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Michel Onfray: <i>Freud. El crepúsculo de un ídolo</i> (Taurus, 2011)

Michel Onfray: Freud. El crepúsculo de un ídolo (Taurus, 2011)

    TÍTULO
Freud. El crepúsculo de un ídolo

    AUTOR
Michel Onfray

    EDITORIAL
Taurus

    OTROS DATOS
Madrid, 2011. 504 páginas. 22 €

    TRADUCCCION
V. Villacampa



Michel Onfray en mayo de 2010 (foto de Perline; fuente, wikipedia)

Michel Onfray en mayo de 2010 (foto de Perline; fuente, wikipedia)


Reseñas de libros/No ficción
Michel Onfray: Freud. El crepúsculo de un ídolo (Taurus, 2011)
Por Justo Serna, lunes, 4 de julio de 2011
Michel Onfray ha escrito un libro sobre Sigmund Freud. Su título original es Le crépuscule d'une idole. L'affabulation freudienne (Éditions Grasset & Fasquelle, 2010). En español es prácticamente idéntico, Freud. El crepúsculo de un ídolo (Taurus, 2011). El rótulo remite a Friedrich Nietzsche y, como el pensador a quien invoca, también Onfray espera derribar a sus rivales dando martillazos. ¿A qué rivales me refiero? Obviamente, al psicoanálisis y a su creador. Si Onfray se ha propuesto escribir la contrahistoria de la filosofía occidental –tarea que le ocupa desde hace años--, nada mejor que filosofar golpeando los edificios añosos de dicho sistema, palacios imponentes que caen pronto bajo su piqueta personal. Él vive retirado de la academia, ajeno a las seducciones del mundo poder, corrupto y aún judeocristiano; y vive organizando un sistema alternativo que juzga hedonista, libertario y onanista. Arremeter contra Freud es así un asunto neurálgico, central, en una Francia hechizada por el psicoanálisis. Hacer eso no es atacar un cadáver, sino vérselas con un muerto muy vivo. Hace unos años, ya hubo sus más y sus menos con El libro negro del psicoanálisis, editado por Catherine Meyer, que tanta controversia suscitó. Ahora, Onfray retoma el objetivo creyendo rematar a un Freud al que primero ha de quitar sus velos.
La empresa la lleva a cabo en un volumen extenso cercano a las quinientas páginas. Sus rivales bien pueden haberlo dicho: es un ladrillo, si por tal se entiende una obra inmoderadamente larga. O pesada o tediosa. La verdad es que el autor podría haberla abreviado pero, si la reducía, la imagen de Onfray no se habría beneficiado. Por ejemplo, cuando escribió sobre Friedrich Nietzsche, el textito resultante no merece atención alguna, de tan anémico y previsible que era. Ahora, las cosas debían ser de otro modo. Era preciso volcar toda su erudición contra un sabio erudito. Era preciso demostrar que se había estudiado la obra entera de Freud, así como los epistolarios, para exhibir las pruebas. Lo curioso es que Freud ha sido para Onfray una lectura temprana y a la vez un hecho tardío. Dice haber empezado con él a los quince años: concretamente con los Tres ensayos de teoría sexual. Y dice haber analizado las obras completas a lo largo de 2009. ¿Cuál es el resultado? Una suerte de ensayo biográfico en el que el autor se retrata.

Toda biografía es en mayor o menor sentido una autobiografía. El biógrafo no es protagonista de las acciones relatadas, no es el personaje narrado. Justamente por ser un relato en el que sujeto de la enunciación y el sujeto de lo enunciado no coinciden. Ahora bien, cuando el biógrafo elige y cuando el biógrafo escribe dando sentido a lo que escribe vuelca una parte de su yo, una parte de su identidad, de sus deseos, de sus fantasías, de sus vidas potenciales, de lo que habría querido ser o de lo que habría querido evitar. De manera expresa no toma al biografiado como un espejo real o deformante, como un reflejo deseado o repudiado. No hay cesura radical entre el observador y el observado: precisamente, el acto de observación modifica la cosa observada porque quien mira pone valor a lo que distingue, lo que le confirma y lo rebate. El psicoanalista francés Jean-Bertrand Pontalis hizo explícita esta relación del biógrafo y del biografiado en la colección que creó para Gallimard. L’un et l’autre es el título que le dio: con ese epígrafe quiso hacer manifiesto el vínculo propiamente psicoanalítico que hay entre el yo que habla y el yo del que se habla, incluso del yo que al que se vapulea.

