Director: Rogelio López Blanco      Editora: Dolores Sanahuja      Responsable TI: Vidal Vidal Garcia     
  • Novedades

    Wise Up Ghost, CD de Elvis Costello and The Roots (por Marion Cassabalian)
  • Cine

    Ciudad de vida y muerte, película de Lu Chuan (por Eva Pereiro López)
  • Sugerencias

  • Música

    The Age of the Understatement, CD de The Last Shadow Puppets (crítica de Marion Cassabalian)
  • Viajes

  • MundoDigital

    ¿Realmente hay motivos para externalizar la gestión de un website?
  • Temas

    La sociología frente a Auschwitz
  • Blog

  • Creación

    Poemas de Besos.com, de José Membrive
  • Recomendar

    Su nombre Completo
    Direccción de correo del destinatario
Luis María Llena León: <i>El viejo que me enseñó a pensar</i> (Ediciones Carena, 2010)

Luis María Llena León: El viejo que me enseñó a pensar (Ediciones Carena, 2010)

    NOMBRE
Luis María Llena León

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Barbastro (Huesca; España), 1963

    BREVE CURRICULUM
Obtuvo el grado de bachiller en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca. A los 24 años se trasladó a Barcelona. En esta ciudad se licenció en Filosofía por la Universidad Ramon Llull, y en ella ejerce la docencia desde hace 21 año como profesor de bachillerato. Escribe textos para uso escolar. Ha publicado libros de ensayo y reflexión, principalmente sobre la tarea de educar, así como un libro de poesía en lengua catalana y diversas obras de teatro




Creación/Creación
Luis María Llena León: El viejo que me enseñó a pensar
Por Luis María Llena León, viernes, 1 de octubre de 2010
En estos tiempos de prisas y de estrés, esta obra quiere recuperar el placer de la charla pausada y amigable. En medio de la trivialidad, quiere invitarnos a reflexionar sobre temas fundamentales y universales, aunque sea de una manera inicial e, incluso, superficial: el lector, si lo desea, siempre podrá profundizar más tarde por su cuenta. En esta época en la que viven más ancianos que nunca y en la que, sin embargo, idolatramos a la juventud, esta obra quiere recuperar el valor de la sabiduría que sólo dan los años. El viejo que me enseñó a pensar (Ediciones Carena, 2010) narra los encuentros de un niño y un anciano, en la España de 1953. Encuentros que comenzaron por casualidad y que se convirtieron en una costumbre semanal. Diez encuentros que al niño le parecerán muchos más, por cómo llegaron a marcar su vida durante aquel curso. En esas conversaciones, el niño y el viejo abordarán temas como la libertad, el amor y la muerte. Serán diez entrevistas que dejarán una huella profunda en el niño que ahora, ya casi anciano, rememora y escribe para que un día puedan ser leídas por su nieto recién nacido.
Lunes, 29 de septiembre de 1952

Primer encuentro: EL TIEMPO

“El hombre no es otra cosa que lo que él se hace”
(J.-P. Sartre)

