar Trueba Hierro escribió dos cuentos que se publicaron en La Isla).

El verano del 48 fue uno de los mejores de nuestros años jóvenes. Uno de los que más vivos están en mi memoria: lecturas de poemas en la Universidad Internacional, largos paseos por el Sardinero y baños en la playa del Puntal. A Pepe se le llenaban los ojos de mar, el alma de inalcanzables horizontes, el corazón de melancolías y el oído de gaviotas:

Ese vuelo que traza la gaviota
por el divino gris, ¡cómo cautiva!
......................................................
Ya está la soledad surcada y rota.
Paloma marinera, lenta y viva,
que en el pico, en lugar de verde oliva,
lleva octubres de música remota.

Sin saberlo jugábamos en la orilla con las mismas olas que se convertirían luego en poemas:

Vienen de lejos hacia mí,
se alzan, me envisten, me rodean.
Hacen nacer dentro del alma
no sé que antiguas inocencias

En este paisaje, al borde del mar, nacieron muchos de sus versos:

Es triste alzarse de uno mismo,
poner los ojos en el rostro
de los hombres que han de venir
tras de nosotros,
que no sabrán que entre los árboles,
sobre la yerba, en el mar hondo,
en las ciudades, en las cumbres,
hemos cantado, temblorosos
por la alegría de estar vivos.

José Hierro

José Hierro

Nos gustaba la playa del Puntal porque era una playa inmensa y solitaria: íbamos con nuestras novias: Angelines y Teresa. Los domingos Hierro llevaba a su hermana Isabelita. También nos acompañó algún verano el novelista portugués Thomas Ribas. Ricardo Zamorano, que preparaba entonces una exposición para Proel terminó casándose con Isabel Hierro... ¡Cuánta alegría derramaba el mar en la rubia arena del Puntal!… Zarpábamos en la “Negrita” desde el embarcadero del Palacete. Era la barca más veloz de Tricio & Cardo… Surcábamos en ella el mar verde esmeralda; gris plata en la lejanía, ultramar en la canal donde lo imaginábamos profundo, misterioso y frío. Los pies desnudos, colgados fuera borda, hendían el cristal feliz de aquella “niñez huraña” del maestro Gerardo Diego. Y luego, solitaria en su inmensidad, la playa. Una playa entre cuyos juncos, a finales ya de primavera, crecían lirios silvestres. Paseábamos la espuma de la orilla recogiendo conchas marinas (“Como Neruda”, decía Pepe); cosechábamos enormes plumas de gaviota. Las conchas eran sienas, rosas, grises, malvas, terrosas. Tan ricas en la calidad de sus nácares que parecían -aseguraba Hierro- cuadros de Pancho Cossío. Y mirábamos hacia la ciudad, enfrente, a1 otro lado de la bahía, donde imaginábamos al pintor en el pequeño astillero de Pompeyo calafateando la motora que jamás logró hacerse a la mar. (Ay, Pepe, ¡aquella pagana alegría de la playa!... Tan jóvenes los dos. Con nuestras novias: Lines y Teresa. ¡Sobre la arena ardiente y rubia, entre los juncos húmedos y frescos de salitre, donde el beso, como en “El Vals” de Vicente Aleixandre, siempre estaba apunto de convertirse en “cabello de ángel”.

A veces, Hierro nos decía algún poema. (“Cagaditas líricas” como les llamaba). Era muy hermoso escuchar allí, con el azul nordeste refrescándonos la piel, la melancolía de sus versos:

Por más que intente al despedirme
llevar tu imagen, mar, conmigo;
por más que quiera traspasarte,
fijarte, exacto, en mi sentido;
por más que busque tus cadenas
para negarme a mi destino,
yo sé que pronto estará rota
tu malla gris de tenues hilos.
Nunca jamás volveré a verte
con estos ojos que hoy te miro.

Pepe no recitaba. Se limitaba a leer sus poemas. De este modo, contándonos sus fábulas, sus reportajes y sus alucinaciones, veíamos cómo Hierro se iba incorporando a la vida. Olvidaba en sus versos las rejas de una prisión de la que jamás hablábamos:

Desde esta cárcel podría
verse el mar, seguirse el giro
de las gaviotas, pulsar
el latir del tiempo vivo.