Onfray, que se retrata en este libro narcisista y pomposo, confunde sus avances personales con los avances generales de la humanidad

Al margen de que aceptemos o no su tesis y al margen de que convengamos o no con su análisis, la obra de Onfray resulta reiterativa y especular, que no espectacular. Periódicamente, ha de recordarnos como obvia y ya admitida la conclusión a la que él mismo ha llegado con argumentos muy endebles. ¿Y cuál es esa conclusión? Que Freud convirtió en teoría universal lo que era un dolor personal. Que pasó como esquema general lo que era la sublimación de una circunstancia individual. Que engañó, que violentó, que ocultó, que hizo fraude, que hizo filosofía en vez de ciencia, que culpó a la humanidad para sobrellevar sus desazones y neurosis. El análisis freudiano no sirve para diagnosticar y para aliviar a los demás. Sólo sirve para retratarlo a él mismo. Eso vendría a decirnos una y otra vez el nietzscheano Onfray. Y sirve para examinar las relaciones morbosas que el propio Onfray habría tenido con el psicoanálisis: parece ser alguien adherido de manera temprana a una causa liberadora o que creía liberadora y parece ser alguien desencantado y decepcionado muy tardíamente. De hecho, lo que puede leerse como su gesta personal –voy a desvelaros el fraude freudiano— tiene un retraso inexplicable. Otros críticos más finos han dicho lo esencial muchas décadas atrás. Me refiero a Ludwig Wittgenstein o Karl Popper. ¿Por qué esperar hasta el año dos mil y pico para presentarnos dicha epifanía? Onfray, que se retrata en este libro narcisista y pomposo, confunde sus avances personales con los avances generales de la humanidad. En 2006 se habrían hecho públicas partes importantísimas del epistolario freudiano, hasta entonces censuradas o desconocidas. Eso justificaría el retraso. Pero eso es inexacto. ¿Por qué razón? Porque dos de las cartas que le sirven para desmontar a Freud ya se conocían y eran de uso público.

La primera está fechada el 28 de abril de 1885 y dice así:

“He destruido todas las notas correspondientes a los últimos catorce años, así como la correspondencia, los resúmenes científicos y los manuscritos de los artículos (…). De las cartas, sólo he conservado las de mi familia. Las tuyas, mi vida, nunca corrieron peligro. Al obrar así, todas las antiguas amistades y mis parientes comparecieron ante mí efímeramente para recibir silenciosos el tiro de gracia (mi imaginación se aferra aún a la historia rusa); todos mis pensamientos y sentimientos sobre el mundo en general y sobre mí mismo en particular no merecen la pena pervivir. Tendré que pensarlo todo de nuevo, había muchísimos papeles que romper. Era preciso que los destruyera. Se iba acumulando a mi alrededor como dunas en derredor de la Esfinge, y, dentro de poco, sólo mis narices hubieran emergido por encima de los papeles. No podría haber entrado en la madurez ni podría haber muerto sin preocuparme pensando en qué manos caerían. Además, todo lo que no está relacionado directamente con el punto culminante de la existencia que he vivido hasta ahora, con nuestro amor y mi elección de carrera, murió hace tiempo y no debía verse privado de un funeral decente. En cuanto a los biógrafos, allá ellos. No tenemos por qué darles todo hecho. Todos acertarán al expresar su opinión sobre la vida del gran hombre, y ya me hace reír el pensar en sus errores”.

