CAPÍTULO I 
Veintidós años esperando esto. Cuando uno espera 
algo durante tanto tiempo y por fin llega, se da cuenta de que nunca es como 
imaginaba. Claro, en ese tiempo ha podido representarlo mentalmente de 
diferentes maneras, pero lo cierto es que cuando sucede nunca es igual. 
Estoy sentado en la fila 17, junto a la ventanilla. Veo un ala del 
avión. Las azafatas están explicando cómo utilizar las mascarillas de oxígeno y 
el chaleco salvavidas. No sé si alguien pensará que eso puede servir de mucho en 
caso de estrellarnos. Esa sí que sería una buena, tantos años esperando para 
volver a Madrid y voy a subirme en un avión que termina en el fondo del océano o 
explotando en pleno vuelo. En fin, supongo que todo esto tiene que ver con la 
psicosis posterior al 11–S, desde entonces el mundo entero parece haber 
cambiado, aunque el mío lo hizo mucho antes, veintidós años antes. En este 
tiempo no había vuelto a tomar un avión, pero es que mi vida ha estado detenida, 
congelada, y la verdad es que aquella última vez recuerdo que tenía casi tanto 
miedo como ahora, aunque por razones diferentes. 
Vuelvo a mirar por 
la ventanilla, nos dirigimos ya a la pista de despegue, los motores empiezan a 
hacer un ruido que aunque no quieras te pone en alerta, el aparato acelera y de 
pronto eleva su parte delantera, todos pegamos la espalda y la nuca al asiento. 
Una vez leí en algún sitio que el despegue es el momento más peligroso de un 
vuelo, cuando suceden la mayor parte de los accidentes, como un castigo de lo 
dioses ante el desafío insensato de los hombres. Claro que yo nunca he creído en 
los dioses y hace ya tiempo que dejé de creer en los hombres, incluso en mí 
mismo. 
Echo un vistazo a mi alrededor, junto a mí, un tipo gordo, 
sudoroso, con bigote y el pelo grasiento peinado hacia atrás, se afloja la 
corbata, cierra un momento los ojos y murmura cosas para sí. En la otra fila un 
tío dormita, supongo que se habrá tomado algo, desde luego envidio esa capacidad 
para dormir en cualquier parte que tienen algunos, a mí siempre me cuesta 
conciliar el sueño, al menos así ha sido en general durante todo este tiempo, el 
cómo era antes no lo recuerdo bien. Una mujer a su lado ojea una revista con 
aparente despreocupación. Apoyo otra vez la cabeza en la tela blanca colocada en 
lo alto del asiento, yo también cierro los ojos. 
Durante estos años 
he revivido en mi memoria una y mil veces aquella noche de noviembre en que mi 
vida cambió para siempre. Aquella estúpida noche cuando mate a un hombre a 
puñaladas, el momento justo en que salí corriendo mientras él se desangraba 
tirado en la calle, los días que siguieron cuando puse un océano y veintidós 
años de por medio para evitar ir a la cárcel. 
Fue la noche en que perdí 
a la mujer que amaba, a mi madre y a mi mejor amigo, y cuando, en definitiva, me 
convertí en otra persona, al menos esto es lo que me gusta creer, que uno puede 
cambiar, que entonces fui otro diferente como también ahora soy alguien distinto 
a aquel que cometió ese asesinato, aunque ya no estoy seguro. Porque después de 
todo ¿qué ha cambiado?, sí, ya no tengo dieciocho años, bueno ahora que lo 
pienso ya no tengo nada de lo que tenía entonces, ni familia, ni amigos, ni 
puede que la misma cara, solo recuerdos gastados y un enorme paréntesis vacío en 
medio de mi vida. ¿Pero puedo creer de verdad que soy otra persona? ¿Alguien 
distinto al que hizo todo aquello? 
