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lunes, 6 de octubre de 2008
Vicky Cristina Barcelona de Woody Allen, razones para un acercamiento
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[15342] Comentarios[3]
Para mí “Vicky Cristina Barcelona” es el Woody Allen de siempre pero en otra clave. Una clave que ha hecho su historia por vez primera muy comprensible en su país, los EE.UU, donde está logrando un éxito más que notable, y que, por el contrario, para el público europeo ha lastrado hasta límites insospechados la historia, no haciéndola creíble de ninguna de las maneras

Juan Antonio González Fuentes 

Juan Antonio González Fuentes

Les voy a contar un cuento.

Érase una vez dos jóvenes amigas norteamericanas de muy buen ver que aterrizan juntas en Barcelona como punto de partida de un viaje iniciático en busca de sí mismas y de su lugar en el mundo. Una es rubia y la otra morena. Llegan a una Barcelona panorámica de colores pastel y luces doradas; una Barcelona “gaudiniana”, encarnación alucinógena y proteica de las tópicas esencias europeas; una Barcelona monumental, sin conflictos, habitada por artistas felices que disfrutan de la buena vida acudiendo a fiestas chic al aire libre y a sofisticados restaurantes de diseño postmoderno; una Barcelona maravillosa, fruto en definitiva de un espejismo hollywoodiense.

Las chicas se hospedan en un palacete de ensueño propiedad de una pareja, amigos también americanos de una de ellas: una pareja de mediana edad símbolo de buenas maneras y civilización. La excusa para viajar a Barcelona de una de las chicas es su tesis sobre la “identidad catalana”, motivo que causa cierta hilaridad al matrimonio debido a su completa inutilidad. La otra chica no tiene otras motivaciones que las aventuras que puedan surgirle durante el viaje.

Durante la asistencia al cocktail que se ofrece tras la inauguración de una exposición, las dos chicas se fijan en un maromo de buen ver, con pinta de macho hispano un poco bestia, que resulta ser un afamado pintor. Tras la exposición, los tres coinciden de nuevo, esta vez cenando en un precioso restaurante, y el pintor invita a las chicas a que lo acompañen en un viaje que va a hacer al día siguiente a la ciudad de Oviedo. Tras dudarlo unos instantes, la chicas aceptan.

El joven pintor vive en una mansión barcelonesa con piscina, inmenso jardín y un amplísimo estudio, conduce a toda velocidad un descapotable rojo por la bucólicas calles de la Barcelona ensoñada y, para remate de pleito, como casi cualquier otro pintor barcelonés al uso, pilota una avioneta en sus viajes de asueto por el resto de España.

En efecto, el artista lleva en su avioneta a las chicas hasta un Oviedo luminoso de tonos pastel, una capital de Asturias en la que por la noche se cena al aire libre en atmósferas doradas mientras un guitarrista con aspecto de flamenco interpreta música de Albéniz. En Oviedo, el pintor inicia asuntos amorosos con las dos chicas a la vez, con cada una de ellas de una forma distinta, y a una, la morena, la lleva a conocer a su padre, un anciano poeta de pelos y barba blanca, con aspecto de antiguo remero de trainera vestido, que viste camisetas de Armani. El poeta no publica poesía porque no quiere lanzarle margaritas a los cerdos, y vive en una espléndida casona de sillares vetustos y nobles.

Al regresar a Barcelona el pintor y la chica rubia se van a vivir juntos, y la morena ve llegar a su novio, un joven americano formal, aburrido y rico, con el que va a casarse en breve. La nueva pareja vive días de felicidad, él le aficiona a ella a la pintura, y ella le descubre a él las sonatas para piano de Scriabin. Mientras, la morena estudia español en una academia y reflexiona sobre si prefiere la vida segura pero aburrida con su americano formal, o el desenfreno pasional y arriesgado con el complicado latin lover catalanoasturiano.

Entre tanto aparece en escena la ex mujer del pintor, una morenaza de rompe y rasga tan temperamental como un miura cabreado, y tan equilibrada como Hitler dando un discurso a las masas cargado de cocaína. La morenaza es la encarnación hollywoodiense de lo que debe ser una española guapa, así como Sofía Loren lo fue de la italiana temperamental. La guapa española, además de histérica y loca, es una pintora espléndida pero confundida, además de una consumada intérprete de la obra para teclado de Scarlatti.

