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Opinión/Editorial
Madrid culpable (I)
Por ojosdepapel, lunes, 3 de septiembre de 2007
Este verano, principalmente en el mes de julio, han tenido lugar en Barcelona y su hinterland numerosas y graves averías que han afectado al abastecimiento eléctrico de la población y su movilidad por las deficiencias y fallos continuos del servicio ferroviario. La sensación de colapso de las infraestructuras se ha ido agrandando con la coincidencia de los embotellamientos por la salidas de vacaciones, las aglomeraciones en los aeropuertos y algunos accidentes puntuales.
No poco han tenido que ver en los problemas las importantes obras que están teniendo lugar, como la construcción de la cuarta pista del El Prat y la considerable ampliación del complejo aeroportuario o el nuevo tendido del ferrocarril de Alta Velocidad (AVE) que está en su momento decisivo, con la penetración de la línea en las inmediaciones y centro de Barcelona, pero lo decisivo, alimentado por los políticos y la prensa del establishment barcelonés, es la impresión general de que no se está ante una crisis de crecimiento, como así fue percibido por la sociedad el desarrollo de las importantes obras previas a la Olimpiada de 1992, que tantos trastornos causaron, sino de decadencia por abandono y falta de previsión en la modernización de las infraestructuras.

La salida al cruce de censuras entre autoridades y oposición, la crítica periodística y, sobre todo, la reacción de la clase dirigente catalana, con todas las sutilezas necesarias para dejar en penumbra las contradicciones derivadas de las coaliciones de gobierno y alianzas parlamentarias, no podía acabar en otro lugar común que echar la culpa a Madrid, es decir, al Estado central como principal responsable del desastre. Sea de forma directa, por la gestión de Renfe, o indirecta, la empresa eléctrica ENDESA, cuya sede de momento se encuentra en la capital del Reino. Lo curioso del efecto de echar mano de este recurso del tradicional chivo expiatorio (Madrid culpable ) es el éxito inmediato que obtiene en buena parte de la sociedad catalana, sabiendo que el Ministerio de Industria durante el periodo de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que ya supera los tres años, ha estado ocupado por gestores catalanes, como José Montilla –actual presidente de la Generalitat— o que Joan Clos –anterior alcalde de Barcelona— que tienen plena autoridad sobre la Red Eléctrica Española, una de las empresas de titularidad estatal implicadas en el desaguisado, es el actual ministro de Industria. Tampoco ha sido un impedimento para que el prejuicio funcionase a toda máquina que se sepa que entre las competencias de la Generalitat está el garantizar las condiciones del abastecimiento eléctrico ni que el presidente de ENDESA, Manuel Pizarro, haya dado cumplidas explicaciones en el parlamento catalán, tanto sobre el porcentaje de inversiones de su empresa en Cataluña como acerca de la tremenda avería en sí, sin que los políticos que lo interpelaron estuvieran a la altura del debate en el conocimiento profundo del problema.

También se ha olvidado que pertenece al ámbito estricto de las facultades de los políticos regionales el terrible estropicio del hundimiento del bario del Carmelo por las obras del metro de Barcelona, lo mismo que la agilización del enlace con Francia de la línea de muy alta tensión que facilitará el abastecimiento de fluido eléctrico y garantizará el suministro en momentos de máxima demanda, además de satisfacer las necesidades de la pujante zona nororiental de Cataluña. Por último, los políticos de todos los partido afines a la denominada transversalidad catalanista (PCS, CiU, Inicitiva, y ERC), no han perdido ni un minuto en posponer en su agenda la atención de las necesidades reales de la sociedad catalana, volcándose desde el inicio de la legislatura en proyectos tan poco fecundos y desalentadores para la sociedad (véase la abstención en el referéndum) como el del nuevo Estatut, en tanto que instrumento de control y de incremento del asfixiante poder de la clase política.

Pues bien, nada de esto ha servido para que la clase dirigente catalana haya evadido casi toda su responsabilidad y podido desplazar con toda naturalidad el embolado en dirección a la capital de España. Sin que importe el enorme presupuesto que maneja la Generalitat y los entes intermedios, como ayuntamientos y diputaciones, y el gran número de competencias de las que pueden hacer uso para mejorar las cosas, corregir deficiencias e impulsar cambios. Es como si se diese por supuesto que por el mero hecho de gestionar esas competencia (aeropuerto, ferrocarriles) desde las instancias autonómicas los problemas se habrían resuelto mágicamente. Ahí están el número de incendios, el fracaso escolar o los accidentes de tráfico, por poner tres simples ejemplos, para demostrar que el hecho diferencial de la gestión está lejos de garantizar, cuando no lo empeora, el funcionamientos de servicios e infraestructuras. Lo que sí es seguro es que el presidente de la Diputación de Barcelona, Celestino Corbacho, que es quien mayor sueldo tiene de todos los presidente de diputación de España, seguirá cobrando más que un ejecutivo de una multinacional con un curriculum y una experiencia profesional acreditada y responsabilidades millonarias (con el objetivo de ganar, no de gastar), nada menos 144.200 euros al año (casi 24 millones de las antiguas pesetas).

La pregunta que hay que hacerse, pues, es por qué sigue funcionando el mito del Madrid culpable y cuál es su significado. En el siguiente editorial se tratará de explicar la cuestión y sus implicaciones, que tanto tienen que ver con cuestiones de sicología colectiva y herencia histórica como relacionadas con la estructura del Estado español.
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