Jorge Soto Martos: <i>La Rueda</i> (Ediciones Carena, 2011)

Jorge Soto Martos: La Rueda (Ediciones Carena, 2011)

    AUTOR
Jorge Soto Martos

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Santa Coloma de Gramenet (Barcelona, España), 1975

    BREVE CURRICULUM
Trabajó en una fábrica hasta los 26 años y acabó dejándola para leer, escribir y viajar por más de treinta países. En ese periodo vivió dos años y medio en Tailandia y trabajó como guía acompañante en China, Vietnam y Birmania. También, de manera esporádica, dio clases de español. A mediados del 2008 volvió a Barcelona y publicó dos guías de viaje, de Valencia y de Santiago de Compostela. La Rueda es su primera novela




Creación/Creación
Jorge Soto Martos: La Rueda
Por Jorge Soto Martos, lunes, 4 de abril de 2011
El protagonista de La Rueda, novela de Jorge Soto Martos, Rodrigo, es un hombre de 35 años que lleva dos años sin trabajar gracias a un dinero que consiguió al dejar la empresa. Sus ahorros menguan, pero se siente incapacitado para volver al mundo laboral. Un turbulento suceso le empuja a tomar una determinación radical: ser un vagabundo romántico, un bohemio, vivir al día, dejarlo todo y dejar a todos atrás, desaparecer del mundo, desconectarse del trajín y del absurdo de estar vivo, rendirse placenteramente… Su libérrima decisión cambiará su vida para siempre.

RODRIGO

Rodrigo Ibáñez se sentó en el banco para observar a las palomas. Sabía perfectamente que eran unos bichos tontos, y para algunos una plaga, como las ratas, pero a él le gustaban. Además, qué sabrían ellos, al fin y al cabo les rodeaba la belleza y no la veían ni por casualidad. De alguna manera le parecía lógico que pensasen que no valía la pena sentirse rodeado de aquellos pájaros bobos. Sin embargo, a él los arrullos le insuflaban de una bella melancolía que sonaba a mar y olía a maíz. Todo tenía un porqué.

Aquella vez paseaba por una callejuela oscura, húmeda de orines. De repente llegó a una plaza cuadrada, pequeña, con el suelo rojizo y terroso, sin un triste árbol y rodeada de bloques altos y grises. La luz se filtraba por el intersticio que existía entre edificios, posándose en un banco que allí había, y sentado en él un vagabundo lleno de miseria, rodeado de cientos de palomas, parecía sermonear a los animales. Se acercó disimuladamente y escuchó cómo el pobre hombre, dignificado por los rayos del sol, les hablaba en inglés y con los brazos en alto. Parecía querer advertir y aterrorizar a su peculiar auditorio del fin del mundo, o de los peligros del pecado. De vez en cuando bajaba uno de los brazos, se rascaba el cuello lleno de churretes, y lo volvía a levantar con gesto rápido y amenazador.

Era uno de aquellos primeros días ociosos y encontrar algo tan fuera del guión le sorprendió. Todos aquellos pájaros rodeaban al mugriento perdedor, como si fueran un coro de ángeles infectos, y salpicaban la tarde con la luz intermitente que provocaban sus crípticos aleteos. Estuvo toda la tarde pensando en aquel hombre, en aquel símbolo de la derrota. Había algo familiar detrás de las barbas, de la roña, de las uñas largas y rotas, de aquella sensación de aislamiento que transmitía, de cómo bajaba los ojos, de aquella violencia latente. Estaba claro que en algún período de su vida la locura le fue cercando, poco a poco. Rodrigo se lo imaginaba de niño: cuerdo y jugando en un parque muy parecido a aquél en el que se lo encontró. “¿Cómo es posible que una sucesión de acontecimientos te puedan abocar a ese estado? ¿Es que nada tiene sentido? ¿O acaso no somos más que esclavos del destino y lo único que tenemos que hacer es esperar que no nos alcancen la miseria y la locura? ¡Qué frágiles somos! El más seguro de sí mismo, el ganador, cualquiera puede irse al garete por una combinación de pequeños dramas cotidianos, por un error de cálculo al frenar… Además, ¿dónde coño habrá aprendido inglés?… ¿O será anglosajón?… Y entonces… ¿cómo llegó aquí?” Y así estuvo todo el día, con el vagabundo dentro de su cabeza, tejiendo nuevas redes y perforándole hasta la última capa.