¿Qué expresan estas palabras? ¿Modestia o presunción? ¿Reconocimiento de la contingencia o deseo de eternidad? El remitente tiene 28 años: acaba de terminar su formación académica –medicina– y no cuenta con ninguna obra verdaderamente importante, aunque se sabe llamado a grandes gestas. ¿Cuáles? Ha realizado un primer gran expurgo de su obra, de sus escritos. Si hemos de creer lo que confiesa a su prometida, los sabe perecederos, insuficientes, provisionales. Tomemos el segundo documento, es más breve: se trata de otra carta de Freud, en este caso remitida a Arnold Zweig, el 31 de mayo de 1936. Dice así:

"Quien se convierte en biógrafo se compromete a mentir, a enmascarar, a ser un hipócrita, a verlo todo color de rosa e incluso a disimular la propia ignorancia, ya que la verdad biográfica es totalmente inalcanzable, y si se pudiese alcanzar, no serviría de nada".

Del mismo mal que acusa a Freud, muere Onfray en este libro. Su infección es todavía mayor. Lo que en Freud aún es distinción analítica, capacidad relatora, sabia puesta en escena, errores distinguidos, en Onfray resulta algo rudo, burdo, de una zafiedad que él juzga crítica antiacadémica

Retengamos lo escrito en ambas misivas. Lo dicho por Freud es chocante y por supuesto discutible. Es una paradoja que sea él, precisamente él, quien afirme lo anterior, que es lo peor que se puede decir de la biografía y de los biógrafos. Es un género tradicional, reconocido y discutido. Tiene sus normas, y los lectores reconocen su concepción y su elaboración, su presentación y sus resultados. También se le pueden hacer reproches. Como tal género suscita todo tipo de dudas: por el sentido y por el orden de lo dicho. O por ser la verdad biográfica algo totalmente inalcanzable. Eso dice Sigmund Freud cuando se entera de que alguien pretende escribir su biografía, la del creador del psicoanálisis. Se trata de una gran paradoja: aquel que se adentró en el fondo oscuro del alma, aquel que conjeturó sobre el psiquismo humano, repudia la biografía que podría aclarar o iluminar su propia vida. ¿Aclarar o iluminar? ¿Es eso lo que hacen los biógrafos? La operación biográfica entraña unos supuestos y unos procedimientos sobre los que convendría reflexionar y que las cartas de Freud revelan.

En una empresa de estas características se necesitan varias cosas. En primer lugar, un biógrafo templado. Ni un entusiasta ni un enemigo que se deje arrebatar por sentimientos negativos. Compromiso y distanciamiento, cercanía y desapego con el objeto. Se necesitan también los documentos que permitan fundamentar las afirmaciones. Un documento no tiene sólo una lectura recta, literal. Los textos y todo vestigio humano poseen interpretaciones diversas. Eso significa que hay que obrar prudentemente: testando la prueba y testando el sentido que le damos. Sigmund Freud tuvo que enfrentarse a numerosos casos, historias clínicas, situaciones humanas muy variadas. Interpretó a partir de los pocos datos que sus pacientes le suministraban. No siempre fue prudente. En ocasiones se dejó llevar por temeridades interpretativas, luego fracasadas: así algunas de sus páginas son ejemplo de lecturas audaces y erróneas de síntomas mal rastreados o mal acopiados. O más aún: ciertas obras suyas están lastradas por el exceso hermenéutico, una sobreinterpretación que se distanciaba de la fuente, del dato, del documento, del testimonio. Una vez hemos conjeturado con osadía y con esa temeridad que antes indicaba, alcanzamos un estado de ebriedad interpretativa (si es que podemos decirlo así). Lo ideal es contenerse y atenerse a lo demostrable, a lo que puede sostenerse empíricamente.

