Thomas Frank: <i>La conquista de lo cool. El negocio de la cultura y la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno</i> (Alpha Decay, 2011)

Thomas Frank: La conquista de lo cool. El negocio de la cultura y la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno (Alpha Decay, 2011)

    TÍTULO
La conquista de lo cool. El negocio de la cultura y la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno

    AUTOR
Thomas Frank

    EDITORIAL
Alpha Decay

    TRADUCCCION
Mónica Sumoy y Juan Carlos Castillón

    OTROS DATOS
Barcelona, 2011. 408 páginas. 23 €



Thomas Frank

Thomas Frank

David P. Montesinos ha sido profesor de Filosofía de la Universidad de Valencia y su tesis versó sobre Jean Baudrillard

David P. Montesinos ha sido profesor de Filosofía de la Universidad de Valencia y su tesis versó sobre Jean Baudrillard


Reseñas de libros/No ficción
Thomas Frank: La conquista de lo cool. El negocio de la cultura y la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno (Alpha Decay, 2011)
Por David P. Montesinos, viernes, 4 de mayo de 2012
No sabemos si este ensayo se hubiera editado en España si no existiera la serie Mad Men, cuya peripecia transcurre no por casualidad en la Avenida Madison del Nueva York de los años sesenta. No es porque el texto carezca de interés. Al contrario, se trata de un estudio serio y muy bien documentado donde el autor no se anda con remilgos a la hora de comprometerse con una tesis: el vastísimo concepto de contracultura, fenómeno que tópicamente asociamos con la década de los sesenta, no sólo fue aprovechado por las empresas para hacer negocio, fue en gran medida un invento de sus publicistas.
Antes que La conquista de lo cool, leímos Rebelarse vende. El negocio de la contracultura, cuyos autores creyeron poder desenmascarar las claves que constituyen la historia de los movimientos contestatarios que explotan en la llamada década prodigiosa. En este texto -que se editó antes en España (2005), pero que es en realidad posterior al que nos ocupa (edición original en 1997)- se alude al trabajo de Thomas Frank para reforzar su línea argumental, pero cuestionando la blandura de su título: no hay “conquista de lo cool”, lo cool fue desde el origen un producto del laboratorio de ideas de Mad Avenue, donde -como saben los seguidores de Mad Men- se ubicaron las agencias de publicidad más vanguardistas desde los años cincuenta.

 

Se diría que tienen razón: a medida que avanzamos en la lectura del ensayo de Frank, nos asalta la impresión de que su inclinación consiste en escapar al corsé de moderación que impone el título, y que su convicción profunda es que el marketing no se limitó a aprovechar a posteriori el espíritu de inconformismo, individualismo y transgresión que se apoderó del ambiente que respiraba la sociedad norteamericana de los sesenta: fue más bien una creación suya. Es cuestión de prudencia intelectual no asumir en toda su extensión una aseveración tan radical que llega a tomar tintes de conspiranoia. Si redujéramos la contracultura a un efecto publicitario, estaríamos reduciendo un movimiento de masas con enorme influencia sobre todas las áreas a marcos tan estrechos como la campaña de la Generación Pepsi, con la que la segunda marca mundial de refrescos de cola consiguió reducir su distancia de ventas con el eterno rival gracias a una astuta utilización del espíritu rebelde y juvenil de aquellos tiempos.

Frank sabe de esos riesgos, y en ningún caso parece querer asumir la crítica de “reaccionario” que podrían ganarse mucho más fácilmente Potter y Heath, quienes no dudan en afirmar que la contestación se ha banalizado desde los años sesenta, disolviéndose en una serie de iconos con tanta eficacia publicitaria como intransitividad política. Si Rebelarse vende fue una respuesta a la renovación de los principios contraculturales propuesta por Naomi Klein (canadiense como los autores, Potter y Heath) y su No logo. El libro negro de las marcas, donde se intentan desenmascarar las nuevas prácticas del capitalismo corporativo y se nos anima a una nueva ética del consumo, La conquista de lo cool podría considerarse como una reacción intelectual contra los cultural studies.

 

Thomas Frank atribuye a las corrientes de estudios culturales la costumbre de centrar sus investigaciones sobre las condiciones de la recepción y no las de la producción; en otras palabras, teorizan sobre las estrategias de resistencia y no sobre las del poder. Así, nos han habituado a intentar rescatar formas de heroísmo entre el consumidor de masas, lo que conduce a una subestimación del trabajo de quienes producen la cultura masiva. Este cambio metodológico arrastra una variación decisiva en la visión de los fenómenos culturales: la teoría de la asimilación,  con la que Frank resume la línea de interpretación de los estudios culturales, debe ser superada. Sostiene supuestamente esta teoría que los significantes son producidos desde terrenos sociales alejados del poder y con vocación contestataria, y que sólo a posteriori son  reconvertidos a la condición de mercancía por las marcas, de tal manera que la rebelión se hace masivamente consumible como puro simulacro, lo cual la vuelve rentable para las corporaciones, privándole a su vez de su capacidad corrosiva.