El avión se ha estabilizado en el 
aire, se apagan los pilotitos indicando que puedes quitarte el cinturón de 
seguridad, aunque yo sigo con él puesto pese a que sé, obviamente, que en caso 
de caernos al océano no serviría de nada, pero tampoco me importaría mucho, ¿o 
sí? Sí, seguramente eso es lo que nos hace huir y cambiar de vida incluso a 
costa de perderlo todo, el viejo instinto de supervivencia, algo tan primario 
como ese lado salvaje y animal que todos ocultamos y que puede llevarnos, en un 
momento dado, a matar a alguien a cuchilladas una noche de noviembre. 
Es mediodía, cuando lleguemos a Madrid con la diferencia horaria, 
tendré el organismo lo suficientemente desordenado como para que no importe si a 
estas horas me tomo un güisqui, nunca bebo por la mañana, pero tampoco he estado 
nunca en una situación como la de hoy. Vuelvo a casa podríamos decir, aunque en 
Madrid ya no tengo casa, pero en la ciudad en la que he vivido todo este tiempo 
tampoco hay nada ya que pueda retenerme y lo cierto es que, no sé bien por qué, 
pero siento que ha llegado el momento y debo regresar al lugar al que 
pertenezco, o al que una vez pertenecí. 
Pulso el timbre de la azafata y 
espero. Un rato después, una chica que camina y sonríe sintiéndose una diosa 
inalcanzable para la mayoría de los que la rodean, se acerca y exhibiendo su 
profesional sonrisa me pregunta: 
–¿En qué puedo ayudarle, señor? 
Yo, que nunca he sabido sonreír por cortesía, me mantengo serio aunque 
procuro ser educado y le digo: 
–Sí, por favor, ¿podría traerme un Jack 
Daniel’s con hielo? 
–No tenemos Jack Daniel’s, señor. 
–Entonces 
Jim Beam –respondo. 
–Lo siento pero tampoco. Hay JB y creo que Johnnie 
Walker. 
El gordo de al lado nos mira a uno y otro como en un partido de 
tenis. 
–Bueno, cualquiera de los dos. –le digo encogiéndome de hombros. 
Pero la chica continúa sonriendo sin moverse y mirándome como si yo no hubiera 
dicho nada. Está claro que no tiene intención de decidir por mí. 
–Está 
bien, Johnnie Walker entonces. En vaso ancho, por favor –añado. 
–Muy 
bien –responde y desaparece por el pasillo. El gordo sudoroso se gira para 
echarle un vistazo al culo, luego señala con la cabeza y mirándome comenta: 
–¡Joder!... –pero yo decido mirar otra vez por la ventanilla, haciéndole 
el mismo caso que la azafata a mí ante la disyuntiva de decidir la marca de 
güisqui. No deseo entablar conversación con este tipo y tener que aguantarle un 
montón de horas de vuelo. 
En unos minutos la chica me trae la bebida, 
servida ya (con lo que pienso que nos podíamos haber ahorrado el tema de las 
marcas porque seguramente no distinguiría ninguna), en una diminuta bandeja como 
de juguete y con una servilletita a juego. Abro la ridícula mesita del respaldo 
de delante y pienso: 
“¿Por qué cojones en los aviones lo hacen todo tan 
pequeño, empezando por el espacio entre los asientos?” 
Cojo el vaso (el 
güisqui también es corto, quizá esta gente se preocupa por la salud de sus 
pasajeros y no quieren que abusen del alcohol) le doy las gracias, se marcha sin 
mirarme y bebo un trago. El gordo, mientras tanto, le echa otra ojeada al culo 
de la azafata y dice con marcado acento argentino: 
–¡Joder vaya mina, 
¿viste?! 
Yo le hago el mismo caso que antes y vuelvo a mi ventanilla. 
El comandante, a través de la megafonía, comenta algo sobre la altitud, 
velocidad, temperatura exterior y tiempo aproximado de vuelo. Al rato, el tipo 
de mi lado empieza a roncar con la boca abierta, y yo reprimo el deseo de 
meterle la servilleta como si fuera una papelera a ver si así se calla. 