Después del verano (lo habíamos planeado en El Puntal), La Isla de los Ratones organizó en la Sala Masi (el reservado de un bar en la calle Gravina) un ciclo sobre “La Poesía Septentrional”. José Hierro dio una lectura de sus versos. Los contertulios llamábamos al reservado “La Sala del Cid”, porque en una de sus paredes, detrás de la mesa del conferenciante, colgaba, como único adorno -nunca supimos por qué- un enorme retrato del histórico personaje. Existe una “foto de familia” tomada al final de una de las conferencias, en la que aparecen, sentadas en primera fila, Patricia Moore, Angelines Torres, María Teresa de Huidobro y Consuelo Iglesias (prima de José Luis Hidalgo). Y detrás, de pie: Carlos González-Echegaray, Manuel Arce, Felipe Dosal, Alejandro Nieto, José Uzcudun, José Hierro, Carlos Altuna, Víctor Fernández Corugedo y Alejandro Gago.

En marzo de 1949 asistimos invitados a la boda de la señorita María de los Ángeles Torres con don José Hierro Real. Se celebró en la Iglesia de Nuestra Señora de la Consolación, en la calle Alta. Madrina del novio, su madre, doña Esperanza Real; y padrino de la novia, Pedro Gómez Cantolla, director de Proel y Subjefe Provincial del Movimiento. (En 1957, cuando Hierro publica Cuanto sé de mí, se lo dedica: “A Pedro Gómez-Cantolla, patrón de Proel, porque no me preguntó de dónde venía. Por la fe que siempre tuvo en este viejo remero de su embarcación”. Asistimos muy emocionados a la ceremonia. Al salir de la iglesia, mientras los novios acudían a inmortalizarse en la foto de rigor que les hacía Ángel de la Hoz, unos cuantos invitados posamos para una fotografía que alguien quiso hacer: Enrique Pereda, José Villalobos, César Abín, Carlos Nieto, Pancho Cossío, Manuel Castellanos, Carlos Salomón, Julio Maruri, Aurelio García Cantalapiedra, Carlos Rincón, Manuel Arce y Miguel Vázquez.

Luego de la boda, en el restaurante, doña Esperanza se acercó a nuestra mesa para agradecernos el regalo colectivo que habíamos hecho a los novios. “¡Qué ingenioso lo vuestro!... -Comentó- ¡Qué práctico todo!... A Pepín le divirtió mucho”. Nos invitó a ver los regalos. Aceptamos la invitación pero nos quedamos un tanto confusos. ¿Qué había querido decir doña Esperanza?...

Nuestro regalo en común consistió en un juego de café de doce servicios. Éramos seis. Habíamos aportado 30 pesetas cada uno. Costó en “La Cocina”, un comercio especializado en menaje para el hogar, 172 pesetas. Con las 8 pesetas sobrantes adquirimos un paquete de papeles pintados para adorno de vasar; una perejilera de pared con dibujos azules, (que nos dijeron que era de Talavera); una cajita de mondadientes y dos rollos de papel higiénico El Elefante. El juego de café venía muy bien embalado de fábrica. Pedimos que hicieran un paquete de regalo con la perejilera y demás complementos y dejamos un tarjetón con la firma de todos y la dirección donde debían enviarlo.

Acudimos a ver los regalos. Me acompañaban Alejandro Gago, Carlos Salomón y Rodríguez Alcalde. Doña Esperanza nos fue enseñando los presentes que tenían expuestos en la mesa del comedor: “este es de Gullón, este del Gobernador, este del padrino”... Nos informaba. En una esquina se hallaba nuestro juego de café. Pero doña Esperanza pasó de largo. Se detuvo frente a la perejilera, los papeles para el vasar, la cajita de mondadientes y los dos rollos de papel higiénico El Elefante. “Nos moríamos de risa cuando abrimos el paquete y vimos el tarjetón con vuestros nombres”. (El dependiente de “La Cocina”, se había equivocado de paquete al meter el tarjetón con las firmas).
 

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-Guillerno Cabrera Infante: La ninfa inconstante (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, 2008)