Una obra que trate de todas esas cosas corre el riesgo de ser una novela de 
tesis, pesadamente pedagógica, aleccionadora y edificante. ¿Es así? Resulta 
prácticamente imposible que Eduardo Mendoza abuse de la ejemplaridad. No nos lo 
imaginamos amonestándonos, con pedantería o didactismo. ¿Por qué razón? Por su 
natural discreción y por su inclinación humorística. Para instruir con verbo 
campanudo hay que ser muy pomposo, y el novelista catalán nunca parece perder la 
compostura. Pero un caballero comedido puede pecar de hinchazón didáctica. No es 
el caso de Mendoza. El autor barcelonés no aprovecha las novelas para 
sermonearnos con gravedad impostada: felizmente le pierde un ramalazo 
socarrón.
Sin duda, está en el objetivo del novelista darnos una lección 
sobre los seres humanos. Ahora bien, para él la novela ejemplar siempre viene 
con mezcla de picardía o, mejor, de picaresca. Es decir, puede escribir un 
“honestísimo entretenimiento” en el que se descubran enredos amorosos, pero 
éstos siempre se darán en rápida sucesión y con intención crítica: presentando 
escenas y personajes a los que se les ve su punto de parodia; y mostrando 
ambientes, a los que se les quitan los velos o la mentira. Punto y 
aparte.
¿A quién puede encontrarse Anthony Whitelands en marzo de 1936? 
¿Sería raro que se tropezara con José Antonio Primo de Rivera? Si frecuenta 
círculos aristocráticos de Madrid, casas distinguidas y familias de mucho rumbo 
no sería extraño. Y no lo es: Álvaro del Valle y Salamero, duque de la Igualada, 
cuenta al marqués de Estella entre sus habituales. En efecto, José Antonio acude 
con frecuencia al palacete de la Castellana, principalmente para cortejar a la 
hija mayor y para otros fines quizá oscuros. Las vidas de Whitelands y Primo de 
Rivera, ambos de treinta y tantos años, se cruzan en casa del duque y en los 
ambientes postineros de la capital. El primero viene a realizar tareas de 
peritaje; el segundo… 
La intriga de esta novela es 
entretenidísima, con un tono burlesco que quizá sorprenda al lector, teniendo en 
cuenta que trascurre a pocos meses del estallido de la Guerra 
Civil
La intriga de esta novela es 
entretenidísima, con un tono burlesco que quizá sorprenda al lector, teniendo en 
cuenta que trascurre a pocos meses del estallido de la Guerra Civil. ¿Se puede 
escribir una obra graciosa, satírica, cuando sabemos que esa España acaba en 
tragedia? José Antonio estuvo conspirando, urdiendo planes varios para derribar 
el régimen republicano en un contexto de extrema violencia y choque ideológico. 
Los militares le ignoran y en marzo del 36 los conjurados del Ejército no 
cuentan con él. Primo de Rivera hace de la violencia su recurso doctrinal, al 
modo del fascismo mussoliniano, pero el matonismo de Falange no es operativo. Al 
menos, no lo es para un pronunciamiento castrense. Su partido político será 
puesto fuera de la ley por el régimen republicano. Finalmente, el 14 de marzo, 
tras ser detenido por posesión ilícita de armas, José Antonio ingresa en la 
Cárcel Modelo de Madrid. Esos hechos son históricos y son, además, el trasfondo 
político de esta novela. A dicha trama, Eduardo Mendoza añade enredos amorosos, 
ambientes de mucho ringorrango, bajos fondos, diplomáticos ingleses y un amor 
inmenso por Velázquez.
El resultado es una novela de acción y de tensión, 
de aventura y de intriga, en la que un ambicioso curador, Anthony Whitelands, 
nos sirve de guía. Cuenta exactamente 34 años, es alto, tiene algún parecido a 
Leslie Howard y procede de una familia de clase media. Sólo “su inteligencia y 
su tesón le habían abierto las puertas de Cambridge”. Whitelands pasará momentos 
de gran angustia en el Madrid republicano: como cuando se queda sin dinero y sin 
pasaporte; o como cuando es víctima de alguna agresión. Lo vemos desorientado, 
rodeado de gente mentirosa que engaña con fines espurios, cosa que le hace 
sentirse indefenso, inerme.
Como los héroes novelescos de Mendoza, 
Whitelands se sitúa a duras penas, perplejo ante lo que le rodea. Camina 
extraviado por Madrid, un lugar que creía conocer y en el que sólo hay señales 
equívocas a las que da interpretaciones erróneas. Es por eso por lo que debe 
remontar el caos en un mundo de conspiraciones y simulaciones, de violencias y 
amenazas. Viene con ansias de reconocimiento: quiere lograr la gran primicia 
entre los expertos de arte. Y viene con inocencia viajera: para él siempre es un 
placer regresar a ese Madrid castizo, popular y señorial, próximo al Museo del 
Prado. Es perito y algo conoce de la España que ahora visita.