Aquí me detengo, pues no quiero de ninguna manera desvelarles el final del cuento con moraleja incluida. Bueno, más que el final de cuento, debería escribir el final de la película, pues les he contado con algún detalle ornamental el argumento de la última película de Woody Allen, Vicky Cristina Barcelona, algo así como el 80% de la trama argumental. Javier Bardem es el pintor español (Juan Antonio González, por cierto), Penélope Cruz su trastornada ex mujer, Scarlett Johansson la rubia americana, y Rebecca May la morena (la actriz que más me ha convencido de todo el reparto, la única de verdad creíble).

Cartel de la película Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen

Cartel de la película Vicky Cristina Barcelona, de Woody Allen

Creo sinceramente que cualquier barcelonés, ovetense, catalán, asturiano, español que haya leído este resumen argumental, y no haya visto la película, pensará que le estoy tomando el pelo sin pudor. Ningún nacional hispano que no haya visto la película y al que se le cuente el argumento del último trabajo hasta ahora del cineasta neoyorkino, no dará crédito al cúmulo de insensateces, lugares comunes y fantásticas inverosimilitudes con las que Allen ha construido su historia española. Claro que si el que lee esta página y luego ve la película es un nacional, pero un nacional catalanista, seguro que eleva una propuesta para que el cineasta sea declarado persona non grata en toda la geografía catalana, pues a la general inverosimilitud de la historia, hay que sumarle el hecho de que la Barcelona captada en los fotogramas y que ahora se muestra por todo el mundo, es una Barcelona española, en la que se habla español, en la que se toca por doquier a la guitarra la Iberia de Álbéniz, en la que los personajes catalanes son plenamente españoles, y en la que la única referencia a la “identidad catalana” se hace en un contexto de chirigota y mofa (“¿eso, para qué sirve?”).

Bien, pues constatando lo inverosímil del argumento, la idílica e irreal imagen que se da tanto de Barcelona como de Oviedo, el esperpento de hacer de una chillona y desenfrenada Penélope Cruz una creativa artista consumada intérprete de Scarlatti, lo increíble de querer mostrarnos al Javier Bardem de pata de jamón en la mano como un sofisticado pintor con avioneta en el Prat y descapotable rojo a la puerta del palazzo, o a una Scarlett Johansson más perdida que un pulpo en un garaje como inefable mozalbeta a la búsqueda de su yo saltando de cama en cama..., constatando, insisto, el envoltorio lujoso de opereta chirriante y dodecafónica, a mí la película no me ha disgustado.

Me parece evidente que no estamos ante el Allen más afortunado, y desde luego no supongo que Vicky Cristina Barcelona engrosé en algún momento la filmografía más memorable de nuestro cineasta. Quizá sea cierto que el que Allen parezca haberse impuesto rodar todos los años una película no beneficie el que todos los proyectos maduren y los distintos elementos converjan para lograr siempre lo memorable. Pero precisamente ahí reside a mi modo de ver el encanto del cine menos inspirado y redondo de Woody Allen, en la condición de “entrenamiento” de algunas de sus películas.

Me explico. En la industria del cine del Hollywood en los años dorados, los buenos directores, los que más trabajaban eran los que resolvían la “confección” de películas de todo género en tiempo y forma. Los directores de esa época no era infrecuente que dirigieran hoy un western, mañana un melodrama y pasado una comedia. Se trataba en muchos casos de artesanos que dominaban el oficio tras carreras en las que se habían encargado de sacar adelante decenas y decenas de películas en un sistema de concepción plenamente industrial. La diferencia con los “maestros” estriba en que estos, a pesar de dirigir tal vez tres o cuatro películas de encargo cada año, sí lograban dejar su particular sello personal en muchos de los fotogramas rodados, en muchos encuadres, en cada secuencia.

El oficio de cineasta tiene algo de artesanal, de “oficio” valga la redundancia. En nuestros días es imposible que un director de cine llegue a dirigir no digo ya el más de centenar de películas que dirigió por ejemplo el maestro de maestros, John Ford, es que raras veces llega a la veintena. Rodar y rodar otorga oficio, sabiduría directorial. Si uno quiere ser zapatero debe aprender el oficio haciendo zapatos, muchos zapatos, y unos saldrán mejor que otros. Lo que no es probable es que uno se convierta en un gran zapatero (dominando todas las facetas del oficio) si a lo largo de su vida profesional sólo fabrica tres o cuatro pares.

Muy pocos directores de hoy en día tienen la posibilidad de rodar una película todos los años. Woody Allen lo hace, y es más que evidente que interesándonos o no sus historias, saliendo mejor o peor, ha logrado con los años una “maestría” a la hora de contar historias con fotogramas que no tenía ni apuntaba en sus primerísimos comienzos, cuando la gracia y frescura de sus propuestas siempre, siempre, se ven lastradas por una forma de narrar con la cámara torpona y nada suelta.

