Paul Auster: <i>Invisible</i> ( Anagrama, 2009)

Paul Auster: Invisible ( Anagrama, 2009)

    TÍTULO
Invisible

    AUTOR
Paul Auster

    EDITORIAL
Anagrama

    TRADUCCCION
Benito Gómez Ibáñez

    OTROS DATOS
Barcelona, 2009. 282 páginas. 18 €



Paul Auster

Paul Auster


Reseñas de libros/Ficción
Paul Auster: Invisible (Anagrama, 2009)
Por Justo Serna, lunes, 1 de febrero de 2010
Desde hace años, numerosos lectores esperan la nueva novela de Paul Auster. Aguardan cada entrega con verdadera expectación. Suele ser un autor regular: regular en el sentido de que ajusta los tiempos para publicar con frecuencia: ahora, por ejemplo, Invisible. Como el mercado responde bien a sus obras tiene estímulos para seguir, para administrarles a sus seguidores nuevas historias. Los rasgos de esa escritura son reconocibles y muchos de sus incondicionales buscan la repetición de dichos motivos: los efectos imprevistos del azar, la narración como deseo y expresión de vivir y de interpretar, la metaficción como fórmula creativa y consciente. Paul Auster relata existencias de individuos acomodados, con el porvenir ya hecho y a los que algo les pasa, alterándoles lo previsto. El escritor vive en Nueva York y sus personajes en esta o en aquella novela suelen ser tipos reconocibles, gentes que se asemejan al autor, cosa que él no niega, pero a los que astutamente les ha cambiado algo sustancial. No son, pues, simples copias de Auster, sino un muestrario de fantasmas: proyecciones alteradas de su identidad mudable, recreaciones de aquel que ha sido a lo largo del tiempo. En ese desdoblamiento está su virtud. Al analizar dichos espectros averigua lo que cada una de sus criaturas hace. El problema es que eso que hacen es objeto de relato: en sus novelas, uno o varios narradores suelen detallar las circunstancias, cada uno con matices distintos e incluso incorporando hechos diferentes. ¿Dónde está lo cierto, lo fehaciente?
Paul Auster es un hábil contador de historias, alguien que se busca interlocutores a los que inventarles una existencia con hechos. Como se los toma en serio, de ellos puede aprender: son personajes que relatan sus propias vidas o las ajenas, que dan cuenta de sus experiencias. El autor los concibe, los elabora con remedos y remiendos del mundo real. Los imagina cuando escribe, cosa que le fuerza a ser coherente con sus rasgos, con sus características. Ahora bien, no son marionetas que el novelista maneje como en un guiñol: son tipos a los que eventualmente les pasan cosas que les alteran y Auster se muestra respetuoso con sus vidas. El autor se obliga a pensar las consecuencias de lo que les ha sucedido. Eso parece al menos. La impresión que el lector suele tener es la del enigma: en las historias de este novelista ignoramos cuál puede ser el curso venidero y probable de los acontecimientos. Uno tiene la sospecha, en efecto, de que ni siquiera el novelista sabe qué les ocurrirá a sus personajes cuando les pasa algo. O, por lo menos, narra las historias como si el propio escritor no tuviera claro lo que más tarde va a sucederles. Algo les ocurre, desde luego, y Auster ha de ser congruente para imaginar qué harán después, cuando un hecho nuevo o un giro inesperado modifiquen completamente lo predecible.

