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Universidad de Salamanca

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    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Universidad Complutense de Madrid

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Aula Fray Luis de León Universidad de Salamanca

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Kenneth Joseph Arrow

Kenneth Joseph Arrow


Tribuna/Tribuna libre
La calidad de las universidades
Por Mikel Buesa, viernes, 2 de octubre de 2009
El comienzo de un nuevo curso académico en las universidades españolas, en circunstancias adversas derivadas de las restricciones presupuestarias, a la vez que se aborda con generalidad la implantación de los nuevos planes de estudio derivados de la reforma derivada de los acuerdos de Bolonia, es un buen momento para reflexionar acerca de la calidad de estas instituciones.
Las universidades han experimentado una profunda transformación desde mediados de los años ochenta del pasado siglo, de manera que el impulso que se derivó de la Ley de Reforma Universitaria (LRU) les condujo, por una parte, a absorber una demanda fuertemente creciente de estudios superiores entre los jóvenes españoles y, por otra, a organizar sus estructuras para afrontar el reto de la investigación. Puede decirse que, en ambos frentes, las instituciones universitarias obtuvieron, en general, los resultados que la sociedad esperaba de ellas, lo que no quita para que, entre ellas, se gestaran importantes diferencias en cuanto al nivel científico y la calidad de su docencia y de su investigación.

Pero el tiempo de la LRU se agotó con la llegada del nuevo siglo. A partir de ese momento, la demanda de formación por parte de los jóvenes descendió, tanto porque, como fruto de la caída continuada de la fecundidad desde veinte años antes, las nuevas cohortes de estudiantes se hacían cada año menos numerosas, como porque, con la definitiva implantación de la reforma de la educación secundaria —con la LOGSE—, el fracaso escolar, especialmente entre los hombres, aumentó. Y así, en lo que llevamos de década, el número de alumnos matriculados ha descendido en más de 200.000 individuos —lo que supone una pérdida del 12 por 100 con respecto al año 1999—. La universidad, así, afronta un problema de dimensión, pues existen estudios para los que apenas hay estudiantes interesados, con la consiguiente necesidad de ajustar su capacidad. Y, dado que ese problema se plantea con diferente intensidad en unas u otras zonas geográficas, también se suscita una exigencia de especialización.

Asimismo, en el terreno de la investigación los límites parecen bien marcados. Por una parte, los recursos financieros disponibles se encuentran estancados en el 0,33 por 100 del PIB —una cuarta parte menos que en el promedio europeo— desde 2005. Por otra, la ampliación de las plantillas de profesores es casi imposible, pues, al estar éstas determinadas por la función docente, el estancamiento de la demanda estudiantil provoca su estabilización. No sorprende, por ello, que la producción de publicaciones científicas en revistas académicas internacionales se haya detenido en torno a las 37.000 anuales desde hace un trienio, pues la productividad por investigador no experimenta apenas variaciones —en torno a 50 artículos anuales por cada 100 investigadores— desde mediados de los años noventa. Y, de nuevo, también es esto la desigualdad entre las universidades es manifiesta.

Para que exista una docencia de gran calidad —cuyo reflejo se encuentra en el nivel de conocimientos y destrezas de los estudiantes recién graduados— se requiere un sistema más exigente que el actual, con un control de resultados continuo y obligatorio

Por consiguiente, parece claro que las universidades enfrentan una nueva situación que les obliga a redimensionar sus recursos y reorientar sus capacidades docentes e investigadoras con objeto de situarse institucionalmente en un marco cada vez más competitivo. Es en este contexto en el que la cuestión de la calidad se suscita con urgencia, pues los demandantes de estudios tienen una capacidad creciente de selección y los poderes públicos se ven obligados, ante la sociedad, a justificar mejor los recursos que asignan a esas instituciones.