Siguiendo este hilo de reflexión, Vicky Cristina Barcelona me parece un arriesgado, interesante y, en muchos aspectos, sí, fallido ejercicio de estilo. Un ejercicio concebido bajo las normas y con las convenciones propias de la alta comedia cinematográfica norteamericana de los años cincuenta y sesenta, un esquema de construcción en el que lo verosímil no tiene importancia, y en el que los sobreentendidos funcionan a la orden del día. Lo más arriesgado de la apuesta española de Allen es que debe contar para su correcto funcionamiento con la complicidad del espectador, al igual que ocurre, por ejemplo, en el caso de la representación tradicional de una ópera de repertorio. El público de hoy en día, sobre todo el más joven, no está para nada acostumbrado a admitir con mirada limpia el juego de convenciones que le plantea una representación operística tradicional, al igual que tampoco acepta ya de buen grado las que le pone en la pantalla una de las espléndidas comedias que rodaron Doris Day y Rock Hudson a las órdenes de Norman Jewison o Delbert Mann. El problema más grave que le está sucediendo a Vicky Cristina Barcelona en Europa es que el público no entra a los engaños que le propone Allen, es que no acepta los códigos manejados por el director americano, ni los comprende ni le interesan. Es más, el público europeo exige a Allen que mantenga las claves de su discurso dentro del ya previsible esquema por él mantenido a lo largo de buena parte de su obra. En esta ocasión Allen mantiene el tipo de discurso y reflexión, la problemática de dos jóvenes norteamericanas enfrentadas a la dialéctica iniciática y tópica entre las seguridades y convenciones de su raíz americana y el carpe diem arriesgado, alocado y poco convencional de la experiencia europea. En definitiva, dos chicas que ante la llegada de la madurez se ven abocadas al fascinante y terrible hecho de tener que elegir la senda por la que encauzar sus vidas. Un asunto, en definitiva, de honda raigambre existencial y moral que ha sido tratado en varias ocasiones por Woody Allen, aunque esta es la primera que lo hace, insisto, siguiendo las convenciones más visibles y manoseadas de la alta comedia norteamericana de la edad de oro y plata.

Para mí es el Woody Allen de siempre pero en otra clave. Una clave que ha hecho su historia por vez primera muy comprensible en su país, los EE.UU, donde Vicky Cristina Barcelona está logrando un éxito más que notable, y que, por el contrario, para el público europeo ha lastrado hasta límites insospechados la historia, no haciéndola creíble de ninguna de las maneras.

NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.


Comentarios
13.04.2009 1:40:28 - Susana



Efectivamente, coincido en que Rebecca Hall es lo único que se puede salvar de la película, que me parece una auténtica tomadura de pelo por parte de un Allen que hace mucho tiempo que no está a la altura de Hannah y sus hermanas, Manhattan o Annie Hall. ¿Fue Son Yii la que dirigió? No entiendo tal cúmulo de despropósitos en un director de tal categoría. Cierto es que a mí su etapa londinense no me convencía demasiado, como poco convincente me parece su actriz fetiche en sus últimas producciones. Un Woody Allen, por otro lado, afectado por la pitopausia, con perdón, de otra forma tendría más criterio a la hora de elegir sus actrices. Cierto es que Mia Farrow no era precisamente, una actriz de primera fila, pero se parapetaba tras un gran guión, interpretando personajes que le iban como anillo al dedo y secundarios maravillosos. Tras los fiascos de Scoop y Match Point, me lo pensaré dos veces para acudir a mi cita anual con el señor Allen. No me atreví a hacerlo con Cassandra's Dream. No entendí como un director con cierto criterio puede confiar un drama que se pretende moral en unos ¿actores? de la -poca- talla de Colin Farrell y Ewan McGregor.


29.06.2010 14:29:54 - Ana Gricelddy



M e parecio una pelicula de gran interés, ademas, debi entregar un analisis desde el psicoanalisis freudiano a mi profesora ya que esta pelicula lo requeria en el curso, entonces aproveché y le saque hasta la ultima palabra de los protagonistas para anañizar...
Simplemente una hermosa pelicula con amor neurotico!!!


29.06.2010 14:29:59 - Ana Gricelddy



M e parecio una pelicula de gran interés, ademas, debi entregar un analisis desde el psicoanalisis freudiano a mi profesora ya que esta pelicula lo requeria en el curso, entonces aproveché y le saque hasta la ultima palabra de los protagonistas para anañizar...
Simplemente una hermosa pelicula con amor neurotico!!!










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