 

Este proceso no se repite siempre de idéntica forma: a veces los significantes -como reconocen los propios estudios culturales- no son asimilados, sino directamente producidos por la industria del espectáculo. Lo que verdaderamente importa en esta visión es rescatar la posibilidad de la resistencia en función de los modos de apropiación. Así, para autores como John Fiske, no es demasiado importante si el artefacto cultural proviene de las clases populares o si ha sido concebido en el brain storming de una multinacional, lo realmente trascendente es  cómo la gente –y muy en especial los colectivos desfavorecidos- recibe dicho artefacto, la manera en que reinterpreta y transforma el valor de los mensajes. Para Thomas Frank, a la base de planteamientos como el de Fiske subyace un prejuicio idealista que obtura la precisión del análisis: las clases populares son el espacio para lo heterogéneo, la llamada cultura de masas es el de la homogeneidad y la uniformización. En otras palabras: la transgresión y la empresa son incompatibles.

 

Explícita o implícitamente, Frank dedica el conjunto de su libro a refutar este posicionamiento, que no es sólo el de Fiske o el de los estudios culturales, ya que identificamos un tópico generalizado según el cual las corrientes liberacionistas de los años sesenta constituyen formas de resistencia directa contra el capitalismo. En un escorzo argumental ciertamente astuto, Frank compara la visión de la izquierda, que ha encontrado en la contracultura de los sesenta el referente mítico de las posteriores rebeliones, con la de ultraconservadores como Newt Gringrich, azote parlamentario en su momento de Bill Clinton, que encontraba en la cultura contestataria de los sesenta la semilla de la plaga que desencadenó el desorden social de los noventa. Para los ideólogos de lo que ahora llamamos el Tea party, la contracultura sería una aberración que sedujo a las élites y echó a los jóvenes en brazos de la molicie y las drogas. Esta perspectiva extrema –que da lugar a héroes cercanos a lo esperpéntico como John Rambo, superviviente del Vietnam y víctima de la traición de sus conciudadanos- no llega a imponerse sobre la visión hegemónica, según la cual las corrientes contestatarias de los sesenta liberaron a las sociedades de las peores esclavitudes heredadas de los antiguos regímenes y los últimos residuos del victorianismo, propiciando el ajuste de los mapas morales a los nuevos modelos sociales del mundo contemporáneo.

Pese a su abierta hostilidad, la versión ortodoxa de la izquierda y la reaccionaria comparten un error: ninguna parece dudar de que la contracultura es lo que dice ser, es decir un movimiento antagónico. En todo caso, los teóricos de izquierda suelen reconocer que uno de los riesgos que soporta la contracultura, y al que en gran medida sucumbieron sus propuestas liberadoras, es la banalización de sus signos, operada a través de las antenas que las corporaciones sacaron a las calles contratando a agencias de publicidad. No otra cosa es la teoría de la asimilación, por eso suelen insistir en ejemplos como el de los sucesivos festivales de Woodstock, supuesta conmemoración de aquel episodio de amor y paz y convertido en un espectáculo light ideado por las multinacionales. La visión de Frank es que la contracultura supuestamente real, la simulada o mercantilizada son indistinguibles.

 

“La inmensa mayoría de autores están de acuerdo en que la contracultura, en tanto que movimiento de masas diferenciado del estilo bohemio que la precedió fue desencadenada –como mínimo a partes iguales- tanto por las novedades de la cultura de masas (en particular por la llegada de los Beatles a Estados Unidos en 1964) como por cambios en las bases de la sociedad. Los héroes de la contracultura fueron estrellas de rock y celebridades rebeldes, actores millonarios y trabajadores de la industria de la cultura. Los momentos más brillantes de este movimiento tuvieron lugar en la televisión, la radio, los conciertos de rock y la gran pantalla. Treinta años más tarde, su lenguaje y su música nos parecen justamente lo contrario de aquella cultura popular que tan fervientemente aspiraban a ser: desde los tacos artificiales a la visión angelical de la comunidad, pasando por la vergonzosa imitación del acento de Woody Guthrie que emplea Bob Dylan y los trabajos asombrosamente pretenciosos de grupos como Iron Butterfly o The Doors, los ídolos sagrados de la contracultura apestan a afectación y falsedad, a sueños que llenaban los momentos de ocio de niños blancos de familias acomodadas...” (pp. 30-31)

 

La convicción que ilumina este ensayo es que no estamos ante una simple confiscación de la creatividad popular por la industria de masas. Hay, ciertamente, un espíritu de controversia con el conformismo y a favor de la autenticidad, el individuo, la transgresión y la diferencia que hizo fortuna en los años sesenta y cuyo recorrido va mucho más allá de aquellos años, pero no se gestó en los barrios bajos ni en los clubs de carretera a los que Dylan llegó en auto-stop por la Ruta 66, sino en las oficinas de Mad Avenue, primer lugar donde se empezó a entender que los tiempos estaban cambiando, pero no en el sentido más o menos adánico que prometían las canciones hippies: estamos hablando en realidad de una mutación en el seno del capitalismo.