DE LA SALIDA DEL SOL HASTA EL OCASO, el día transcurría con relativa facilidad y rapidez, pero cuando llegaba la noche, todo era distinto, el tiempo adquiría un ritmo mucho más lento, más pausado y, por ello, más incómodo para mí.
Llevaba ya más de quince noches durmiendo en aquella cama y aquel lugar y, sin embargo, no acababa de acostumbrarme. Aquel enorme dormitorio ocupaba toda la última planta del edificio, de Este a Oeste, sin ninguna columna, y albergaba más de trescientas camas. Después de dos semanas, continuaba resultándome un lugar inhóspito poblado de ruidos extraños. Varios internos roncaban. Más de uno hablaba en voz alta a pesar de estar dormido, con lo que algunas palabras o incluso frases se le entendían perfectamente, pero otras eran totalmente ininteligibles, como si de un idioma extraño y misterioso se tratara. Incluso, había un niño que, de pronto, dejaba de respirar y al cabo de bastantes segundos, cuando ya parecía que iba a ahogarse, comenzaba a soltar el aire de sus pulmones poco a poco, haciendo un ruido extraño, como el de una desagradable y cómica trompetilla.
Además, esa misma noche, no hacía ni diez minutos se habían acercado por allí algunos de los alumnos mayores, que dormían justo en el otro extremo, y le habían vendido un submarino a Carlitos, uno de los más pequeños. ¡Sí, sí! Le habían vendido un submarino y él lo había comprado. Es decir, le habían tomado el pelo aprovechando que no estaba dormido demasiado profundamente, con lo cual podía seguirles la conversación, pero no estaba lo suficientemente despierto como para darse cuenta de que se estaban quedando con él.
–Oye, te vendo un submarino –le había susurrado a Carlitos uno de los internos mayores.
–No, no lo quiero –había respondido él, medio dormido.
–Que sí, hombre. Que lo he conseguido y sólo vale un duro.
Un duro era una moneda de cinco pesetas, de las de antes de que llegara el euro. Que un submarino costara un duro era una ridiculez, claro; una tomadura de pelo.
–Ven a verlo, hombre, que lo tengo en la puerta aparcado.
–No, es igual, que no lo quiero.
El alumno mayor hablaba susurrando, para no despertar del todo a Carlitos y para que no lo oyera el sacerdote que vigilaba el dormitorio.
–Pero, hombre, ¿cómo vas a decir que no? Si es enorme y está muy bien de precio.
Tanto insistía y con tanta seriedad que, al final, Carlitos, a medio camino entre el sueño y la vigilia, entre la conciencia y la inconsciencia, había cedido y se había incorporado dispuesto a bajar hasta la calle a conocer por sí mismo el enorme submarino. Llegó hasta la puerta del dormitorio, pero, cuando ya estaba en la escalera, los alumnos mayores no pudieron aguantarse la risa por más tiempo y estallaron en ruidosas carcajadas; eso lo despertó y le hizo darse cuenta de que le estaban tomando el pelo.
–¡Imbéciles! ¡Dejadme dormir en paz!
–¡Chissssssssss! ¡Que vais a despertar al padre Germán!
El tal Germán era el sacerdote que vigilaba el lugar. Tenía su habitación individual justo en el centro del dormitorio colectivo, sirviendo de frontera entre el ala este (la de los pequeños) y el ala oeste (la de los mayores). Los alumnos mayores volvieron a sus camas corriendo hasta el otro extremo del dormitorio.
Era casi medianoche y la calma parecía reinar en aquel lugar. Más allá de las ventanas que recorrían las paredes norte y sur de extremo a extremo, el silencio era absoluto, tan sólo roto en algún momento por el ruido de los trenes de mercancías que circulaban a no excesiva velocidad. De hecho, el internado estaba en pleno descampado, rodeado de hectáreas de cultivo, pinares, frutales, tres o cuatro campos de fútbol, unos frontones y una alberca que, en el verano, hacía las veces de piscina. El edificio era de tres plantas: en la planta baja estaban las salas de recreación, los comedores y los vestuarios deportivos; en el primer piso se hallaban las aulas donde se impartían las clases y en el último, como ya queda dicho, el dormitorio. En el extremo oeste se hallaba la iglesia, de una sola nave, pero de gran altura. Era la frontera. Más allá estaba el monasterio donde vivían, en clausura, los monjes titulares de la institución. Pero los internos sólo veíamos a la mayoría de los monjes en la iglesia, más allá teníamos absolutamente prohibido el paso.