Las azafatas reparten prensa argentina, me gustaría leer algún periódico 
español. Una vez tuve que cambiar de vida, dejar atrás lo que me había 
acompañado hasta entonces y, tanto fue así, que desconecté por completo de todo 
lo relativo a mi ciudad y al país del que procedía. Intenté olvidarme 
absolutamente de todo y aunque eso no es posible, aprendí a compartimentar 
vivencias, sentimientos, recuerdos, heridas. Era como si en mi mente hubiera una 
habitación independiente para cada cosa y en alguna de ellas, incluso, olvidé a 
propósito donde había dejado la llave. Ahora estoy dispuesto a hacer lo mismo 
pero a la inversa, un viaje de vuelta en todos los sentidos, me olvidaré de lo 
que me ha acompañado estos últimos años y empezaré de nuevo, si es que eso es 
factible. Le pregunto a la chica que me ha servido la bebida si tienen prensa 
española, me dice que no y, aunque lo hace sonriendo, me parece detectar en su 
voz cierto tono de fastidio y se me ocurre que me gustaría soltarle: 
“Joder, no hay Jack Daniel’s, ni Jim Beam, ni prensa española, ni hueco 
para meter las piernas ¡¿qué clase de vuelo es este?!” Pero lo único que hago es 
coger el Clarín y ensayar una sonrisa cortés que no acaba de salirme del todo. 
Termino la bebida antes que el periódico y me gustaría tomarme otro 
güisqui, “¿por qué no?” –me digo–, pero decido que no tengo ganas de ver otra 
vez a la chica de la sonrisa congelada y que me suelte que esta vez no hay 
güisqui, ni hielos, ni vasos o que simplemente deje de dar el coñazo y me duerma 
como el tipo de al lado. Miro la programación de la televisión y caigo en la 
cuenta de que da igual lo que pongan esta noche porque estaré a miles de 
kilómetros de distancia, en cualquier caso, nunca veo mucho la tele. Cierro el 
periódico y lo coloco junto a las revistas de venta a bordo. Una azafata 
diferente pasa y me recoge la bandeja con el vaso y la servilleta que no se ha 
tragado el gordo. Pliego la mesita, echo hacia atrás un poco el respaldo y trato 
de olvidarme de los ronquidos de mi compañero e intento dormir un poco. 
Es inútil. Paso un rato en una especie de duermevela, pero mi mente me 
lleva una y otra vez a aquella noche de noviembre que tantas veces he rememorado 
a lo largo de este tiempo. Y vuelvo a recordar como empezó todo. 
CAPÍTULO II 
Julio y yo éramos amigos desde pequeños, 
vivíamos en el mismo barrio e íbamos al mismo colegio, de hecho, estuvimos 
juntos hasta secundaria pero él repitió un par de veces, sin embargo mantuvimos 
la amistad. Yo fui, con el paso del tiempo, cambiando de amigos, a los del 
barrio les sucedieron los del instituto y a éstos los de la universidad, y él 
siempre me acompañó. Compartimos desde críos los juegos en la calle (si, 
entonces los niños jugábamos en la calle al fútbol, al rescate, a churro, la 
olla, las chapas y mil cosas más). También el descubrimiento de bandas de rock 
que escuchábamos sin parar: Beatles, Stones, Credence, Led Zeppelín, Kiss, luego 
el punk y la New Wave. Los libros menos, porque a mi me encantaba la lectura 
pero al él no tanto, solo leía comics y a mi no me interesaban demasiado. 
Después, las aventuras importantes: empezamos a salir con chicas, ir a 
conciertos y frecuentar bares y discotecas. 