 

Para hacernos entenderlo, el autor necesita documentarnos respecto al cambio de mentalidad que estaba empezando a producirse en el seno de la industria, cuyas empresas trataban de adaptarse a duras penas al nuevo tipo de sociedad que se venía configurando desde la posguerra.  Y esto nos lleva a Mad Avenue. Conviene saber que el hábito de criticar al capitalismo por su poder uniformizador había empezado ya en los cincuenta. A ese tiempo corresponden textos tan oportunos e influyentes como La muchedumbre solitaria, de David Riesman, Los persuasores ocultos, de Vance Packard, El capitalismo americano, de John Kenneth Galbraith, y, muy especialmente, El hombre organización, de William H. White. Estos estudios pusieron el dedo en la llaga, pues incidían en la melancolía que sobrevenía a los norteamericanos en un tiempo en que el descendiente de los antiguos pioneros, a cambio del bienestar, se había convertido en la pieza anónima de una gran máquina. Pero no hace falta acudir a las esferas intelectuales: como explica Frank, hasta en las tiras matinales de Charlie Brown encontrábamos a Snoopy ironizando sobre la llamada “Teoría X”, según la cual la eficacia de la empresa capitalista y la consiguiente prosperidad han de ser producto de un férreo sistema disciplinar cuya misión es canalizar estrictamente la transmisión de órdenes, no permitiendo que la panoplia de la creatividad y la libertad del individuo abra incertidumbres sobre unos protocolos de actuación incontestables.

La novedad en los sesenta no es por tanto la aparición de corrientes críticas hacia el modelo productivo que taylorizaba a las personas tanto como a las mercancías. Es más bien el carácter minoritario o elitista de esa controversia lo que se hace masivo, lo cual produjo una conversión ideológica generalizada hacia el bando alternativo al del hombre-organización. El rock, el cine, las drogas, la ropa, el peinado... Todo se impregna de los aires de una supuesta revolución que dice reaccionar contra un modelo social basado en la disciplina. Inicialmente, los teóricos de izquierda titubearon o incluso fueron explícitamente escépticos –es el caso de Adorno- respecto a la rentabilidad emancipatoria real de movimientos que identificaban como juveniles y en los que no veían mucho más que buenas intenciones. Sin embargo, en el seno de la propia Escuela de Francfurt aparecen visiones eufóricas de la contracultura, en concreto la de Herbert Marcuse, el cual consigue hace virar decisivamente la visión de la intelectualidad de inspiración marxista respecto al fenómeno. La aparición de El nacimiento de una contracultura, de Theodore Roszak, y El reverdecer de América, de Charles Reich, hicieron que la década se cerrara sobre sí misma, dejando un relato glorioso sobre sí misma.

Las claves profundas de esa aventura son desenterradas por el ensayista en el interior de la maquinaria profesional de las corporaciones, muy lejos de los paraísos artificiales del LSD, las praderas donde se celebraron los grandes eventos del rock o las calles desde las que se exigían a gritos los derechos de los jóvenes, los negros, las mujeres o los gays. Uno de los primeros síntomas fue que, a finales de los cincuenta, los publicistas empezaban a reclamar el tratamiento de artísticas para sus creaciones, las cuales no habrían de ser violentadas, expropiadas o cortadas sin una fuerte polémica con los superiores de la agencia o el cliente. Pronto, nos relata minuciosamente Frank, empezaron a surgir agencias especializadas en escándalos publicitarios, empresas que presumían de funcionar de forma no burocratizada, con un modelo de organización supuestamente espontáneo y casi anárquico que rompía con todas las formas del “pensamiento estreñido”. Se extendió pronto la idea de que un spot funcionaba en la medida en que lograra crear sorpresa, controversia e incluso indignación, de manera que la búsqueda de lo nuevo y la rebelión ocuparon el trono de la previsibilidad, la convención y el conformismo, que había dominado los mensajes de la publicidad de los cincuenta.