Para lograr ese efecto tan persuasivo en el lector –el efecto de que todo está pasando ahora--, el novelista ha de trazar personajes extraordinariamente parecidos a los humanos. Auster cuida al máximo los detalles. Los moldea con rasgos reales, con características de nuestra especie, evitando lo previsible, el arquetipo. Los sabemos seres ficticios, sí, pero sus inclinaciones o deseos son cifra, enigma, algo oscuro y variable. Por un lado, sus protagonistas se nos presentan como tipos perfectamente equiparables a nosotros: carentes, heridos, simpáticos, crueles, bondadosos, abnegados, soñadores. Son todo eso a la vez. Por otro lado, sus personajes se nos muestran como individuos poco fiables, como los seres humanos de carne y hueso. Poco fiables por inconstantes y por mentirosos. Antojadizos, inestables, hablan, hablamos sin parar: así damos sentido o cambiamos el significado de lo que nos pasa. Caprichosos, vacilantes, mienten, mentimos para completar lo que la vida no nos da; para protegernos, pero también para perseguirnos a nosotros mismos, para fantasear con ideales inalcanzables que nos mejoran o nos dañan.

Las obras de Paul Auster son una tupida red de historias que se suceden, que se complementan, que se solapan, que se contradicen, que se niegan. ¿Un juego con la verdad? No sólo es un juego: es la constatación de que lo verdadero es una penosa e incierta reconstrucción

El resultado de la existencia es un cruce de hechos verdaderos o inventados que nos contamos. En las novelas de Auster ocurre algo parecido: con este recurso, el autor da fuerza y verosimilitud a lo que escribe. Imita el mundo real no a golpes de naturalismo, como un dios omnisciente, sino como un investigador perseverante y limitado, alguien que recopila versiones siempre parciales, fragmentarias, dudosas. Con ello, las obras de dicho autor son una tupida red de historias que se suceden, que se complementan, que se solapan, que se contradicen, que se niegan. ¿Un juego con la verdad? No sólo es un juego: es la constatación de que lo verdadero es una penosa e incierta reconstrucción. Todo depende del número de sus relatores, de sus inclinaciones, de su rigor. Todo depende de los individuos y de sus respectivas vidas.

Los individuos no somos de una pieza, efectivamente. Vamos mudando con el paso de los años y aquel que éramos no es igual a quien luego somos. Quedan restos de ese personaje nimio o colosal que fuimos. Hay algo más: ese que fuimos pudo haber sido de otro modo, pudo haberse conducido de otra manera, pudo haber optado por otro curso de acción. No hay fatalidad que nos obligue a ser y a permanecer. Lo corriente, por el contrario, es que pequeños acontecimientos o grandes sucesos nos fuercen a cambiar o nos hagan sopesar otras metas. Somos frágiles y eso que nos proponemos se nos tuerce a poco que las circunstancias nos afecten. Es una trivialidad, pero no por ello es menos verdadera.

Nos hacemos una vida, nos forjamos metas y objetivos, nos adelantamos a los acontecimientos con el propósito de controlar. Pero las cosas mudan. De Paul Auster se toma ya un adjetivo que sirve para identificar cierto estilo de escritura o cierto tipo de evento casual: es lo austeriano. “No es que me obsesionen las historias raras, pero cuando pierdes los vínculos que te unen a los demás, te metes irremisiblemente en territorios desconocidos, incontrolables”, le dice a Gérard de Cortanze en Dossier Auster. “Ahí está el quid de la cuestión”, añade. “Mis personajes, seres en escisión, terminan a menudo encontrando a alguien que dará un vuelco a sus vidas”, un vuelco cuyas consecuencias aún ignoran –e ignoramos— mucho tiempo después.

Estamos en los años sesenta, en Estados Unidos. Para quienes son jóvenes es aquélla una época de cambios, de rebeldías, de independencias. Los muchachos quieren gobernar el curso de sus vidas

Invisible, de Paul Auster, comienza cuarenta y tantos años atrás. En poco menos de trescientas páginas, el autor narra y examina los avatares de varias décadas convulsas. No es un informe sociológico; tampoco una historia costumbrista o coral. Es un relato bien concreto: el de una anécdota o un suceso, el de un hecho que tiene efectos y trastornos. La vida no es necesariamente algo grande y de consecuencias indiscutibles. No es el paso egregio de un protagonista admirado. Tampoco es el desfile de un villano insigne. La existencia suele ser vulgar, una suma de acontecimientos menores, imprevistos, azarosos, que alteran o modifican todos nuestros planes. Nos hacemos proyectos, nos hacemos ilusiones, y luego un hecho doloroso aunque insignificante tuerce el curso de las cosas.