Me levanté para ir al lavabo. Lo tenía cerca, pues los servicios se hallaban en cada uno de los extremos y, como yo era de los más pequeños, me encontraba junto a la pared este. Bebí agua del grifo: el otoño estaba apenas estrenado y todavía hacía calor. Abrí la ventana y escuché el canto de algunos grillos.
–¿Qué haces?
Quien preguntaba era un compañero que también se había levantado para ir al retrete.
–Nada. Es que no puedo dormir –me excusé.
Pero no quise contarle nada más, no quise hacerle sabedor de cuanto me preocupaba.
Me quedé un rato contemplando el cielo. Las estrellas se veían allí, en aquel sitio en medio de ninguna parte, como no podían contemplarse en la ciudad. Joaquín, uno de los repetidores de mi curso, que ya llevaba dos años en el internado, me había contado que fray Jesús tenía un telescopio y que una noche del curso pasado había estado con él en la terraza y había visto el anillo de Saturno. Me contó que se veía casi, casi como en los dibujos de los libros, pero a mí eso me pareció una exageración.
De pronto sentí ganas de salir de allí y pasear. Me puse un jersey sobre el pijama y atravesé el dormitorio. Al dirigirme hacia la puerta, pasé por delante de la cama de mi hermano y lo vi durmiendo a pierna suelta. Me pareció increíble que se hubiera acostumbrado tan pronto a esta nueva situación, que no tuviera ningún problema para dormirse en medio de casi trescientos chicos más.
Salí a la escalera y descubrí que estaba mucho menos oscura de lo que había imaginado: recorrida de arriba abajo por un gran ventanal, la luz de la luna la iluminaba como si más que medianoche fuera la hora del crepúsculo. Había bajado ya un piso cuando, de pronto, sentí miedo y me detuve. El edificio era enorme, ¡a saber a quién podría encontrarme por allí a esas horas...! ¿Qué pasaría si alguien me veía fuera del dormitorio en plena noche? Sin embargo, pronto me sobrepuse a ese miedo, ¿quién me iba a encontrar? La mayoría de los profesores seglares, excepto dos o tres que eran solteros, se iban a dormir a su casa y los monjes vivían al otro lado de la iglesia: la probabilidad de encontrarme con alguien me pareció una entre un millón y seguí caminando.
Pasear por aquellos enormes pasillos completamente a oscuras hizo que me sintiera vivo: los nervios se me habían alojado en la boca del estómago y, de pronto, añoré mi casa y mi familia y una enorme tristeza me invadió. De ese modo llegué hasta la puerta de la iglesia.
La luna iluminaba el templo de tal manera que podía caminar por él sin tropezar apenas. A la iglesia podía accederse directamente desde el internado a través de una puerta que estaba a la derecha del presbiterio; justo enfrente, a la izquierda, estaba la entrada de los monjes. La sillería del coro rodeaba el altar, dibujando un semicírculo interrumpido en su centro por una escalinata de no más de cuatro peldaños en cuya cima se hallaba un pequeño altar con el sagrario. Invadido por la tristeza, me senté en uno de aquellos escalones y rompí a llorar.
Desde uno de los asientos del coro, un anciano monje contempló aquella escena sin que yo lo hubiera visto. El silencio de aquel templo vacío amplificó mi llanto, que resonaba con fuerza, y el corazón del monje se conmovió. Yo sólo era un niño asustado y triste en medio de la oscuridad y de la noche. Probablemente, se preguntaba qué me habría llevado a llegar hasta allí en pijama. Con sumo cuidado, se acercó hasta mí.
–¿Qué te pasa? ¿Por qué lloras?
A pesar de todas las precauciones del monje, me llevé un susto mayúsculo y pegué un respingo; el corazón pareció frenárseme de repente y con él, el llanto. Consciente de la situación, el monje procuró hablar con dulzura mientras, con su mano, revolvía cariñosamente mis cabellos.
–¿Cómo te llamas, muchacho? –preguntó con cariño.
–Ari –respondí, no sin dificultad, pues la voz apenas me obedecía por el susto.
–¿Y qué nombre es ése? –volvió a preguntar el monje con cariño.
–Aristóteles.
Ya estaba habituado a que mi nombre resultara extraño a la mayoría de la gente; en la España franquista, por lo general, los sacerdotes se negaban a bautizar a los niños con un nombre que no fuera claramente bíblico o, sobre todo, perteneciente al santoral de la Iglesia católica. De hecho, a mí tuvieron que bautizarme como Luis Aristóteles, pero en el registro civil mi padre me inscribió como Aristóteles y siempre me llamaron así en casa; creo que fue en memoria de un tío abuelo de mi padre. El caso es que me sentí obligado a dar explicaciones sobre mi nombre.