 

El ensayo proporciona pruebas de todo tipo que evidencian la solidez de esa impresión; el tipo de anuncio que se va haciendo habitual en los sesenta testifica que apostar por lo convencional y la inclusión social equivale a esclerosis, y que seducir a la parte más hedonista y narcisista del sujeto se ha convertido en la estrategia por excelencia de la sociedad de consumo. Pero sería muy corto de miras creer que estamos ante una simple revolución estética. Es algo más, pero no –siempre según Thomas Frank- en el sentido deseado por los apóstoles de la contracultura, es decir, en una revolución en los modos de relación entre seres humanos, sino en el de la transformación del capitalismo fordista, heredero de las formas productivas y la ideología burguesa de las antiguas revoluciones industriales, sustituido ahora por un modelo consumista cuyas bases ideológicas están ya muy lejos del antiguo ascetismo del trabajo, la disciplina, la inclusión social, la contención sexual o el ahorro. El creativo de Madison Avenue, con su explosión de genial individualismo que venía intentando emerger entre el gris de la empresa de los cincuenta, es el símbolo de la sustitución de la Teoría X por la Teoría Y, que sentencia el final del hombre-organización a favor de un seductor anarquista, cuyo epítome posterior muy bien podría ser un personaje como Steve Jobbs. Es una mutación en el interior de la empresa capitalista lo que, según Frank, está representando la corriente contestataria de la contracultura. Y sus signos provienen de Mad Avenue, por más que las masas de supuestos contestatarios del momento creyeran justamente lo contrario.

 

La conquista de lo cool es un texto al que conviene atender, y no solo bajo la alargada sombra del éxito de Mad Men, una ficción televisiva en la que se presiente la influencia de este ensayo anterior en el tiempo a la creación de la serie de Matthew Weiner. Su esfuerzo documental lo convierten en un trabajo más creíble y honesto que el de Potter y Heath al que ya nos hemos referido. Sin embargo, La conquista de lo cool se resiente tanto como Rebelarse vende de la tendencia a desmitificar la trascendencia del fenómeno social al que se refieren, la contracultura, desde la estrategia de la simplificación y la ridiculización de sus propuestas. Es un procedimiento empleado ya muchas veces respecto a algún otro de los movimientos contestatarios de los sesenta, por ejemplo el Mayo Francés, cuya seriedad queda supuestamente desvirtuada cuando se insiste en analizarlo a partir de sus consignas más radicales e intransitivas, dejando sistemáticamente fuera los aspectos más serios e influyentes de su devenir. De igual manera que la primavera parisina creó una conmoción en el mundo occidental cuyas implicaciones están aún por evaluarse en su justa medida, las corrientes contestatarias de los sesenta –las identifiquemos o no con el rótulo “contracultura”, bajo el que autores como Frank tienden a agrupar demasiadas experiencias heterogéneas- han producido suficientes transformaciones en la vida de la gente como para reducirlas a un ramillete de inspiradas consignas publicitarias que incitaron al consumo a los jóvenes de clase media, los cuales llenaban la habitación de pósters de los Beatles en plena meditación budista mientras apuraban su tiempo de irresponsabilidad a la espera de ingresar en la maquinaria del capitalismo. Quizá nunca se produjo la revolución, o quizá no se ha producido como la habían imaginado sus profetas, pero reducir el mayor movimiento de contestación democrática de la historia de Occidente a un invento de personajes como Don Draper parece difícil de asumir. Y ello por más que el autor intente ocasionalmente ponerse a cubierto contra la acusación de sustituir la teoría de la asimilación por la de la conspiración.

 

Tampoco parece suficientemente convincente la crítica que Thomas Frank lanza sobre la tradición de los estudios culturales. Este esfuerzo de refutación es uno de los motores de su ensayo, pero la presentación de las propuestas de esta corriente –por lo demás muy heterogénea- acude con frecuencia a los episodios menos desarrollados y más urgentes y torpemente eufóricos, lo que presenta un paisaje simplista de la posición rival. Sorprende en este sentido que ni una sola vez se nombre en el texto a Raymond Williams, cuya visión de toda esta problemática es infinitamente más consistente e influyente que la de Fiske, de quien sí aparecen algunas citas. También es llamativo que se insista tanto en la concepción que de la contracultura manejan autores como Roszak o Reich, influyentes en su momento pero con escaso recorrido posterior, y que se despache tan insustancialmente la posición de Herbert Marcuse, por no hablar de otros pensadores de amplio calado que fueron leídos por muchos de quienes, además de ver spots televisivos, se rebelaron sinceramente en pro de una sociedad más democrática y unas relaciones sociales que no sometieran a los sujetos a la condición de mercancía ni los convirtieran en carne de cañón para la Guerra del Vietnam. De todo esto no parece quedar mucho eco en los laboratorios de Mad Avenue, donde –según Thomas Frank- se gestó ese supuesto simulacro al que llamamos la contracultura.