Seguimos. Don Draper -publicista 
estrella de la agencia y protagonista central de la serie- y su nueva esposa han 
invitado a su casa de Nueva York a los padres de ella. Don hace esfuerzos 
insistentes por gustarles. Está firmemente decidido a que Megan sea su mujer 
para siempre y pretende convertirse para ella en lo que no ha sabido ser para su 
ex mujer, Betty, es decir, un marido perfecto. La tóxica relación matrimonial de 
sus suegros se representa obscenamente ante sus ojos y en su propia casa. Ella 
grita a su marido porque éste, frustrado por la negativa de un editor, ha 
llorado ante el teléfono desde el que ha llamado a una de sus alumnas de 
doctorado con la que inferimos que tiene una relación. La misma propensión a la 
infidelidad intuimos en la madre de Megan, que parece competir con su hija 
insinuándose a Don. Unas horas después tendrá un encuentro sexual especialmente 
escandaloso con el único amigo de Don, Roger Sterling. 
 
Sally, hija de Draper y su 
primera mujer, acompaña a su padre a la entrega de un premio para creativos 
publicitarios. Cree sentirse libre y feliz lejos de las broncas de su madre y la 
insoportable contención moral del actual marido de ésta. Unas horas antes de la 
fiesta ha presenciado la escena de celos entre los padres de Megan. Tiene doce 
años, se maquilla y se viste como una mujer adulta para 
el evento. Su padre le reprende, obligándole a lavarse la cara y sustituir las 
botas por un calzado más discreto. Durante la fiesta del premio a su padre, se 
topará al confundir la puerta del aseo con la escena nada tolerable a menores 
que protagonizan la madre de Megan y Roger.
 
Podríamos continuar, pero no es 
necesario. Estas pequeñas muestras de lo que nos espera en la última temporada 
de la genial saga creada por Matthew Weiner nos proporcionan indicios de la 
desorientación moral en que viven los personajes que forman parte del núcleo o 
los aledaños de la agencia Sterling, Cooper, Draper & Pryce. Eso a lo que 
llamamos la vida privada recorre en cada uno de ellos las distintas fases que 
van, desde la búsqueda de una identidad y una posición estables y seguras a 
través del matrimonio, hasta el cinismo de quien sabe que no puede confiar en 
nadie y que el matrimonio y la familia son instituciones tan venales y 
mentirosas como las campañas de publicidad que se diseñan en la fábrica de ideas 
de la Avenida 
Madison para vender alubias Heinz o cruzados mágicos de 
Playtex. Entre las dos fases extremas del movimiento del péndulo, nos 
encontramos las estaciones intermedias en las que uno cree poder morar por mucho 
tiempo, sin intuir que las convicciones que considera firmes tan solo se han 
instalado en su vida para saltar en pedazos mucho antes de lo deseable. Por eso, 
donde algunos se permiten el lujo de burlarse de la fe en el amor de quien 
estrena matrimonio, otros se plantean si no sería mejor volver a la primera 
esposa, a la que desde luego ya no aman, y hay mujeres expertas que consuelan a 
sus amigas haciéndoles creer que vivir juntos sin casarse es después de todo 
“una cosa muy bonita”, aunque no haya anillo, claro.
 
Cuando por la noche la precoz 
Sally llame a su amigo de la infancia y le cuente que ha estado en una fiesta de 
la City, éste le 
preguntará qué le ha parecido todo ese mundo: “Sucio”, contesta Sally. 
 
Diríase que los protagonistas de 
Mad Men no tienen siquiera un mínimo 
control sobre el discurrir de sus propias vidas. Lo que les sucede a Draper y 
sus compañeros de peripecia es que sus biografías se han vuelto laberínticas 
-“vidas líquidas”, diría Zygmunt Bauman-, han dejado de responder a esa vocación 
de linealidad previsible con la que fueron proyectadas, teniendo en cuenta que 
 todos ellos se criaron en 
la América de 
la Gran 
Depresión y el New 
Deal, con el trance traumático de la 2ª Gran Guerra y la inflación 
patriótica que conllevó. Nada de lo que les está ocurriendo -sus divorcios, sus 
encuentros sexuales impensados, su alcoholismo no reconocido, el dinero fácil- 
tiene demasiado que ver con lo que sus mayores les explicaron que debían ser sus 
vidas. Dentro de la inclinación experimental que tienen las capas más 
vanguardistas de la sociedad de los sesenta –muy especialmente en una ciudad 
como Nueva York-, Draper y compañía sufren en carne propia las consecuencias de 
ese individualismo consumista, supuestamente hedonista y libertario, que 
constituye la gran promesa de felicidad que las agencias de marketing de la 
época ofrecían a la sociedad americana de aquel tiempo. En cierto modo, sus 
vidas son cobayas de su propio proyecto ideológico. 
 