Esta novela es una ficción de 
policías y de espías, con una intriga trepidante en la que hay persecuciones y 
tiros, funcionarios de seguridad y agentes diplomáticos
Recorre unas calles sorprendentes, agitadas, convulsas, con 
manifestaciones y choques políticos: una ciudad cuyas fachadas están cubiertas 
por carteles de propaganda electoral ya ajados, “rotos y sucios”, dice el 
narrador. Con frecuencia, se deja llevar por la inquietud y el desaliento en un 
Madrid exasperado, sacudido por la política. Se hospeda en un modesto hotel del 
centro, con ventanas a la plaza del Ángel. Sus recorridos son inacabables, 
perseguido o persiguiendo, solo o acompañado, recorridos que lo llevan a casas 
de lenocinio, al Club Puerta de Hierro o al Ritz: con José Antonio Primo de 
Rivera, con Gumersindo Marranón o con Higinio Zamora Zamorano. 
De todos 
ellos es el marqués de Estella quien cobra mayor protagonismo. Por supuesto no 
revelaremos qué papel desempeña José Antonio en esta comedia de enredo, en esta 
farsa de tonos dramáticos y angustiosos. Primo de Rivera entra y sale, aparece y 
desaparece, y sus ideas y conmilitones envenenan Madrid, en un ir y venir que es 
agitación fascista y vida de señorito, la de un joven bien nutrido y fatuo. No 
es raro que se le insulte frecuentemente, que se le desaire; no es extraño que 
ciertos personajes de la novela con quienes tiene trato lo vejen o lo detesten, 
atribuyéndole planes taimados y hasta inverosímiles... Muchos temen lo peor de 
él. Por un lado, tiene atractivo físico y gran dinamismo, cosa que despierta el 
entusiasmo de unos pocos fieles; por otro, es un conspirador de ópera bufa, un 
conjurado al que los militares reprueban por su ineptitud y arrogancia, 
ignorante de su menguada capacidad. 
A lo largo de las páginas de 
Mendoza, José Antonio es calificado de memo, tonto, mequetrefe, putero. Y no 
sorprende que una parte de esas vejaciones se escuchen en casa de los Del Valle, 
la familia del duque de la Igualada. Aunque le son próximos, la madre no se 
engaña: según confesará Marujín a su viejo amigo don Niceto Alcalá Zamora, Primo 
de Rivera les tiene sorbido el seso a los varones de la casa, además de cortejar 
a Paquita, hija mayor y marquesa de Cornellá. En efecto, ese tenorio de vía 
estrecha y de vida bronca persigue a su muchacha, tan sensata. Este marqués, el 
de Estella, es la fuente de sus tormentos, insiste Marujín. Con él, la familia 
está en peligro y en la casa, ese palacete de la Castellana, todos padecen algún 
tipo de vesania o pesadumbre. Una familia tan distinguida está en peligro. ¿Por 
qué? Por un lado, por la violencia que se ha adueñado de las calles, con 
frecuentes enfrentamientos políticos de los que es copartícipe la Falange; por 
otro, por el plebeyismo de esos gesticulantes vestidos de 
azul.
Riña de gatos. Madrid 1936 es 
una comedia de enredos burlescos, como los sainetes a los que Mendoza rinde 
explícito homenaje: los personajes entran y salen, se ocultan tras las cortinas, 
se esconden en las piezas contiguas, escalan muros y muretes o simplemente se 
mienten en un juego de apariencias
Si nos despistamos, esta señora puede pasarnos inadvertida, 
cuando resulta que el personaje es el contrapunto sensato a tanto botarate como 
hay en estas páginas. Imaginamos a la dama a partir de las palabras del 
narrador: 
“Era una mujer menuda y de una leve fealdad que 
la edad y la ausencia de afectación habían transformado en dignidad. Su 
comportamiento destilaba inteligencia, energía y tesón y hablaba con un deje 
andaluz que le confería una gracia innata. Su espontaneidad y su candor 
irreprimibles le hacían incurrir en frecuentes errores y cometer inocentes 
meteduras de pata, que eran celebradas por quienes la conocían y le profesaban 
el más tierno cariño. No costaba imaginar que aquella mujer era el centro de la 
casa”. 