En Freud no todo puede ser enunciado con pruebas en la mano. Tratando de nuestro interior, difícilmente puede abrir en canal la psique humana para mostrarnos las partes sanas y las partes dañadas. El psicoanalista opera a partir de síntomas: epidérmicamente, si lo podemos decir así. Los síntomas son expresiones deformadas y desplazadas que emergen a la superficie. ¿De qué cosa? Permítaseme decirlo con lenguaje freudiano. Son emanaciones del inconsciente, del ello, de lo más primitivo y pulsional, de todo aquello que choca, que escandaliza a nuestra conciencia: a ese superyó vigilante y moral que nos reprime. Como el material analizable (sueños, lapsus, etcétera) ha de ser objeto de interpretación, el terapeuta debe actuar con mesura, practicando una hermenéutica prudente. Ya digo que Freud no siempre lo hizo y en ocasiones sus conjeturas o hipótesis son sobreinterpretaciones temerarias. O sencillamente errores con consecuencias. Así como sus teorías, que a juicio de Wittgenstein o Popper, no resistirían la prueba de lo que puede ser dicho o enunciado o falsado.

Cree aplicarle la misma medicina, pero no: en Freud hay elegancia, aunque sólo sea burguesa y literaria. En Onfray hay tosquedad: la de quien aún se cree enfant terrible

Del mismo mal que acusa a Freud, muere Onfray en este libro. Su infección es todavía mayor. Lo que en Freud aún es distinción analítica, capacidad relatora, sabia puesta en escena, errores distinguidos, en Onfray resulta algo rudo, burdo, de una zafiedad que él juzga crítica antiacadémica. Si reitera constantemente sus conclusiones es porque ha de remachar lo que no está claro, lo que no está demostrado, lo que en todo caso ya fue dicho muchas décadas atrás y ahora se repite sin originalidad alguna y con furia de converso, de neófito: de antifreudiano. Cree aplicarle la misma medicina, pero no: en Freud hay elegancia, aunque sólo sea burguesa y literaria. En Onfray hay tosquedad: la de quien aún se cree enfant terrible. El francés no interpreta: sobreinterpreta constantemente lo que son atisbos documentales y levanta un edificio sobre una bases puramente conjeturales. ¿Edificios? ¿He dicho tal cosa?

En la cubierta francesa vemos a un Freud ya anciano, de perfil, pensativo, quizá ensimismado. Está iluminado y está rodeado por ruinas y sombras amenazantes, imágenes de delirio, de gran tenebrismo: restos monumentales y monstruos propiamente oníricos. Vayamos ahora a la edición española de Taurus. En dicha cubierta vemos una de las fotografías oficiales del austríaco, muy conocida: aquella instantánea en la que desafiaba a la cámara mirando directamente el objetivo. Pero la imagen editada tiene una particularidad. Está cuarteada, dividida en el anverso de unas cartas que forman un castillo.

Efectivamente, el grafismo es rotundo, de gran énfasis simbólico: el freudismo es algo frágil, tanto como ese castillo de naipes que en cualquier momento puede derrumbarse. ¿Qué es lo propio de este juego infantil y adulto? Un paciente constructor eleva un edificio de cartón. Sin prisas: con tranquilidad y con pulso, alguien erige una pirámide. Si se precipita, todo se derrumba. Una simple corriente de aire también puede tumbarlo. U otra persona que levemente roce una de las cartas: se desestabiliza y cae toda la construcción. Onfray sería quien derriba ese castillo. Eso cree. Peca de un narcisismo extremo.

Lo que hay de reseñable en Freud ya lo trataron Ernest Jones o Peter Gay; lo que hay de criticable ya lo abordaron Ludwig Wittgenstein o Karl Popper. Numerosas obras han mostrado las partes falibles, pero lo han hecho sin estrépito. Con la contundencia que un grande merece. Con Freud pasa lo que con Marx: a Michel Onfray habría que recordarle que “los muertos que vos matáis gozan de buena salud”.
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