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Paul Auster: <i>Diario de invierno</i> (Anagrama, 2012)

Paul Auster: Diario de invierno (Anagrama, 2012)

    TÍTULO
Diario de invierno

    AUTOR
Paul Auster

    EDITORIAL
Anagrama

    TRADUCCCION
Benito Gómez Ibáñez

    OTROS DATOS
Barcelona, 2012. 248 páginas. 18,90 €



Paul Auster

Paul Auster


Reseñas de libros/No ficción
Paul Auster: Diario de invierno (Anagrama, 2012)
Por Justo Serna, lunes, 5 de marzo de 2012
¿Por qué un escritor que sobrepasa los sesenta y cinco años redacta unas memorias? ¿Para qué? ¿Para justificarse, para ordenar el sentido de sus creaciones, para confirmar impresiones o para ajustar interpretaciones? “Habla ya antes de que sea demasiado tarde, y confía luego en seguir hablando hasta que no haya más que decir. Después de todo, se acaba el tiempo”. Después de todo, se acaba el tiempo. ¿A qué se refiere? ¿A que el final está cerca, a que tras lo vivido y experimentado ya no hay más? ¿O es una fórmula resignada? Por otra parte, ¿qué y cómo escribe?
Diario de invierno, de Paul Auster, no es exactamente un dietario. Son memorias, retazos estratégicamente ordenados del tiempo vivido y sobre todo del tiempo recordado porque se escribe. ¿Y la voz narrativa? Auster adopta una segunda persona gramatical que funciona, que funciona muy bien. Es una forma de desdoblarse, de mirarse y de verse reflejado. Es una manera de examinarse con minucia, como si efectivamente estuviera ante un espejo y por tanto como si pudiera contemplarse. Pero eso tiene sus consecuencias, que el propio autor sabe plasmar en el relato.

Cuando nos vemos reflejados ante un espejo sólo percibimos lo que nuestros ojos distinguen. ¿Diríamos que ese reflejo es la totalidad? En absoluto, el espejo aquí puede ser la memoria y sus trampas. Nos miramos y descubrimos rasgos reconocibles. También otros que habíamos olvidado. Pero ante el espejo hay detalles que ya no están: no sólo los que están fueran de campo, sino también los que han desaparecido. Desde ese punto de vista, la memoria es como un espejo selectivo, falaz e inevitable: hecha de sensaciones que nos hace ver lo que nos duele o nos admira.

El narrador de Paul Auster se desdobla ante el espejo verbal y se interpela, que es una manera muy eficaz de ser veraz o de aparentarlo

El narrador de Paul Auster se desdobla ante el espejo verbal y se interpela, que es una manera muy eficaz de ser veraz o de aparentarlo. No es preciso que el lector juzgue este aspecto: siempre le faltarán pruebas que permitan evaluar la verdad de lo dicho. ¿Entonces? La habilidad narradora de Auster está fuera de toda duda. En los pequeños detalles está el todo, una vida. En la descripción está el mundo evocado, que es la América de los cincuenta, de los sesenta, de los setenta, etcétera. En el afecto, el dolor y la ironía está el pasado relatado. Habría trampa si descubriéramos autocomplacencia. Pero no, no la hay. El narrador juzga al yo interpelado con severidad y ternura. Todo ello a un tiempo.

Al escritor se viene encima la vejez, incluso una venidera decrepitud. Ponerse a redactar una autobiografía es un modo de asentar lo pasado y sobre todo de certificar el sentido de lo ocurrido. Mientras no lo escribes, todo es porvenir, todo está por acontecer: los actos de tu vida son interpretables y por tanto pertenecen al futuro. En cambio, escribir es fijar, afirmar y confirmar lo sucedido. Pero es también desechar lo ya probado para emprender nuevas metas. Es una forma de darte vida. Si tienes sesenta y tantos, todavía te quedan años y, por consiguiente, te queda tiempo para escribir, para imaginar, para dilatarte. Pero todo puede acaba de pronto. ¿Por qué? ¿Porque tienes una edad provecta? No, con Auster hemos confirmado que todo es contingencia, chiripa, prodigios terrenales.

Claramente: hoy en día, un escritor de sesenta y tantos es aún productivo. Lo lógico es que le queden años de plenitud creativa. Es más: quizá nos tenga reservada una sorpresa que ni él mismo aguarda. Pero la vida es eso: pasmos que no te esperas, fantasías que no pensabas. Y algo más: rutinas que te confirman, que corroboran el tipo previsible que eres. Un escritor dotado (o medianamente dotado) tiene la habilidad para hacer balance sin fatuidades, de sopesar lo que en su obra hay de logro o de automatismo. Y tiene el derecho de examinarse: de ver qué ha sido de su existencia, de su cuerpo, de su vigor.

Eso es lo que hace Paul Auster en Diario de invierno. Y Auster no es un escritor medianamente dotado: es un novelista de mucho fuelle, con gran resistencia y ocurrencia. Y sobre todo es un literato que conoce la historia de la escritura. Por tanto, se sabe deudor, repetidor o seguidor de autores que lo han precedido y cuyos logros podrían frenarlo. No ocurre eso: normalmente hace de la repetición, de la escritura, de lo averiguado, de lo sentido o del sinsentido sus temas. Son asuntos universales y capitales. No se engaña: sabe que no puede decir algo que jamás haya sido dicho, pero sabe que puede variar levemente. En ese pequeño cambio, que es consciencia de la escritura y de su historia, está el logro habitual de Auster.

