martes, 21 de abril de 2009
“Vela y Jardineo”, o el fin del arte de la Moda según Adolfo Fernández Punsola
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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Si por causa alguna la inspiración artística para la creación de modas (absolutamente necesaria, por otra parte, para la existencia de la industria y los puestos de trabajo) desapareciera (siempre nos quedarían los ropavejeros, las tiendas vintage y todo lo que hay en el armario desde 1954) no habría una hecatombe espiritual, no nos alienaríamos. No pasaría nada


Juan Antonio González Fuentes 

Juan Antonio González Fuentes

Adolfo Fernández Punsola es una de las personas que más saben de moda en España, que más saben manejando conocimientos sólidos y firmes, verdaderos y auténticos, sin ápice alguno de impostación idiota. No hablo de información, claro está, hablo de conocimientos, con mayúsculas. Fernández Punsola es cántabro de nacimiento, y vive en el mismo centro de un pueblo singular, Cabezón de la Sal, en una antiquísima casona montañesa con molino Antiguo Régimen en sus amplios terrenos. Adolfo se formó académicamente en la Barcelona de finales de los años 1960 y principios de los 1970, la misma Barcelona, la misma universidad, las mismas amistades, el mismo ambiente que tan bien describe Federico Jiménez Losantos en sus memorias. En esas memorias aparece citado, mal citado por cierto, Fernández Punsola.

Adolfo estudió historia, estudio arte, leyó una tesina sobre un tema relacionado con ambos asuntos, y descubrió el mundo de la moda, o mejor dicho, ambos mundos (Punsola es un mundo) se encontraron un buen día, quizá como quien no quería la cosa. Adolfo comenzó a trabajar en dicho mundo junto a Toni Miró, y en él destacó desde el principio gracias, callado queda dicho, a su espléndida formación artística e intelectual, y a eso que se llama estilo cuando no se puede precisar con alguna exactitud. Adolfo vivió tiempos triunfantes. Diseñaba colecciones (muy probablemente el más importante “autor de punto” de la segunda mitad del siglo XX en la moda española), escribía artículos en revistas especializadas, y vivía viajando, leyendo y viendo-analizando las obras maestras del cine dorado del Hollywood dorado.

Pero Fernández Punsola regresó a su pueblo natal, a su casona montañesa con molino antiguo y con habitaciones imposibles atestadas de libros, altares paganos a la Monroe, dibujos... No diremos aquí porqué regresó al pueblín Punsola, pues no viene a cuento en este cuento, pero sí recalcaré que hace años, bastantes años del suceso, y que sigue sin parar quieto. Antes se manejaba entre Santander y Cabezón de la Sal en un soñado Mercedes Benz descapotable con asientos de cuero rojo y su perro increíble danzando muy quieto en el asiento de atrás. Hoy no lo sé. Sí sé, sin embargo, que sigue colaborando en alguna importante revista de moda y tendencias, que sigue organizando exposiciones increíbles con repercusión nacional e internacional, que ha dado a la imprenta algún libro mitad artístico mitad etnográfico, y que sigue leyendo grandes libros y revisitando las grandes películas de la historia en los larguísimos inviernos de la Cantabria poblada de bosques, montañas, ríos y grises miles junto a verdes grandes y pequeños.

Punsola me llama por teléfono y me cuenta que ha escrito un texto en el que analiza el final de la moda. Me dice que en dicho texto (breve) subraya la defunción de la moda como arte y le otorga epitafio. Para ello Punsola mira una foto de su madre y la cuenta, la narra, construye una ópera alrededor de, en torno a. Punsola hace que su madre difunta haga por un instante eterno de Paul Léautaud para analizar la metafísica casi insostenible de la cultura y la civilización convertidas en sombrero, zapatillas, falda... Fernández Punsola no encuentra editor para su relato, para su filosofía, para su metafísica física. A mí el texto me ha parecido inconmensurable de belleza y sabiduría. Por eso quiero compartirlo con todos ustedes. Por eso les hago aquí este regalo que me ha hecho Adolfo Fernández Punsola. Disfrútenlo, piénsenlo, y sean conscientes, aunque sólo sea un instante, que sus “zapatillas” de estar en casa son toda una puesta en escena, una forma de entender y hacer el mundo. Les dejo con Punsola (y con su madre) y el texto que él ha titulado “Vela y Jardinero”.