Estamos en los años sesenta, en Estados Unidos. Para quienes son jóvenes es aquélla una época de cambios, de rebeldías, de independencias. Los muchachos quieren gobernar el curso de sus vidas. Han tomado las riendas, como tantas veces se ha dicho en metáfora ecuestre. En el mejor de los casos, los padres son gentes que se han adaptado con impericia, con torpeza, a una sociedad que está cambiando, a un mundo casi desbocado. En efecto, los mayores trabajan duro, obedecen formalmente las reglas de una moral estricta y se acomodan como pueden a una sociedad opulenta y consumista: con la dificultad o el desconcierto de quienes han sido educados para la abnegación y el sacrificio. Los jóvenes norteamericanos disfrutan del rock, de la psicodelia, toman drogas o copas; practican el sexo, pregonan el amor libre, sin ataduras, sin compromisos; y, en fin, se levantan contra una guerra que su país está librando en otro Continente.

Adam Walker, uno de esos muchachos que cuenta veinte años, vivirá una historia singular, una historia de adulterio, de incesto… Todo arranca en 1967. En dicha fecha, es estudiante de letras, cursa el segundo año en la Universidad de Columbia y asiste en Nueva York a una fiesta multitudinaria, ruidosa, con mucho humo y con muchos estimulantes. Allí conoce a dos extranjeros que son pareja, Rudolf Born y Margot Jouffroy. Parecen extraños, cultos: fascinantes para un joven de veinte años. Son europeos, de origen francés o francófono. Él debe de tener treinta y cinco años y ejerce de profesor visitante. Imparte lecciones de Relaciones Internacionales, también en Columbia; ella debe de estar en torno a los treinta. De entrada, es una mujer sensual, silenciosa, enigmática. Todo lo que sabemos de ambos se lo debemos a Walker. Es él quien escribe, quien lo cuenta para nosotros. Así empieza Invisible, de Paul Auster, una novela que se desarrolla a lo largo de cuatro décadas.

La memoria no guarda, necesariamente, lo relevante, sino una suma caótica de recuerdos, algunos referidos a actos importantes y otros a hechos menores de nuestra vida. Es un mecanismo curioso: lo necesitamos para aferrarnos a nuestra identidad, a lo que permanece, pero funciona siempre y en todos de manera defectuosa

Walker no recuerda en absoluto por qué se encontraba allí, en aquella fiesta neoyorkina de 1967. Supone que alguien debió de invitarle a aquella velada en la que un gentío se había reunido. Pero hace mucho tiempo de eso, dice, y por tanto lo ha olvidado. Ni siquiera recuerda en qué lugar se celebró dicha reunión: quizá “en el norte o en el centro de la ciudad, en un apartamento o en un loft”. Los asistentes fuman, consumen tabaco abundantemente. “No recuerdo si estábamos bebiendo, pero si la fiesta era como todas a las que iba desde que había puesto los pies en Nueva York, debía de haber garrafas de vino tinto barato y abundante provisión de vasos de papel”, precisa el estudiante. Probablemente se emborrachó, aunque tampoco podría asegurarlo. El alcohol desdibuja o diluye lo que hacemos: caen nuestras defensas, las del estado de vigilia. “Ojalá pudiera desenterrar de la memoria más cosas”, se lamenta. “Pero 1967 está muy lejos” y de esa circunstancia sólo “algunos momentos vívidos destacan entre la neblina”. Por eso, “por mucho que me esfuerce en recordar”, añade, “sólo hallo espacios en blanco”. En blanco. “Todo eso se ha perdido, borrado por el paso de cuarenta años”, insiste. Le creemos. Hemos de creer lo que nos dice. ¿Por qué no? Si ha transcurrido exactamente el tiempo que señala, entonces estamos en 2007 y es normal que aquello que sucedió se haya difuminado. Un lapso tan grande desdibuja los eventos, demasiados días y demasiadas noches, muchas circunstancias diferentes que se solapan o se confunden.