Julio no 
completó el bachiller y se puso a trabajar en la gestoría de un tío suyo. Él, 
como yo, era hijo único y también compartíamos el que nuestras madres eran 
viudas. Yo terminé C.O.U, aprobé “selectividad” y empecé periodismo, no sé bien 
por qué. Había diferentes posibilidades y ninguna me llenaba del todo, pero 
tenía claro que quería ir a la universidad, supongo que era algo que había 
idealizado, me llamaban la atención las viejas historias de revueltas 
estudiantiles (en mi cabeza se mezclaban el mayo del 68 con Woodstock, Wight, 
Berkley, los hippies), el ambiente liberal y las chicas, claro. Además, para mi 
madre que trabajaba de ordenanza en el Ministerio de Industria, era su gran 
ilusión, que su único hijo tuviera una carrera universitaria. En mi familia 
nadie lo había logrado. De modo que me matriculé en la Complutense y ahí 
descubrí todo un mundo muy distinto a lo que había conocido hasta entonces. Hice 
nuevos amigos, aprendí a jugar al mus y me pasé buena parte del primer curso en 
la cafetería que en aquella época era, con toda probabilidad, uno de los lugares 
más animados de Madrid. Cuando llegaron los exámenes tuve que ponerme las pilas 
y darme la gran panzada a estudiar, conseguí aprobar todo, menos tres 
asignaturas que dejé para septiembre, luego dos de ellas también las aprobé, sin 
duda un triunfo. Mi madre estaba orgullosa y, a decir verdad, yo también. El 
verano lo pasé como siempre, en Madrid, sé que ahora resulta raro pero mi madre 
y yo jamás salimos de vacaciones, en mi barrio los chicos que salían era porque 
su familia tenía casa en algún pueblo, no era nuestro caso. De todas formas no 
me importó. Trabajé de socorrista en una piscina y estaba deseando volver a 
clase (algo que hasta entonces nunca me había pasado) para encontrarme con mis 
nuevos amigos y con Lucía, sobre todo con ella. 
Ese curso, en el bar de la facultad, había conocido 
a Roberto que era un año mayor que yo. Su padre era un importante abogado que 
empezaba a frecuentar círculos políticos. Él, empezó a estudiar en ICADE pero 
suspendió prácticamente todo y su viejo, como escarmiento, le obligó a 
matricularse un año en la Complutense. Menuda idea. Creo que pasó más tiempo en 
nuestra cafetería, que era también el lugar de encuentro de otros muchos 
estudiantes del campus, que en las aulas, de hecho no creo que apareciese mucho 
por la facultad de Derecho. Lo cierto es que a Roberto le encantó el ambiente, 
tanto que siguió sin estudiar y decidió que permanecería allí todo el tiempo que 
le fuera posible. Aunque era evidente que veníamos de planetas distintos, 
enseguida congeniamos y nos hicimos inseparables. Era un gran tipo, alto, fuerte 
y guapo, el típico chaval de buena familia, de aspecto sano, como de deportista 
americano me parecía entonces, con buenos modales y simpático con todo el mundo. 
Un líder natural. Le gustaba presumir de nuestra amistad (lo que a mí, en el 
fondo, me llenaba de orgullo) y era muy generoso con el dinero de su padre. 
Pronto empezamos a salir con otros compañeros, se formó un numeroso grupo a 
nuestro alrededor, yo a veces traía a Julio que también hizo buenas migas con 
Rober. Bebíamos, fumábamos porros de vez en cuando, salíamos con tías sin 
ninguna gana de comprometernos y nos reíamos, nos reíamos mucho, nos reíamos 
prácticamente de todo. Supongo que éramos los príncipes de la ciudad. Al menos 
nos sentíamos así. 
A finales de marzo, como 
cada año, organizaron en la universidad la fiesta de la primavera y allí 
conocimos a Lucía. Ahora que lo pienso, aunque ella no tuviera ninguna culpa, su 
aparición fue probablemente lo que cambió todo, me refiero a ese pequeño y 
mágico mundo de infancia prolongada, amistad, despreocupación y diversión que 
nos habíamos construido. Y también a lo que vino después. 