–Es un nombre griego –le expliqué–. Es el nombre de un filósofo famoso.
–Creo que algo he oído sobre él –respondió con ironía no hiriente.
–Es que la mayoría de la gente no lo conoce…
Yo seguía respondiendo con temor porque me sabía pillado en una falta: a esas horas debería estar durmiendo.
–¿Y qué te ocurre? –insistió el monje–. ¿Por qué lloras?
–No lo sé –respondí, a la vez que me incorporaba y me ponía de pie.
–No te preocupes –prosiguió el monje–. No pasa nada. No voy a reñirte. Me imagino que, si has bajado hasta aquí en pijama cuando es medianoche, debes de tener una razón muy importante para hacerlo.
Pero estas palabras bienintencionadas no consiguieron tranquilizarme y, excusándome, tuve que reconocer:
–La verdad es que no sé por qué he venido.
–¿Eres nuevo? –preguntó el monje.
–No. Ya llevo tres semanas aquí –respondí.
El monje sonrió.
–Sí, ya sé que el curso empezó hace tres semanas; pero quiero decir si éste es tu primer año en el internado.
–Sí.
–Y estás triste, ¿no es eso? Echas de menos a tu familia.
Yo asentí bajando la vista con timidez.
–¿Quieres que charlemos un rato?
Me encogí de hombros:
–Bueno.
El monje parecía muy anciano, como si tuviera más de ochenta años, aunque yo no podía saberlo con exactitud, porque la luz de la luna no iluminaba lo suficiente. Su barba canosa y su esbelta figura, estilizada por el hábito que vestía, hacían de él un personaje en cierto modo sombrío, misterioso. Pero su voz era suave y su tono dulce, cariñoso. Además, me sorprendió que me tratara de tú, porque, en aquella época, todo el mundo nos llamaba de usted. También los profesores trataban de usted a los alumnos. Creo que éste fue uno de los aspectos que favorecieron que enseguida cogiera confianza con este monje. Los dos nos sentamos en la sillería del coro.
–¿Por qué no puedes dormir?
–No lo sé, pero el tiempo pasa muy lentamente aquí, sobre todo por las noches.
El monje sonrió y, como consuelo, dijo:
–El tiempo es subjetivo.
Pero yo no le entendí.
–Y eso, ¿qué quiere decir? –pregunté.
–Quiere decir que el tiempo sólo existe en tu cabeza.
–¡Eso no es verdad! –protesté con toda convicción–. El tiempo existe para todos. Aunque yo no pensara en él, el tiempo pasaría en mi reloj. Aunque mi reloj se rompiera y se parara, el tiempo seguiría pasando. Aunque todos los relojes del mundo se pararan, el tiempo avanzaría.
Creo que el monje quedó asombrado ante mi astucia, pues había argumentado con soltura y sensatez.
–Eres un pequeño filósofo, ¿lo sabías?
–Me parece que yo sólo tengo de filósofo el nombre –le respondí con humildad.
–No lo creas; has dicho cosas muy sensatas, amiguito: el tiempo existe fuera de nuestra cabeza, es verdad. Sin embargo, yo digo que el tiempo es subjetivo porque, en cierto modo, su duración depende de ti.
–¡No! –volví a protestar–. Eso no es verdad: una hora siempre tiene sesenta minutos.
–Sí, es cierto lo que dices. Sin embargo, aunque todas las horas tienen sesenta minutos, no es lo mismo una hora de recreo que una hora de... matemáticas, por ejemplo.
Había acertado. Yo estaba naturalmente dotado para las asignaturas de letras, pero las de ciencias, como las matemáticas, se me hacían difíciles y aburridas.
–Eso es verdad –reconocí–, las horas del recreo vuelan y las de matemáticas... a veces se hacen interminables.
–A eso me refería. Todas las horas tienen sesenta minutos, pero unas se nos pasan más deprisa que otras...
El monje hablaba con voz queda, pausadamente, lo que hacía que yo me sintiera a gusto y olvidara las preocupaciones que me habían llevado hasta allí.
–Vivimos en el tiempo y en el espacio y todo lo concebimos en ellos –continuó el monje–. Sin ellos, no podemos siquiera imaginar. Por eso, por ejemplo, nos resulta tan difícil pensar en un ser como Dios, que no ocupa espacio alguno y es eterno, es decir, sin principio ni final.
–Es verdad, es muy difícil –respondí con una seguridad que demostraba que ya antes había pensado en este asunto–. Aún me acuerdo de que, cuando me preparaba para la primera comunión, el cura de mi pueblo nos estaba explicando que Dios creó todo cuanto existe y entonces los niños le preguntamos enseguida quién había creado a Dios.