La memoria no guarda, necesariamente, lo relevante, sino una suma caótica de recuerdos, algunos referidos a actos importantes y otros a hechos menores de nuestra vida. Es un mecanismo curioso: lo necesitamos para aferrarnos a nuestra identidad, a lo que permanece, pero funciona siempre y en todos de manera defectuosa. Es más: retenemos parte de lo que sucedió bajo la forma de reminiscencias, pero eso que ocurrió no tiene por qué ser cierto. En efecto, sin mentirnos deliberadamente a nosotros mismos, nuestra memoria puede crear unos acontecimientos que no hemos vivido o, al menos, que hemos vivido con un sentido distinto al que tienen cuando después son evocados. Imaginemos, además, que los hechos recordados fueran hechos graves, convulsos, tristes, dañinos: un trastorno serio en la existencia de cualquiera de nosotros. No sería raro que la memoria los evacuara, que los hiciera desaparecer. El olvido de lo doloroso ayuda a vivir, a superar el recuerdo vívido de lo insoportable. Pero el olvido de lo que nos atormenta también puede ser una esclavitud, una dependencia insuperable, inmadura.

Cambiemos de registro. Supongamos que no, que los recuerdos están ahí, que los hechos se retienen por la persona que los vivió. Pero supongamos igualmente que esos sucesos graves no sólo los vivió un único individuo, sino varios. Entonces también son distintos los tipos que podrían relatar contradictoriamente esos hechos. Si las rememoraciones de una sola persona pueden ser poco fiables y poco congruentes –por los datos o por el significado posterior--, imaginemos la escasa fidelidad o la mucha discordancia cuando son varios los que cuentan. Contar es precisar unos hechos, trabar relación entre ellos, poner en orden y sucesión, y sobre todo es dar con el sentido correcto: interpretar unos actos humanos.

Decía Max Weber que la acción no es la mera reacción instintiva que realiza el individuo ante estímulos estrictamente físicos o externos. El acto humano es acción con deliberación: creemos algo y en virtud de ello ejecutamos una acción, dándole un sentido. Nos justificamos o, en otros términos, racionalizamos ese hecho. Pero la acción no se emprende a solas: siempre hay alguien ahí, ahí fuera –o ahí dentro-- que nos observa, que nos juzga, que atribuye algún significado a lo que ve que hacemos. La vida es un teatro en el que todos somos actores y espectadores, ejecutantes, figurantes, directores, extras y público. La metáfora dramatúrgica ha servido para múltiples menesteres, pero sobre todo se ha empleado para subrayar las contradicciones de papeles, los roles distintos que desempeñamos: varían los marcos y los observadores o testigos. Nosotros mismos somos los principales observadores y testigos de nuestros actos. ¿Somos creíbles?

Algunos críticos tienen escasa consideración con el lector: queriendo atraerlo acaban contándole lo que no deben y en algunos casos con revelaciones que son erróneas, muy sesgadas o muy simples

Al recordar lo sucedido en 1967, Adam Walker exagera cuando dice eso de que “todo se ha perdido, borrado”. No. Cuando cuenta esto, recuerda bien ciertas cosas, incluso muchas cosas. ¿La principal? El encuentro que tuvo lugar en aquella fiesta: el conocimiento de Rudolf Born y Margott Jouffroy. La novela que ahora leemos tiene como principal fuente de información la versión de los hechos que Walker nos proporciona. Pero no es él quien edita este libro. En realidad es un tercero, un viejo amigo de Walker llamado James Freeman. Freeman es un escritor de fama mundial. Hacia 2007, Walker se pone en contacto con él para hacerle llegar el original de su vida, las memorias que arrancan de 1967 y que tienen a Rudolf y a Margot como principales referencias. Para bien y para mal. En la vida de los tres hay un hecho que todo lo trastoca, una circunstancia que altera de manera profunda las relaciones que habían empezado tan prometedoramente. Walker remite sus escritos a Freeman y éste, el gran prosista, editará una obra con esas memorias escritas.