Aquella tarde yo estaba bastante borracho, Rober, como 
siempre, hizo de relaciones públicas con su encantadora sonrisa (mejor incluso 
que la sonrisa profesional de la azafata que no sabe de bourbon y güisqui, todo 
hay que decirlo). Al anochecer, el grupo de ella y el nuestro terminaron juntos, 
tirados en el césped, charlando y riendo como si nos conociéramos desde siempre. 
Lucía también había bebido bastante, nos enrollamos y bueno, fue como era 
entonces: abrazos, besos, toqueteos y poco más. Aún así en mi memoria lo guardo 
como una tarde de las más especiales que recuerdo. 
Al día 
siguiente quedamos los dos en el bar de la facultad y, supongo, que ambos 
quisimos restar importancia al asunto, estábamos de fiesta, habíamos bebido y 
ninguno deseábamos comprometernos en serio. O eso pensábamos. Así que 
continuamos viéndonos dentro del nuevo grupo que se había formado entre las dos 
pandillas. Aquellos días pasábamos mucho tiempo en el campus, tomando litronas, 
jugando a las cartas, discutiendo para arreglar el mundo. A veces echábamos 
partidos de fútbol “chicos contra chicas” (eran muy divertidos aunque ellas nos 
molían a patadas) o competiciones de pulsos, al fin y al cabo no éramos más que 
chavales, eso sí, algo gallitos, tratando de impresionar a las chicas. Roberto 
como era zurdo siempre ganaba con la izquierda, y a veces, también con la 
derecha, le encantaban los retos, competir y, sobre todo, le encantaba 
ganar. 
Puede que aquellos fuesen los mejores meses de mi 
vida. Pasaba el tiempo y yo sentía que Lucía cada vez me gustaba más, notaba que 
necesitaba verla cada día (casi a todas horas) y empecé a pensar que me gustaría 
que saliéramos los dos solos, sin el resto del grupo. Pero también notaba que no 
era del agrado de Rober, primero empezó a dejar caer algunos comentarios y luego 
pasó directamente a hablarme mal de ella, decía que había oído por ahí que era 
una “calientapollas” y que tuviera cuidado, también me dijo que le jodía porque 
veía que nos estábamos distanciando. No me importó. 
Lo 
cierto es que ella y yo cada vez pasábamos más tiempo juntos, lo hacíamos de 
espaldas al grupo, con cualquier excusa. Lo compartíamos todo, de manera que lo 
que a uno le gustaba inmediatamente pasaba a ser también de interés para el 
otro. Supongo que estábamos descubriendo el mundo, y lo hacíamos en común. Yo le 
hablaba de Patricia Highsmith, de Salinger, ella a mí de T.S Eliot y de Hesse. 
Me recomendaba apasionadamente “Tal como éramos”, “Encadenados”, y yo hacía lo 
propio con “El Cazador” y “Taxi Driver”. Me pasaba sus cintas de Dylan, Marvin 
Gaye, Jackson Browne y yo le insistía para que escuchara mis discos de Bowie, 
Springsteen y los Clash. 
Mis amigos habían sido lo más 
importante hasta entonces, pero ya no. Algo dentro de mí había cambiado. 
En junio, Lucía, supongo que se armó de valor (viendo que yo 
no me decidía), y me propuso irnos una semana los dos solos, al terminar los 
exámenes, al apartamento que sus tíos tenían en Alicante. Parecía una idea 
genial. Sin embargo, al final decidí no ir porque Rober me invitó a que le 
acompañase dos o tres semanas a Londres, le había sacado pasta a su padre para 
que le pagase una habitación doble en un buen hotel con la excusa de 
perfeccionar el inglés, y como recompensa por haber aprobado cuatro asignaturas, 
lo que dada su trayectoria era un éxito considerable. Yo entonces no había 
salido de España (poco podía imaginar que la siguiente vez que lo hiciera no 
sería para dos semanas, sino para veintidós años), y el Londres de mediados de 
los ochenta me parecía el paraíso, el sitio de moda donde había la mejor música 
y uno podía ver en concierto a las mejores bandas, ponerse hasta arriba de 
pintas de cerveza en los pubs, comprarse montones de discos, camisetas rockeras, 
unos buenos boogies y una chupa de cuero. Sí, ya sé que visto ahora parece una 
tontería (como tantas otras cosas que creíamos imprescindibles y el tiempo 
terminaría por devaluar), pero entonces no lo era en absoluto. Además, bueno, 
suponía vivir dos largas semanas en plena libertad, sin padres, sin horarios ni 
obligaciones, solos mi amigo Roberto y yo. 