De manera explícita Auster habla de las llagas del tiempo: no sólo como metáfora, sino también como heridas reales, suturadas o no siempre cerradas

Hace tiempo que está en la crecida de la edad, en el borde mismo de la vejez. Eso no le impide evaluar los resultados de una vida y de una obra. De un cuerpo. Porque eso, el cuerpo, es el motivo central de estas memorias. Por ello, el narrador lo admite inmediatamente: “Quizá sea mejor que de momento dejes tus historias a un lado y trates de indagar lo que ha sido vivir en el interior de este cuerpo desde el día que recuerdas estar vivo hasta hoy”.

¿Hasta hoy? Hasta 2011, que es el año que explícitamente se indica en el curso del relato. En cada página de este Diario hay evocación del cuerpo: de sus deseos, de sus apretones, de sus urgencias, de sus placeres, de sus laceraciones.

“Estornudar y reír, bostezar y llorar, eructar y toser, rascarte las orejas, frotarte los ojos, sonarte la nariz, carraspear, morderte los labios, pasarte la lengua por parte de atrás de los dientes de abajo, tiritar, peerte, tener hipo, enjugarte el sudor de la frente, pasarte la mano por el pelo: ¿cuántas veces has hechos esas cosas”.

De manera explícita Auster habla de las llagas del tiempo: no sólo como metáfora, sino también como heridas reales, suturadas o no siempre cerradas. Y habla del padre, la figura espectral: ese con quien tener una charla de adultos para completar lo que la vida dejó sin aclarar. Pero el cuerpo del padre ya no está. La vida se esfumó y de él sólo queda la impotencia del hijo: la imposibilidad de restituirlo o de reemprender un diálogo. Por eso, el hijo aún se contempla como un ser desvalido. Más aún: “siempre perdido, equivocándote siempre de dirección al tomar un camino, siempre sin llegar a parte alguna”. Es algo metafórico, por supuesto, pero es también algo real: una escasa capacidad de orientación. Y un cambio constante de ubicación: casas y casas en las que ha vivido sin encontrar acomodo duradero. Al menos hasta hace unos años.

Justamente ahora la pérdida es más dolorosa y previsible. ¿La muerte? No: me refiero a la vida y sus dones que se van perdiendo

Ahora, parece centrado, seguro, firme. Pero justamente ahora la pérdida es más dolorosa y previsible. ¿La muerte? No: me refiero a la vida y sus dones que se van perdiendo. No vale sólo la experiencia. Hay pérdidas irrecuperables, pérdidas materiales, la expectativa, el norte. Que uno salga con bien de los laberintos en los que se mete no significa que quede satisfecho. Los observadores pueden decir que no le ha ido tan mal al escritor Paul Auster, que ha sabido optar con inteligencia por el camino que tocaba. Pero en cada uno de nosotros hay un yo ideal y exigente al que decepcionamos, al que no llegamos: un tipo fiero e interno que nos juzga con severidad. Paul Auster habla de ese ser constantemente y para aplacarlo lo revela, lo descubre sobre el papel. Ahí está.

Creo que todos tenemos derecho a auscultarnos, tengamos la edad que tengamos, sabiendo –eso sí-- que no hay segunda vuelta, que quizá ahora, justamente ahora, estemos en el último round. El primer libro de un escritor joven no debe repetir lo obvio: que el mundo está hecho un asco, que la mocedad es dura, que el sol sale todas las mañanas. El literato novel debe transfigurarse, reinventarse, valerse de la palabra para decir lo que no ve o no quiere ver. O tal vez para materializar lo que ignoraba saber. Paul Auster hizo eso. Siendo un tipo joven escribió novelas muy ingeniosas y analíticas. Aún hoy. Adoptó el género de la ficción para evaluarse o para olvidarse de sí mismo. Para rehabilitar de otro modo lo que era fatal e irreparable. Pero en su existencia no había nada fatal e irreparable. Es un baby-boomer que no cumplió las expectativas de su generación, la de los nacidos tras la Guerra Mundial. De hecho se dedicó a una profesión rara: finalmente, la de escritor. Vivió el rock’n’roll pero prefirió la novela a la poesía. Es americano, un judío americano, pero tiene un irremediable pátina europea: francesa, para acabarlo de agravar.

¿Y ahora, cuando sobrepasa la sesentena, por qué escribe este relato? Lo hace, sencillamente, porque quiere ajustar cuentas, inspeccionarse con rigor y con humor, con dureza y con sutileza. ¿Ante quién? Por supuesto, esto es un combate pugilístico y los contendientes se asemejan entre sí. Paul Auster tiene contrarios, gentes que le reprochan su habilidad narrativa, su capacidad para retener al lector, para involucrarlo en un asunto que no le concierne. Auster tiene enemigos que le culpan de posmodernismos, de malabarismos. Tiene adversarios que critican su capacidad para meternos en una historia que habla de historias contadas, relatos que precisan la dificultad de narrar. Auster lleva un cuaderno y hace sus anotaciones. Tiene máquina de escribir y pasa a limpio sus ocurrencias. Pero, sobre todo, Auster se empeña en contarnos la vida, en detallar lo que pasa y el significado incierto de lo que acontece teniéndose a sí mismo como interlocutor: en primera, en segunda o en tercera persona. No sólo eso. Además, se empeña en examinar el acto mismo de escribir. Es un escritor y lo hace explícito. O mejor aún: es un contador de historias al modo propiamente judío: hechos que tienen moral y moraleja.

Pero las consecuencias, en Auster, siempre las saca el lector. Yo estoy en ello.
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