–Así es. Porque nuestra mente necesita esas referencias. Todo cuanto conocemos es temporal, es decir, tiene un principio y un final; por eso nos resulta difícil y casi imposible imaginarnos la eternidad.
–Creo que ya voy entendiendo lo que usted quiere decir.
–Por ejemplo: si yo te dijera que he visto a tu madre, tú, ¿qué me dirías enseguida?
–Que usted no conoce a mi madre.
Al monje se le escapó una pequeña carcajada que resonó en la iglesia vacía.
–No, claro que no. Sólo es un ejemplo. Imaginemos que sí que la conozco y que la he visto. Si fuera así, ¿qué es lo que tú me preguntarías inmediatamente? ¿Qué querrías saber?
Yo pensé unos segundos.
–No sé... Supongo que le preguntaría cuándo la había visto. Y dónde.
–¡Exacto! “Cuándo” y “dónde”. Eso es. Todo cuanto conocemos, lo conocemos en un tiempo y en un espacio, y se nos hace muy difícil imaginar algo fuera del tiempo o del espacio. Todo lo tenemos que ubicar en algún sitio, en algún “dónde”, y en algún momento o tiempo, en algún “cuándo”.
–Entonces... ¿La vida es tiempo?
Mis preguntas cogían por sorpresa al anciano monje, que debía pensar sus respuestas durante algunos segundos.
–Si quieres decirlo así... Cada momento vivido es irrecuperable, pero la suma de todos ellos nos va construyendo: somos lo que hemos vivido. Tú y yo, con un pasado diferente al que hemos vivido, seríamos diferentes de como somos hoy en día.
Y añadió un ejemplo:
–Imagina un niño africano que fuera adoptado por padres españoles.
En aquella época se necesitaba imaginación para pensar en eso, era algo muy raro y no tan frecuente como hoy en día.
–Ese niño africano se educaría y crecería aquí en nuestra patria –prosiguió el monje–. Si nunca hubiera sido adoptado, no sería como es hoy. Para empezar, no hablaría nuestra lengua.
–A veces, a mí me ha dado por pensar que yo era adoptado –dije, sin saber bien por qué.
–Casi todos lo hemos pensado en alguna ocasión; todos hemos sentido ese miedo alguna vez. Y, bien pensado, es una tontería, ¿no te parece? Porque las personas que adoptan niños los desean tanto o más que aquellas que los tienen de forma natural. Lo importante no es la biología, sino el cariño; ¿no crees?
–Sí. Eso es verdad. Pero estábamos hablando del tiempo.
–Sí. Sobre el tiempo.
–Y usted me estaba intentando decir que, aunque sólo soy un niño, hoy estoy construyendo mi futuro.
–Así es. Ése es un buen resumen. Y cada uno de tus aciertos o de tus errores puede determinar tu futuro. En todos los aspectos, ¿eh?, no sólo me refiero a los estudios. Y no sólo me refiero a ti. Lo mismo sirve para mí, aunque ya soy un viejo.
–Usted no es un viejo...
No sé por qué dije eso; me salió espontáneamente, como una cortesía. Siempre me habían enseñado que no se debe llamar viejas a las personas mayores, sino ancianas.
–Soy un viejo –volvió a repetir él– y no pasa nada. Es absurdo querer ser siempre jovencitos. Cada uno debe asumir su edad, es la mejor manera de estar a gusto con uno mismo. ¿Te da miedo llamarme viejo?
–Bueno, a mí me han enseñado que no es de buena educación...
–A veces, tenemos demasiado miedo a las palabras. Verás, cuando viví en Inglaterra...
–¿Usted ha vivido en Inglaterra? –le interrumpí asombrado.
–Sí, hace mucho tiempo. Allí conocí y me hice amigo de una chica negra. Al principio, yo intentaba ser educado y, cada vez que había de referirme a ella, usaba circunloquios como “la gente de color”. Hasta que, un día, ella me preguntó: “¿La gente de color? ¿A qué color te refieres? Tú eres de color blanco y yo soy de color negro”. Y, entonces, añadió: “No tengas miedo de llamarme negra, eso no me ofende. Es una realidad, soy negra. Lo que hiere no son las palabras, sino la intención”.
Yo escuchaba embobado, me resultaba muy exótico imaginar a ese anciano haciendo amistad con una chica negra. En los años cincuenta, todavía era muy raro encontrar personas negras en España.


Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de Luis María Llena León, El viejo que me enseñó a pensar (Carena, 2010).
  • Suscribirse





    He leido el texto legal


  • Reseñas

    La pérdida de El Dorado, de V. S. Naipaul (reseña de José María Lasalle)
  • Publicidad

  • Autores