Por otro lado, 
pensé, era más fácil que para lo de la playa se presentase una nueva ocasión que 
para esto, pese a que Lucía me dijo que no tenía demasiado trato con sus tíos y 
que era la primera vez que le ofrecían el apartamento. La idea era llevarse a su 
abuela, pero la vieja no estaba por la labor, decía que no le apetecía viajar y 
que prefería quedarse en su casa de El Escorial donde se estaba “más 
fresquito”. 
Al final, lo de Londres estuvo 
bien, pero no fue para tanto, más o menos como en Madrid. Esto entonces aún no 
lo sabía, pero uno siempre carga con la misma maleta vaya donde vaya, por eso yo 
en todo este tiempo no he podido escapar de lo que soy, quizá sea también por 
eso por lo que regreso ahora. 
Lucía no se lo tomo bien, 
claro, y cuando volví la cosa se había enfriado. La llamé un par de veces y me 
dio largas, yo era joven y estúpidamente orgulloso, de modo que dejamos de 
vernos. Había empezado a tomar todas las decisiones equivocadas. 
Durante el verano tampoco vi mucho a Rober, ya que me puse a 
trabajar en la piscina y él lo pasó, casi por completo, en el chalet que tenían 
sus padres en Navacerrada. 
Esas vacaciones me encontré 
bastante solo, para mí fue un cambio radical, el grupo se había separado y 
Julito estaba todo el día currando por lo que nos veíamos muy poco. 
Era como si todo lo anterior hubiese sido un hermoso sueño que había 
llegado a su fin. Me encontraba otra vez de vuelta a lo mismo: el hastío, la 
soledad, la tristeza. 
En ese tiempo no dejaba de pensar en 
Lucía, no podía quitármela de la cabeza, era una mezcla de necesidad física y 
dolor interior, algo que no me había pasado hasta entonces con ninguna chica, y 
lo cierto es que no se me daban nada mal, al contrario, pero cada vez lo tenía 
mas claro: lo único que deseaba era estar con ella, solos los dos, todo nuestro 
tiempo. Quizá me estaba obsesionando, pero me parecía que todo lo demás carecía 
de importancia. 
Por fin me decidí y la llamé, 
insistí varias veces pero en su casa no había nadie, vivía en un piso compartido 
con otras dos estudiantes y, lógicamente, en vacaciones regresaban todas con sus 
familias. Lucía solo tenía una hermana que trabajaba en Barcelona (sus padres 
fallecieron en accidente de coche cuando aún eran unas niñas) y a su abuela (que 
las había criado), con la que sabía que pasaría estos meses en El Escorial. Y 
hasta pensé en ir a buscarla allí, pero no tenía su dirección y decidí que era 
una niñería, que quedaba ya poco, de manera que aguantaría y cuando regresara le 
contaría mis sentimientos con respecto a ella. Sí, sería una novedad expresar 
por vez primera lo que de verdad sentía. 
En 
septiembre, antes de empezar las clases, dejé el trabajo y Rober volvió a 
Madrid, me llamó y nos fuimos solos a cenar a una pizzería cerca de Bilbao. Era 
como si no nos hubiéramos separado, yo me sentía por primera vez alegre desde lo 
del viaje a Londres. Aquel había sido un verano anodino, claro que ya no habría 
más veranos felices como lo habían sido, en cierto modo, los de mi niñez (aunque 
entonces no supe apreciarlo), eso se había terminado, pero tampoco lo sabía 
entonces. 