No es una novela, pues, sino un volumen autobiográfico y biográfico. Por un lado, Walker emplea registros distintos: en algún caso, su sintaxis es prolija y detallista; en otros, es escueta, incluso terminal. Según su circunstancia y según el reparo que le provoquen sus revelaciones, Walker utilizará diferentes voces narrativas: la primera, la segunda y la tercera persona. Por otro lado, Freeman completará esa versión de los hechos con el testimonio de Gwyn, hermana de Walker, y de Cécil Juin, una joven que conoció a Rudolf Born en sus años parisinos. El escritor no recopila sin más documentos: en realidad, los edita. Nos dice qué hace y cómo vive la recepción de esos documentos autobiográficos. Corrige, transcribe, mejora lo que es incompleto, aportando incluso un diario de Cécil Juin.

Y el lector, ¿qué debe pensar de todo ello? Se han publicado reseñas que desvelan lo que sucede, una parte esencial de sus contenidos. En El País, por ejemplo, pude leer una concebida así. O, mejor dicho, suspendí la lectura cuando llevaba la mitad de esa reseña. En efecto, no quise, no quise que el autor me aclarara lo que merecía ser averiguado, lo que yo quería indagar y descubrir por mi cuenta. Algunos críticos tienen escasa consideración con el lector: queriendo atraerlo acaban contándole lo que no deben y en algunos casos con revelaciones que son erróneas, muy sesgadas o muy simples. Una descortesía. ¿Qué les propongo yo? Por supuesto no voy a contar hechos decisivos. Vale la pena leer Invisible hasta el final, sin ayudas que destapen los secretos o los acontecimientos que merecen reserva. Perdonen esta revelación personal, esta irrupción del yo, a la que añado una confesión más. En Ojos de Papel he publicado varias reseñas dedicadas a libros de Paul Auster: concretamente a Brooklyn Follies, a Viajes por el scriptorium y a Un hombre en la oscuridad.

Les diré algo muy cierto y probablemente paradójico: no he querido leer y no he leído ahora lo que escribí tiempo atrás. Simplemente para no dejarme influir de manera tan directa por experiencias previas. Deseaba adentrarme en una novela en la que los hechos, algunos graves, suceden porque básicamente los cuenta Adam Walker gracias a la edición de James Freeman. Quería dejarme llevar por el relato, por la versión de Walker. Al acabar el libro uno sabe cosas que ignoraba, ha conocido a individuos, a personajes, sobre los que no tenía ningún dato; ha compartido experiencias en tiempos y lugares en los que no ha estado. Ensanchamos, pues, nuestra alicorta existencia.

Mientras escribía esta reseña he podido leer Por qué se escribe, un breve ensayo de María Zambrano que alguien me había hecho llegar. Una oportuna cortesía. “Lo que se publica es para algo, para que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro modo después de haberlo sabido”, dice la escritora. Precisamente, cuando acabamos el libro editado por James Freeman, sabemos algo, algo que tiene que ver con Rudolf Born. Quizá algunos de nosotros podamos vivir de otro modo después de haberlo sabido. Pero hay un problema existencial: Rudolf es propiamente invisible, pues lo que hemos leído no es lo que Rudolf dijo, sino lo que Walker escribió de él y lo que Freeman compuso o logró completar. “Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera”, señala María Zambrano. “Vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él”, añade. Rudolf Born fue vencido por el momento, ya que no dejó versión de los hechos y, por tanto, es la escritura de Walker la que ordena e interpreta los acontecimientos. “Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias, sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja”, apostilla María Zambrano. Salimos de este libro sabiendo muchas cosas y pero salimos también sin saber lo que no sabemos.

Así es la vida.