Para entender lo que está 
ocurriendo es preciso enmarcar las peripecias del heterogéneo corifeo que 
deambula por el apasionante paisaje de Mad Men. Por una parte, debemos atender 
a un proceso interno al entramado profesional dentro del cual se mueve Draper. 
Se trata de un fenómeno que estalla en 1967 –año al que aún no ha llegado la 
narración-, pero que ya estaba incubándose en las agencias de la Madison desde el final de 
los cincuenta: el agotamiento del modelo laboral de la llamada “Teoría X” y su 
sustitución por el de la “Teoría Y”.  
 
Los cincuenta son calificados en 
las retrospectivas como los años de la prosperidad americana. Episodios 
particularmente infortunados como el macartismo o la Guerra de Corea no pueden hacernos 
ignorar que el New Deal y, en cierto 
modo, la Guerra 
Mundial habían sentado las bases para una hegemonía mundial que 
se tradujo en un incremento indiscutible de los índices de bienestar, lo que se 
advierte fácilmente en las estadísticas relativas a la renta per capita, la 
demografía, la esperanza de vida, la lucha contra la pobreza o la 
escolarización. 
 
En aquel tiempo, el modelo 
empresarial dominante reproducía las bases del capitalismo fordista, lo cual se 
traduce en rigurosos programas de irradiación de órdenes a partir de una 
jerarquía incuestionable. En palabras de Thomas Frank “la visión tradicional 
taylorista, según la cual un poder organizado de manera jerárquica debe 
coaccionar, supervisar y dirigir al trabajador” (La conquista de lo cool. Thomas Frank, 
pg.54). Mad Avenue no se libraba de este funcionamiento estereotipado, sus 
agencias estaban tan habitadas por “el hombre del traje gris” como las de 
cualquier empresa de los aburridos sectores industriales. También llamado 
“hombre-organización”, el predecesor de Cooper y Sterling en las agencias de 
publicidad de los años posteriores a la 
Guerra Mundial era la apoteosis del 
conformismo. 
 
El estilo publicitario 
predominante en aquellos años concuerda perfectamente con esta lógica del 
funcionamiento de la empresa: los anuncios eran repetitivos y machacones, 
parecían la inmensa mayoría de ellos destinados a un público poco instruido, 
pueril y necesitado de guías como el perro de Pavlov. Es cierto, no obstante, 
que la publicidad ha requerido siempre talante creativo, incluso cuando se 
diseñan anuncios para tontos. Sin embargo, en aquellos años los locos geniales 
eran tipos muy maniatados por la disciplina empresarial, constituían una minoría 
sojuzgada, con escaso poder y bastante mala fama. Hay una literatura bastante 
prolífica en aquellos años respecto al carácter odioso de algunos publicistas 
que ya incordiaban por la 
Madison de entonces, tipos alcoholizados, caprichosos e 
histéricos que sólo resultaban realmente eficaces cuando eran dirigidos por 
ejecutivos seriamente formados en las doctrinas de hierro del fordismo. 
 
El crédito de este modelo 
aparentemente invencible certifica su supuesta defunción a mediados de los 
sesenta, cuando la revista Madison Avenue 
felicita eufórica a las nuevas empresas porque  están mostrando a las demás 
corporaciones la urgencia de abandonar  la “asfixiante cadena de montaje”. Ha 
nacido la Teoría Y, 
muere la hiperorganización del taylorismo a favor del espíritu creativo, el 
inconformismo y la flexibilidad. No nos permitamos el lujo de aceptar sin más 
este discurso tan tiznado de ideología y, por tanto, tan sospechoso. Las 
empresas no se estaban “democratizando”, la jerarquía y la obediencia no eran 
reductos de un pasado cuyos últimos efectos estaban ya extinguiéndose, como 
entonces creyeron ingenuamente algunos al compás de la revolución de las flores, 
las alucinaciones del LSD o la liberalización de las costumbres. Ahora bien, 
aunque los tiempos acaso no estaban cambiando en el sentido en que lo anunciaba 
Bob Dylan, el capitalismo sí estaba en pleno proceso de autotransformación, y el 
giro ideológico que se advierte bien a las claras en los spots publicitarios de 
los años sesenta era paralelo a la revolución que se estaba operando en el seno 
de las corporaciones norteamericanas, en sus modelos laborales, en los sistemas 
de división del trabajo, en los procesos productivos, en las técnicas de venta. 
Las agencias como la  Sterling, Cooper, Draper & Pryce –epicentro 
de las peripecias de Mad Men-, es 
decir, las empresas de publicidad, constituyen el avanzado 
y atrevido de este fenómeno cuyas consecuencias determinan poderosamente 
las sociedades actuales. 
 