Después de cenar estuvimos en Malasaña, de 
copas, haciendo la ronda por los garitos habituales, y al segundo o tercer 
cubata cuando (como siempre) ya nos habíamos reído de todo, mi amigo se puso muy 
serio y me dijo: 
–Samuel, tengo que decirte algo. 
Enseguida supuse que ese “algo” no era nada bueno, pero desde 
luego, no imaginaba que me iba a doler tanto. Yo también dejé de sonreír y él 
continuó: 
–Verás, en agosto fui con unos colegas de 
Navacerrada a las fiestas de El Escorial y, bueno, coincidí con Lucía, me dijo 
que ya no os veíais y en fin, estuvimos charlando y creo que me equivoqué con 
ella. 
Yo seguía temiendo lo que suponía me iba a decir. 
Algo empezaba a revolverse en mi estómago. Me puse a beber sin dejar de mirarle 
a los ojos y añadió: 
–Bueno, el caso es que nos hemos 
visto varias veces en la sierra y nada, pues.., que estamos saliendo. Espero que 
no te moleste porque ya sé que entre tú y ella ya no hay nada. 
En ese instante algo se rompió en mi interior. 
–¡Eres un hijo de la gran puta! –le solté mientras poniendo mi 
mano en su cara le empujaba hacia atrás. En un segundo sentí que una oleada de 
cólera me invadía, le tiré el cubata encima y estuve a punto de estamparle el 
vaso en la cara. Él no supo reaccionar, creo que me miraba entre sorprendido y 
asustado. En ese momento llegó el de seguridad, me sujetó por detrás y me sacó a 
empujones a la calle. Mientras, Roberto gritaba: 
–¡Estás 
loco, tío, estás loco!. ¡¿Quién coño te crees que eres?, muerto de hambre! 
Me largué de allí. Aquella fue la primera de una larga serie de 
escapadas. 
Durante los días siguientes él me 
llamó varias veces a casa pero me negué a ponerme al teléfono. Sin embargo mi 
rabia empezó a disminuir poco a poco. Al fin y al cabo yo no le había dicho lo 
que de verdad sentía por Lucía (ni siquiera a ella se lo había dicho), además, 
era verdad que no estábamos juntos, no es que hubiéramos cortado, pero nuestra 
relación parecía haberse desvanecido. Por tanto ¿qué derecho tenía yo en ese 
sentido? Yo había disfrutado de mi oportunidad y la había desaprovechado. ¿Qué 
esperaba, entonces? Es cierto que me parecía que había algo turbio en su manera 
de actuar, pero también podía ser que solo fueran imaginaciones mías y que todo 
hubiera sucedido de forma natural. De hecho, hasta ese momento, Roberto había 
sido el mejor amigo que yo había conocido nunca, si, Julio siempre estaba 
conmigo pero era otro rollo, con Rober sentía que por primera vez tenía un amigo 
de verdad y ¡qué coño!, lo quería. 
Así pues, aunque nunca 
se me dio bien eso de perdonar y pedir disculpas, lo hice. Le llamé una tarde, 
quedamos, charlamos, bebimos, nos abrazamos y juramos que nuestra amistad 
estaría siempre por encima de todo, convenimos que ninguna tía podía 
interponerse, él incluso me dijo que si Lucía era un impedimento cortaría 
inmediatamente con ella, que lo suyo no era nada serio, y yo (aunque lo hubiera 
deseado con toda mi alma) le dije que no era necesario.
 
Nota de la Redacción: los dos capítulo publicados 
corresponden a la novela de Miguel 
Rubio, Todos los años 
perdidos (Ediciones Carena, 2010). Queremos 
hacer constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones 
Carena, José 
Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en 
Ojos de 
Papel.