La dama es consciente de lo que se está incubando y la 
presencia de Anthony Whitelands, Antoñito para la señora, es el detonante 
de su lucidez: en Madrid se libra una pelea que puede acabar mal, muy mal. O, 
como dirá algún otro personaje, en la capital los gatos se enfrentan en una riña 
de desastrosas consecuencias. Los lectores no asistiremos a la consumación de 
ese choque, pues la novela, que transcurre a lo largo del mes de marzo, nos deja 
sin saber qué ocurre en julio de 1936. Pero ese Madrid preliminar es un momento 
de grandes tramas y planes, y entre quienes conspiran –militares, monárquicos, 
etcétera-- está el conjurado más tontaina: José Antonio Primo de Rivera, aquel 
que observa con difidencia a los generales, unos indecisos, unos gallinas, que 
tienen sangre de horchata. También Emilio Mola, Gonzalo Queipo de Llano o 
Francisco Franco lo observan con recelo, con aprensión. Y el palacete de los Del 
Valle es el epicentro de esas conspiraciones antirrepublicanas. ¿Qué hace allí 
el experto en arte Whitelands? 
Riña de gatos. Madrid 1936 es una 
novela histórica, una novela de época en la que el autor se ha documentado para 
evitar anacronismos inocentes. Es cierto, sí, que se toma ciertas licencias para 
condensar hechos que tienen una cronología más amplia. Pero eso no importa 
porque el resultado es convincente y así leemos un folletín con un trasfondo 
político en el que también tiene papel Manuel Azaña. ¿Y por qué convence? Por la 
calidad de los coloquios, las chispeantes conversaciones en las que Eduardo 
Mendoza siempre ha sido muy hábil. Capta el tono, las expresiones, las 
muletillas de los distintos personajes en escenas vertiginosas, situaciones en 
las que cada uno muestra su lucidez verbal o su torpeza expresiva; y reproduce, 
en fin, las réplicas y contrarréplicas en diálogos ingeniosos o 
tontorrones.
Riña de gatos. Madrid 1936 es 
también una novela de acción, inspirada en Pío Baroja, con personajes que han de 
ventilárselas en una capital llena de peligros, asechanzas y 
amenazas
Esta novela es una ficción de policías y de espías, con una 
intriga trepidante en la que hay persecuciones y tiros, funcionarios de 
seguridad y agentes diplomáticos. También es una novelita romántica, al modo de 
los viejos melodramas que protagonizaban las jóvenes casaderas y redichas y los 
novios apuestos y galantes: una novelita romántica en la que la tradición es 
parodiada con guasa y ternura. Riña de gatos. Madrid 1936 es una comedia 
de enredos burlescos, como los sainetes a los que Mendoza rinde explícito 
homenaje: los personajes entran y salen, se ocultan tras las cortinas, se 
esconden en las piezas contiguas, escalan muros y muretes o simplemente se 
mienten en un juego de apariencias. Aparecen señoritos y damas, gentes de mucho 
tronío y gentes de la purria, auténtica chusma; y aparecen individuos con 
identidades confusas o de poco fiar. 
Riña de gatos. Madrid 1936 
es también una novela de acción, inspirada en Pío Baroja, con personajes que han 
de ventilárselas en una capital llena de peligros, asechanzas y amenazas. Todos 
hablan a medias y todos hablan con sobreentendidos que provocan malentendidos, 
con circunstancias sombrías o chuscas y con persecuciones rocambolescas. Hay 
agentes soviéticos… Pero la novela de Eduardo Mendoza es sobre todo un episodio 
singular, un lapso biográfico: el que ocurre a Anthony Whitelands durante esos 
días de marzo de 1936. 
Whitelands camina y habla, se entrevista y busca, 
se deleita ante los cuadros de Velázquez y aventura interpretaciones pictóricas. 
Él es experto en arte español y, por eso, mientras dure su estancia madrileña, 
visitará varias veces el Museo del Prado. Este joven tiene prisa, quiere abrirse 
camino como perito, pero sólo es un principiante ávido de triunfo al que le 
faltan la sensatez y la experiencia de un viejo rival, el curador de la National 
Gallery Edwin Garrigaw. Las páginas que Mendoza dedica a Velázquez --en las que 
el Whitelands se extasía, observando para nosotros las telas del artista-- son 
gratas, muy gratas y, además, son un remanso en la trama palpitante de esta 
novela. Son los instantes de écfrasis, hábilmente engarzados con los 
momentos siguientes, de tribulación y mortificaciones. De la delicadeza pasamos 
al plebeyismo hortera y a la aristocracia campechana, con un Whitelands ajeno a 
lo que está pasando, extrañado y sobrepasado por los acontecimientos. 
Tenemos suerte los lectores. Valiéndose de un narrador omnisciente, 
Mendoza nos ha dado una de sus obras más equilibradas: hay parodia y gravedad; 
hay homenajes y hay examen; hay regocijo y meditación; hay gamberradas y 
amargura; hay desenfadado y tristeza. Whitelands aprecia especialmente a los 
bufones y a los enanos de Velázquez. En realidad, esos bufones y enanos son 
interlocutores frecuentes y mudos del inglés, y son para Mendoza algunos de los 
personajes por los que muestra mayor simpatía en un Madrid de farsa y crisis. 
Con ellos, compartiremos una experiencia irrepetible.