La decepción, que siempre acaba llegando, le sorprendió mientras contaba a un par de amigos la anécdota del vagabundo y las palomas que para él había sido algo más. Las miradas de pez que le observaban sin rastro de vida parecían querer decir: “Vale, vale, pero que sepas que estamos locos por cambiar de tema, menuda chorrada nos estás contando”. Las pocas veces que Rodrigo ha intentado explicarle a alguien su teoría de que la realidad que nos rodea no es exactamente como creemos que es, que todo es más complejo, que hay millones de fuerzas que intervienen directamente en lo que con vanagloria llamamos “nuestra vida”, que no somos responsables, que trabajar es un camelo… pues no le han hecho mucho caso, la verdad. Incluso una vez se percató de que en un bar se reían a sus espaldas tras una de sus afirmaciones encendidas, ahogando risas y gesticulando subrepticiamente como si estuviesen de vuelta de todo. “Todo el mundo sabe que los imbéciles no están de vuelta de nada”, pensó aquella vez con la crueldad fina que nos proporciona el sentido del ridículo. Y bueno, luego hizo lo de siempre, consolarse un poco pensando que estos que no le hacían caso eran los mismos que no se fijaban en las temblorosas luces que recortaban la oscuridad del túnel, unos segundos antes de que el metro apareciese. Ni veían los hierbajos que crecían en los puentes, o en la base de las farolas. Ni siquiera se sorprendían al sentir dentro de sí al animal del que intentábamos huir infructuosamente, y que existía palpitante debajo de los perfumes y las chaquetas. Aunque Rodrigo, que responde mal ante las presiones externas, sabe que sólo le da por criticar cuando está jodido o se ríen de él. “Lo mismo es el odio quien juzga, y no yo.”

A Rodrigo le gusta pasear. Camina sin prisa, sin preocupaciones. Una larga zancada da la bienvenida a la otra con curvas y rítmicas reverencias. Da la sensación de que sus piernas anuncian, a cada paso, un amago de genuflexión. Parece que le van a fallar las rodillas y se va a desmoronar, pero en el último momento se vuelve a alzar y cae distraídamente el próximo paso. Siempre mira al frente, con los ojos muy abiertos, expectantes, ávidos de mundo, y una sonrisa mínima y trémula suele adornar su rostro.

Para él en la calle se encuentra el secreto más importante y a la vez más baladí de todos: nuestra insignificante existencia. Es un “voyeur” de lo íntimo, pero no de lo erótico. Cada día sale de casa y comienza su pequeña aventura urbana: una situación sin importancia que le da la oportunidad de hacerle un pequeño favor a una persona mayor; un tropezón que se soluciona gratamente con un “perdona” y una sonrisa; una ambulancia con la sirena a tope; una manifestación; un gesto de complicidad con un extraño; una conversación de bar; un parque; una frase reveladora captada de refilón en la pareja que se cruza; una mirada distraída que se posa en el escote de una mujer, un algo especial, una especie de latir ciudadano que sólo se encuentra cuando no se busca. No deja de sorprenderse al ver los coches, las aceras, las tiendas, las bibliotecas, los claroscuros y los puentes. Barreras arquitectónicas de cemento que son, en esencia, lo que llamamos “la ciudad”. “Sin la gente todo esto no es más que una minúscula erosión geométrica del terreno.”

Su hora favorita para pasear es justo después de comer. Es entonces cuando todo parece más humano. La ciudad se convierte en un pueblo gigante y vacío. Hay pocas personas por la calle, y los que se encuentran paseando van también inmersos en sus pensamientos, en silencio y paz, vagando sin rumbo, haciendo la digestión y matando el tiempo. A las tres y media de la tarde las grandes avenidas esperan sin saber el qué, desamparadas. Es la hora en la que comen los camareros. Cuando se escucha cambiar de color al semáforo para el hombre invisible. Cuando luz y sombra dividen los espacios más que nunca, y la armonía no parece un ideal inalcanzable sino, más bien, una posibilidad entre mil.

Según él, en esas horas tibias se lleva a cabo una macabra costumbre en los psiquiátricos. Entre las dos y las cuatro de la tarde se encuentra uno a más gente desequilibrada que a cualquier otra hora del día o la noche. Quizás los funcionarios les dan “permisos de sobremesa” para descansar un poco de sus locuras, y a la vez evitar que sean vistos por mucha gente, quien sabe. La fatalidad del destino, que nos acaba empujando hacia nuestros miedos, provocó que Rodrigo se relacionase con alguno de estos personajes, muy a su pesar. Su primer contacto con la locura, vagabundo y palomas, ya lo hemos comentado anteriormente, pero hubo más. Siempre que algún pordiosero entraba en un bar le pedía a él o a él era al que más insistía. Si de lejos veía a alguien hablando solo ya sabía que, al cruzarse en su camino, ¡pam!, le pediría un cigarro o le soltaría una frase imposible. Luego, cuando se cuenta, parece divertido, pero la verdad es que alguna vez ha pasado miedo, como aquella en la que un hombre gigantesco le pedía, casi le rogaba: “¡Por favor!, ¿no quieres ser mi amigo?”. Era como si le oliesen e intentasen involucrarlo en una especie de conjura absurda. Lo cojonudo es que a nadie le parecía extraño la cantidad de locos que pululaban por las calles, o se extrañaban pero no le daban importancia. Rodrigo creía ser el poseedor de una verdad velada a la que nadie parecía tener acceso: mientras la sociedad echa la siesta, come o ve las noticias, en la calle existe un regimiento de desheredados que olfatean las esquinas y se apoderan de la ciudad. Y luego, justo antes de que las masas salgan a la calle, vuelven a sus agujeros huyendo de la tarde.