Pese a que el triunfo de 
la Teoría Y se proclama 
oficialmente en el momento en que los hippies parecen apoderarse del imaginario 
cultural norteamericano, su aventura está empezando a escribirse algunos años 
antes. La victoria electoral de John F. Kennedy en 1960 se asocia a menudo a la 
eficaz trama mediática que logró presentar al candidato como la metáfora del 
nuevo sueño americano, basado en la frescura, el optimismo y los derechos 
individuales, frente a la hosquedad de un Richard Nixon cuyas formas austeras 
empezaban a quedar rancias y anticuadas. El inicio de la carrera espacial, la 
consolidación de los movimientos por los derechos civiles, las críticas a 
la Guerra del 
Vietnam o la apoteosis de la cultura juvenil son fenómenos indisociables de 
aquellos convulsos años a los que los creativos de Madison no podían hacer oídos 
sordos. El personaje de Don Draper es en este sentido una figura fronteriza, a 
medio camino entre el formalismo del tipo engominado que triunfa en los 
negocios, y la alegre irresponsabilidad de quien intuye que hay que adaptarse a 
un mundo que ya deja definitivamente atrás los viejos mecanismos del capitalismo 
ascético y remilgado del fordismo. 
 
Es cierto que la revolución en el 
modelo publicitario la percibimos desde el 67, cuando la contracultura parece 
haberse apoderado del imaginario cultural norteamericano, pero, a poco que 
rastreemos con atención –y la serie de Weiner es en este sentido una inspiración 
inigualable- los primeros trazos de esa revolución cultural que cambió 
definitivamente la cultura en un periodo cortísimo nos los encontramos ya en la 
publicidad de los primeros sesenta. 
 
¿Transformación en el modelo de 
producción, difusión y distribución, o revolución cultural? Algunos autores como 
Thomas Frank han empleado grandes esfuerzos en desacreditar la visión 
supuestamente dominante según la cual las empresas cambiaron su línea 
publicitaria porque se limitaron a asimilar lo que llegaba de las calles. Para 
Frank es justo al revés: son los publicistas los que inventaron la 
contracultura y los consumidores los que, una vez empaquetada en el 
celofan que la hacía consumible, se volvieron un poco hippies, un poco fumadores 
de porros y un poco partidarios del amor libre, todo ello sin abandonar sus 
pretensiones de tener una vida apaciblemente burguesa.  Este planteamiento es discutible y 
simplista: alimentar una disyunción excluyente –capital o sociedad- conduce al 
riesgo de ignorar el profundo abigarramiento de factores en el cual se configuró 
el orden característico del último medio siglo. Lo que sabemos de Don Draper, 
Peggy Olsen o Pete Campbell es que desde su laboratorio de la Madison, y al modo de los 
cool hunter, tradujeron corrientes 
emergentes sumamente poderosas a las necesidades de expansión del capitalismo, y 
lo hicieron a través del lenguaje de la publicidad, que se reivindicó desde 
entonces como “arte”, en el sentido más pop con el que asociamos la obra de un 
talento tan seductor e influyente como Andy Warhol.
El hilo conductor 
entre esa impregnación ideológica y la peripecia sentimental de los creadores no 
se rompe cuando la vida profesional, al caer la tarde y regresar al hogar o 
escapar a un lugar desconocido para encontrarse con una amante, se convierte en 
eso a lo que pomposamente llamamos “vida privada”. El matrimonio, la familia, la 
fidelidad laboral, la amistad, la educación moral... Todo ha entrado en 
situación de incertidumbre en “aquellos maravillosos años” porque, 
definitivamente, la vida ya nunca fue lo que les dijeron que debía 
ser.