Foto de la madre de Adolfo Fernández Punsola

Foto de la madre de Adolfo Fernández Punsola

“Vela y Jardinero”

El éxito espiritual en el modo de vestir está en una rara fórmula que mixtura la necesidad de molicie casi perruna, de bulldog francés, con otra, intelectual y retorcida, que escarba frenéticamente en las ideas que hay y ha habido acerca de la apariencia pública y privada. ¿Dónde están esas ideas? Sobre todo en una fotografía de los años 1950. El fotografiado era Paul Léautaud, que vivía una deserción social y estética en una casa sólida, del siglo XIX, con pocos muebles, flacos, deteriorada en lo prescindible y llena de gatos repantingados en butacas de tapizados destrozados, cubiertos de lonas de color verde botella. Así que todo aquello era la casa del reto intelectual, la decoración definitiva que todavía andan por ahí buscando los teóricos de esas cosas. El fotógrafo entró en la casa, que oscurecía en el atardecer del invierno francés, y quiso captar la escena como si fuera un cuadro de Georges de la Tour, porque Léautaud vivía y escribía con luz de vela. Pero la curiosidad pudo más que la cultura pictoricista –el accidente es una de las circunstancias del arte- e iluminó la habitación con una luz tan invasiva que descifró el misterio de la moda: el viejecito llevaba puesto un capote con mangas, cuello y capucha puntiaguda hasta el paroxismo; cortado –engañosamente- en una sola pieza de tela loden para que los pliegues cayeran secos y precisos, en una lección magistral de belleza abreviada. Allí se evocaban las chilabas de Marrakech, marrones, de lana prieta, que acentuaban el martirio de las serpientes musicales en los cestos; los hábitos de los Cartujos de Burgos, de color blanco oriental inconforme a la carne, no excesivamente inmaculado por el peso de la Historia de tanta luz destrozando el color, movidos con ligereza entre miles de pétalos de rosas aprisionados en cuentas de rosario.

La fotografía (y los fotogramas de las películas estropeadas que se tiraban a cestas de metal en las cabinas de proyección, donde morían opacos, sin honor) ha sido un objeto ingrávido, de constitución moderna, y el lugar donde, en escenas en miniatura, han quedado fijados exactamente los logros de ese asunto enigmático que es el buen gusto, capaz de transformar el oro en plata y dejar sobre ésta las potencias de aquél; las enseñanzas del mal gusto, tan importantes siempre porque permiten modificar mentalmente los objetos, convertir los trajes horrendos y los zapatos más fallidos en algo digno del petrimetre que todos llevamos dentro; el acatamiento de modas desamañadas, con pocas posibilidades dramáticas, que aparecen en esos escaparates descritos velozmente por Henry James en un relato; y la carencia de todo gusto, esa oscuridad que sólo contiene cuerpo inmisericorde.

La fotografía es el fracaso del ideal –al contrario de lo que sucede en la pintura de Zuloaga, el mejor ojo que ha habido para el traje popular español en el siglo XX, y el primer retratista pop; y con Romero de Torres, el más fino diseñador de moda puritana de los años veinte del siglo pasado- que, con mucho de dogma, precede a todo traje, a toda moda. Ese tambaleo de la fe se debe a que los tejidos, las telas, los zapatos y los sombreros, siempre han sido y parecido más sólidos, más duraderos que el cuerpo que los soporta; los destruimos, nos deshacemos de ellos por obsolescencia de las modas, por decoro cuando están raídos... Pero el fondo del asunto es que la ropa tiene una vida más larga que la nuestra. Por tanto, la ropa es reclamada por los espíritus complejos como alegoría: un sombrero de hombre (muy parecido al que lleva la lesbiana del dibujo de Toulouse-Lautrec y al que llevaba Oscar Wilde cuando Pío Baroja se lo encontró en una calle de París y quedó tan decepcionado), barato, comprado en una ferretería, forrado de tejido sintético con las geometrías de la “pata de gallo” –Christian Dior- que nada tenía que pedir, por la certeza de su línea; camisa de punto de seda, de Rodier –“1913: Chanel invents sports fashion”-, que busca un efecto macizo y lírico con una falda de cheviot (un tejido pesado, áspero y sólido) jardineada con los colores de dos flores que tienen difícil invocación: violeta y glicina; delantal sintético, con un bolsillo sin complejos, como una alforja, aspirando a tener, además de la que tiene, otra vida; y las zapatillas “de comodidad o abrigo para estar en casa”, que deberían ser objeto de culto por tener esa presencia en Tristana (la mejor película española de todos los tiempos), y en la vida de Truman Capote (que se las puso para dar una conferencia y transmitir a los oyentes la emoción de la lectura solitaria en el hogar).

Si por causa alguna la inspiración artística para la creación de modas (absolutamente necesaria, por otra parte, para la existencia de la industria y los puestos de trabajo) desapareciera (siempre nos quedarían los ropavejeros, las tiendas vintage y todo lo que hay en el armario desde 1954) no habría una hecatombe espiritual, no nos alienaríamos. No pasaría nada.

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Últimas colaboraciones de Juan Antonio González Fuentes en Ojos de Papel:

-Álvaro PomboVirginia o el interior del mundo (Planeta, 2009)

-Clint EastwoodGran Torino (2008)