Pero el concepto de calidad es evasivo, pues reúne tres tipos de dimensiones que son conceptualmente diversas. Por una parte, la calidad se puede definir como el grado de ajuste a los propósitos explícitos de la institución. Por otra, tratándose de la elite del conocimiento, alude sin duda al nivel de excelencia que se alcanza tanto en la formación de los estudiantes como en los resultados de la investigación académica. Y, en tercer lugar, se refiere también al modo en el que su actuación se compadece con las exigencias de la sociedad. En la práctica, esta pluridimensionalidad exige emplear múltiples indicadores para afrontar la medida de la calidad universitaria, tal como revelan los diferentes trabajos que han buscado establecer algún ranking de estas instituciones. Unos trabajos que, en España, cuentan con poca tradición y con enormes dificultades para su realización, pues no ha sido hasta muy recientemente cuando se ha empezado a disponer de la información requerida para todas las universidades. A este respecto, no es superfluo anotar que, aunque los gestores de estas instituciones suelen apelar en su discurso público a la calidad, son muy reacios a la elaboración y publicación de los datos necesarios para medirla.

Por mi parte, soy autor, junto a Joost Heijs y Omar Kahwash, de uno de esos rankings, sin duda el metodológicamente más complejo de cuantos se han realizado en España y el que contempla un mayor número de variables. El lector interesado en sus resultados puede consultarlo en la web del Consejo Económico y Social de la Comunidad de Madrid, la institución que promovió y financió la correspondiente investigación. Yo no me detendré ahora en ellos, pues prefiero incidir en los aspectos del diseño institucional de nuestras universidades que requieren cambios importantes para que mejore su calidad.

La excelencia docente también se relaciona con la apertura de la universidad a la sociedad. La influencia de ésta en el diseño de los planes de estudio es actualmente mínima y, con ello, se pierden oportunidades para atender las necesidades colectivas

Lo primero que debe tenerse en cuenta a este respecto es que la universidad cumple una doble función —docente e investigadora— dentro de la sociedad, y que los dos elementos de esa función son igualmente relevantes. Una actividad docente que aspire a la excelencia no es posible si, más allá de los medios materiales necesarios, no se cuenta con profesores experimentados capaces de situarse en la frontera de la investigación y de transmitir el conocimiento que emerge de su propia experiencia científica. Y, a su vez, una investigación puntera, también más allá de las instalaciones y medios que requiera, sólo es factible si existen profesores con un alto nivel de cualificación. Además, en la perspectiva de la asignación de los recursos económicos, esa combinación de docencia e investigación es un requisito de la eficiencia, tal como destacó hace casi medio siglo el Premio Nobel de Economía Kenneth Joseph Arrow, hasta el punto de que pudo escribir, haciendo precisamente referencia al diseño institucional, que «la complementariedad entre la enseñanza y la investigación es algo así como un accidente afortunado desde el punto de vista de la economía». Por consiguiente, no me parece que algunas propuestas recientes, según las cuales deberían distinguirse las universidades de enseñanza de las de investigación, vayan por el camino más adecuado.

Para que exista una docencia de gran calidad —cuyo reflejo se encuentra en el nivel de conocimientos y destrezas de los estudiantes recién graduados— se requiere un sistema más exigente que el actual, con un control de resultados continuo y obligatorio. Además, entre los requisitos y criterios de selección que se aplican a los profesores según van pasando los hitos de su carrera académica, se tendrían que tener en cuenta esos resultados. Ello no ocurre en la actualidad, pues normalmente su valoración se basa en el número de años o el número de créditos impartidos, sin tener en cuenta su capacidad para la transmisión del conocimiento. De ahí que los profesores jóvenes prefieran dedicarse con más ímpetu a las tareas investigadoras que a las docentes, pues ello responde al cuadro de incentivos que el sistema ha generado.