La ciudad es testigo mudo de sus caminos, de sus pesares y de su sorpresa boquiabierta al descubrir algún rincón que antes no existía. Las calles parecen revelar de tapadillo, y sólo para él, la evidencia de una metamorfosis lenta pero tenaz. Se sorprende al ver aquellas construcciones que antes no veía o no estaban, y al sentir que todo ha cambiado dentro y fuera. Se ha transformado en una especie desprotegida de turista perpetuo.

Pero no sólo la ciudad parece otra, también la gente. Ahora le gusta observarla. A veces, para divertirse, saca al azar conclusiones frívolas deduciendo aspectos de los viandantes por su apariencia, edad o temas de conversación. Es curioso: parecen más reales. Como si un pintor les hubiese retocado de nuevo los rasgos haciéndoles más físicos, más humanos. Dan la sensación de formar parte, de tener sentido, de empezar y de acabar, de tener una misión superior que desconocen pero intuyen. Todo el mundo parece poseer un secreto fascinante que no comparten, como si jugaran a parecer tontos…

¡Y cómo disfruta viendo la fauna invisible que nos rodea! Plantas, árboles, gorriones, golondrinas, murciélagos, perros, gatos, ratas y como no: palomas. Los animales en la ciudad están más solos, más sucios. Nunca antes se había fijado en lo parecidos que son los bloques altos y llenos de luces a los panales de las abejas. ¡Y qué decir de los pavos reales que extienden sus colores vivos en bares y discotecas! Y lo fácil que es encontrar a hombres-rata, hombres-perro, hombres-gato… Rodrigo percibe que esas similitudes con el resto del reino animal tienen una extraña influencia en él, como si alguien le hubiese permitido ver lo que otros no veían, como si sus ojos se hubiesen vuelto locos. Había algo que no tenía forma ni rostro, una carga instintiva de la que no nos podíamos escapar, la intranquilidad del mono ante el espejo.

¡Y cómo goza al sentir el paso del tiempo que ahora acompaña y no aplasta! Por calles estrechas, de barrio. Por avenidas inmensas, impersonales. El sonido de sus zapatillas rozando el suelo rebota contra el mundo físico y vuelve como un rumor de olas, de puntillas. Las ventanas sucias esconden tesoros, los buzones: misterios, las puertas: promesas. Y el viento, siempre el viento.

Ha llegado a muchas conclusiones paseando, como aquella de que “todas las personas forman parte de un todo superior”. Toma ya mi Rodrigo. Y según él los colgados, los padres de familia, las amas de casa, los turistas despistados, los conspiradores de esquina, los policías… son en el fondo lo mismo: moléculas y células buscándose las unas a las otras. La farola, el puente, la luz, el murciélago, todo se funde en el principio de los tiempos. Fuerzas interconectadas que producen una armonía invisible pero fuerte a la que algunos llaman dios, en minúscula.

Rodrigo siente, a ratos, una especie de espiritualidad heterodoxa basada en una fraternidad universal que no practica. “Todos hechos de la misma cosa, expeliendo un efluvio común, vagando por un mismo espacio, cohabitando sin convivir, buscando, escarbando y muriendo.” Pero a veces, ya sea porque se cruza con dos yonquis o porque alguna maruja le quita el asiento en el metro, se caga en la raza humana, olvidando la fe en su filosofía, y se mofa de la fraternidad universal.

A veces improvisa el recorrido de sus caminatas, y a veces no. Lo que nunca cambia es la sensación de estar cometiendo una travesura. ¿Nunca habéis estado en un sitio a una hora y día inusuales, como cuando un lunes, por lo que sea, estáis en una cafetería con los colegas a la hora en la que deberíais estar en el trabajo? ¿No os parece todo diferente, nuevo, sugestivo? ¿No sentís una euforia que no sabéis de donde os llega? Pues así se siente Rodrigo en sus caminatas: audaz y trasgresor. Y piensa, siempre está pensando: “La libertad quizás es la sensación de que en cualquier momento puede ocurrir un milagro que cambie para siempre tu vida, aunque no suceda. Una suspensión de la cotidianeidad, un retraso sin objeto. Entonces la gracia estaría en la posibilidad, no en la materialización del deseo. A lo mejor tenía razón Bukowski cuando decía eso de que al sexo y al dinero se les da más importancia cuando no se les tiene, y así con todo. Quizá los sueños se persiguen, no para ser conseguidos, sino para no ser despertado.” Y mientras piensa en sus cosas, ausente de sí mismo, se convierte en un soñador que camina hacia un lugar desconocido, esperando lo inesperado, sin aspiraciones concretas y sin nadie que le espere en ningún sitio. Feliz. Completamente feliz.



Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de Jorge Soto Martos, La Rueda (Carena, 2011), en Ojos de Papel