Otra vez me dan hecha la comparecencia con todos ustedes en estos 
Ojos de Papel. Les doy a la mayoría por enterados de que me han encargado un libro sobre las últimas décadas del Festival Internacional de Santander en la 
Plaza Porticada, años en los que yo mismo pude ver y oír a 
Claudio Abbado, Rostropovich, Caballé, Marcel Marceau, Baremboin, Tilson Thomas, Vladimir Askenazy, Zubin Mehta, Alicia de Larrocha, Lindsay Kemp, Teresa Berganza, etc… 
Varios asiduos de aquellas jornadas me han hecho llegar sus comentarios escritos, y sus historias acabarán formando parte, espero que pronto, del libro anunciado del que ya daré noticia. Entre los muchos testimonios que me han llegado quiero compartir el del periodista 
Federico Lucendo Pombo, primo santanderino del conocido novelista, y un tipo divertido que sabe lo suyo de lo que ocurre en la Hispanoamérica de nuestros días. Quiero compartir con ustedes el texto del señor Pombo, unas líneas llenas de aroma, música e irónica melancolía. Ahí va, disfrútenlo: 
“Era en aquel Festival Internacional de Santander –aún lo llamaban así entonces- y se celebraba en el recinto de la Plaza Porticada. Antes habían sido las Fiestas Universitarias, siempre con más vino que rosas, cuando desde la 
Universidad Internacional Menéndez Pelayo, de lánguidos veranos, discursos azules, con 
José Antonio y esa revolución pendiente que no acaba de llegar, se organizaron unas jornadas “destinadas al público universitario con folclore, música, y cómo no, arte escénico”. 
Pero ya, en los felices, agridulces y dorados 60, bajo los toldos amarillentos de la Porticada, Santander –Santander, la novia del mar, cantaba 
Jorge Sepúlveda– era en las crónicas brillantes y amargas de 
Leopoldo Rodríguez Alcalde, una eterna fiesta de amaneceres infinitos. 
Esta ciudad que se sacaba los pechos del refajo –aquellos turbadores bikinis de Silvie en la Magdalena– y los dejaba caer sobre una Europa que decía aquello de 
Spain is different. 
 
Federico Lucendo PomboLos periódicos, el 
Alerta claro, escribía algo de no sé qué peculiaridades regionales, mientras que en 
El Diario Montañés, se asomaba tímidamente la pluma de algún demócrata que era cristiano. Y después, ¡oh después!, siempre después de la Porticada, la noche se desgarraba en ese largo, cálido, y a veces lluvioso verano capitalino. 
Silbidos de viento sur. Luces en las sombras, los nuevos faroles de estilo romántico, con alma de gas y acetileno. En el Paseo de Pereda, varias muchachitas francesas, pastoreadas por algún mocetón con piel de cien veranos. El 
Suizo –los 
hermanos Serrera, siempre complacientes, siempre sonrientes- y donde se puede cenar ya en la madrugada sopa de ajo, como la que ya están degustando los viejos pescadores de la zona marítima, pero con menos ajo y más güisqui, pues algunos de los asiduos de la Porticada, gustaban de ponerle sabor escocés a la cultura musical y gastronómica. Por la calle Peñaherbosa, después de la típica y siempre algo 
fané paella en Casa Albo
, José María Prada y 
Lina Canalejas, comentaban el éxito de la obra de 
Buero Vallejo que acababan de estrenar. En todo el Río de la Pila, 
El Riojano, 
La Sartén, y el mítico 
Drink club –fotografías de Nueva Orleáns, retratos de 
Gutiérrez Solana y trombones enroscados en las paredes como la serpiente del paraíso terrenal del ébano- suena la voz extrañamente infantil de 
Françoise Hardy. 
Luego, más de noche, los baños a la luz de la luna lunera, en ese Sardinero de veraneos reales y nostalgias con flores de lis, 
Juan Carlos Calderón, improvisando una samba sabrosona, sus chicos del 
Jazz Tet, y, las muchachas en flor y vodka con naranja, decía a modo de titular radiofónico para 
Leandro Mateo: “Es la primera vez que actúo en la Porticada y me da miedo, más que el Teatro Real de Madrid”. Los adictos, las amazonas de ese inacabable verano santanderino, aplaudían las palabras del maestro de la calle del Sol. 
En el pub Castelar 5, el pequeño gran mundo de Castelar, con maderas antiguas, conversaciones suaves y un lujo como de toda la vida, 
Miguel, preparaba unos 
cocktails gloriosos para 
Adolfo Marsillach y 
Marisa de Leza. Porque todo, era después de la Porticada. Y ahora la vuelta a casa ya en el coche –el carro, que decía el rico indiano– o caminando con una ligera inclinación de popa, un poco estragados de noche y de copas, nacía esa tristeza que deja siempre el éxito ajeno y que consiste en preguntarse: ¿y ahora qué? 
Bueno, mañana también iré a la Porticada. Pero ahora me voy. Doblo la esquina y desaparezco. Festivales de Santander. Plaza Porticada. “Santander en la noche, en mi recuerdo, en la orilla del mar de mi nostalgia”. Los versos de 
José Luis Hidalgo, que jamás pisó la Porticada. Festivales de Santander. Plaza Porticada".