La excelencia docente también se relaciona con la apertura de la universidad a la sociedad. La influencia de ésta en el diseño de los planes de estudio es actualmente mínima y, con ello, se pierden oportunidades para atender las necesidades colectivas, en especial las derivadas del sistema productivo. La interpretación fundamentalista de la autonomía universitaria ha convertido a estas instituciones en unos organismos donde prevalecen los intereses del profesorado por encima de cualquier consideración hacia el medio en el que se desarrolla su actividad. En este sentido, el proceso que se ha vivido en los últimos meses con relación a la reformulación de los planes de estudio derivada de los acuerdos de Bolonia, ha sido sintomático del autismo institucional de una buena parte de los centros académicos españoles.

La excelencia investigadora sólo se adquiere si, desde la base del sistema, los niveles de exigencia son muy elevados. Me refiero a la selección de becarios, por una parte, y a la concesión de títulos de doctorado, por otra

Es evidente, por todo ello, que en el sistema de universitario español la valoración de la excelencia resulta poco importante y que, además, esa excelencia no se exige por parte de las Administraciones Públicas que financian las universidades. La autonomía universitaria se ha traducido en una suerte de descontrol por parte de los gobiernos regionales, que desde hace unos años ostentan las competencias en la materia. El problema no está en la descentralización, sino la carencia de control sobre la calidad de los resultados y sobre el empleo de los recursos. Por ejemplo, la selección del personal docente e investigador es un proceso poco transparente donde existe gran discrecionalidad en la aplicación de los criterios de calificación de los candidatos. El actual sistema de acreditación puede atenuar este problema, pero ello no oculta que el nivel exigido difiere mucho entre las distintas agencias regionales y que en algunas Comunidades Autónomas se manejan requisitos de poca altura. Otro aspecto donde se debería incidir se refiere a la composición de los tribunales evaluadores y a las formalidades a las que han de ajustarse los procesos de selección, con el fin de evitar el alto nivel de endogamia que padecen nuestras universidades.

La excelencia investigadora sólo se adquiere si, desde la base del sistema, los niveles de exigencia son muy elevados. Me refiero a la selección de becarios, por una parte, y a la concesión de títulos de doctorado, por otra. En los últimos años se ha extendido la idea de que los primeros tienen que ser reconocidos bajo el régimen común de los trabajadores, de manera que gocen de sus mismos derechos en cuanto a la negociación colectiva y a la protección del desempleo. No comparto esta idea por dos motivos. Uno, porque el sistema laboral, tal como está establecido en España, introduciría una rigidez en el ámbito investigador que impediría la selección a través de la excelencia. Y otro, porque entiendo que los becarios deben ser investigadores en formación y no personal al servicio de sus directores o de los departamentos e institutos en los que se integran. Y, por lo que concierne a los doctorados, está claro que la generalización de la máxima calificación —el conocido «cum laude»— no ayuda en nada a la jerarquización de los doctorandos según sus méritos.

Otro problema que afecta a la calidad de las universidades, tanto en la docencia como en la investigación, es el bajo nivel salarial de los profesores —que aleja a una buena parte de los mejores del camino universitario— y su escasa diferenciación. A este respecto, los incentivos que, con la evaluación de los resultados de la investigación cada seis años, introdujo la LRU, se han mostrado muy insuficientes. Así, a igualdad de antigüedad, un catedrático que cuente con cinco evaluaciones positivas —expresivas de su excelencia investigadora continuada a lo largo de una carrera de treinta años— es retribuido sólo con un 15 por 100 más de sueldo que otro que no cuente con tal reconocimiento. Por ello, la mejora retributiva de los docentes universitarios debe orientarse hacia un aumento sustancial de la diferenciación salarial si se quiere que el sistema contribuya a la mejora de la calidad del profesorado.

En resumen, la excelencia se tiene que convertir en el centro de la gestión universitaria, informando su organización docente e investigadora y sirviendo de guía tanto para la evaluación de los estudiantes como para el reconocimiento de los profesores. Las universidades, debido a su inercia institucional, no se han mostrado capaces de orientarse en este sentido; y, por ello, son los poderes públicos los que, por medio de la regulación y también de las formas de financiación, los que tienen por delante la tarea de encauzar su reforma si se quiere que, en efecto, la calidad imprima su actividad en el futuro.
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