Justo Serna: <i>La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos</i> (Fundación José Manuel Lara, 2012)

Justo Serna: La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos (Fundación José Manuel Lara, 2012)

    TÍTULO
La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos

    AUTOR
Justo Serna

    EDITORIAL
Fundación José Manuel Lara y Obra Social de IberCaja

    PREMIOS
Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos

    OTROS DATOS
ISBN: 978-84-96824-90-4 Sevilla, 2012. 272 páginas. 20 €




Tribuna/Tribuna libre
La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos
Por Justo Serna, lunes, 9 de julio de 2012
La imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos contemporáneos es un ensayo de historia cultural. No trata del pasado, sino de la ficción. Trata de la novela y de ciertos novelistas. En concreto reconstruye sus obras y sus correspondencias, las invenciones y las experiencias históricas en que se basan. De todas las posibles, Justo Serna ha escogido las de Eduardo Mendoza, Luis Landero, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas. Todos ellos se dan a conocer tras la muerte de Franco y al hacerlo incorporan y rehacen las tradiciones literarias que la Guerra Civil y la Dictadura quebraron o abolieron. ¿De qué modo aprendieron a ser locales y universales, leales a tradiciones previas y a la vez innovadores? El análisis permitirá averiguar qué fue para ellos el pasado, esa contienda del 36 que no vivieron. O qué fue el régimen franquista, que todos padecieron. O qué fue la Transición, que a punto estuvo de atascarse trágicamente. Las novelas expresan miedos, esperanzas y tanteos, repiten esquemas y ensayan nuevos caminos. Los autores son hijos de su tiempo y a la vez se aúpan, se elevan por encima de la corriente. Son individuos más o menos desconcertados, contemporáneos de una época que carga con un pasado del que se distancian.

Imaginemos un cataclismo que hiciera desaparecer la mayor parte de la cultura escrita, que destruyera los logros más admirables y las tradiciones más arraigadas, por ejemplo, de nuestro país. Imaginemos que de nuestra sociedad, que de la España de hoy, sólo quedaran ciertos documentos materiales, un puñado de novelas a partir de las cuales reconstruir esa cultura. ¿Cuáles? De entrada, eso no importa mucho. Desde cualquier ángulo se puede observar el todo. Pero hay que elegir: el investigador puede hacerlo por cantidad, por afinidad o por aborrecimiento, decía Max Weber. Lo importante es que esa elección le lleve a conocer más. Pongamos que esas novelas fueran algunas de las obras recientes de Eduardo Mendoza, Luis Landero, Arturo Pérez-Reverte, Antonio Muñoz Molina y Javier Cercas. Hombres blancos, occidentales, ya maduros. ¿Por qué estos autores españoles? ¿Acaso porque forman parte del canon literario de nuestro país? Podría ser una buena razón, aunque no la única. En todo caso, a esta lista podría oponerse otra con la que emprender un análisis semejante. Pero acabo de decir otra cosa: sus obras, aquellas de las que nos vamos a servir, no son con las que empezaron o con las que alcanzaron la celebridad, sino las que han venido después, las que han publicado en los últimos años, cuando ya sobrepasaban o frisaban la cincuentena. ¿Hay alguna razón que me justifique?

 

A esa edad, en torno a los cincuenta, un escritor suele estar formado y confirmado. Por tanto, sus rasgos están bien definidos. En el caso de estos novelistas, el reconocimiento de que son objeto les hace ser copartícipes de cierto parentesco. Sus libros expresan rasgos destacables de la cultura de nuestros días, de hombres que están cambiando, de varones que experimentan la gran transformación moral del siglo. Ahora bien, cada uno de ellos emplea sus recursos de modo muy distinto. Pensemos en el azar y en la cronología: aceptemos que son esas obras las que están a nuestra disposición –publicadas entre 2007 y 2010-- y no las de otros autores. Son novelistas nacidos en 1943, 1948, 1951, 1956 y 1960. No forman parte de una misma generación. Sus vivencias formativas son diferentes, pero todos ellos tienen algo en común y constitutivo: se dan a conocer tras la muerte del general Franco y al hacerlo incorporan y rehacen las tradiciones literarias que la Guerra Civil y la dictadura quebraron o abolieron. Pero hay más: estos novelistas escriben sus obras con nutrientes externos, con aportaciones foráneas, con injertos: modelos ajenos que aprendieron cuando eran jóvenes, en los setenta o ya en los ochenta. Su distinta maduración y su diferente incorporación a la novelística hacen de ellos casos a estudiar por separado. Tal vez nos muestren de qué modo aprendieron a ser locales y universales, leales a tradiciones previas y a la vez innovadores. Pero su análisis nos permitirá averiguar qué fue para ellos el pasado, esa contienda del 36 que no vivieron. O qué fue el Régimen franquista, que todos padecieron. O qué fue la Transición democrática, que a punto estuvo de atascarse trágicamente. La novela expresa miedos, esperanzas y tanteos, repite esquemas y ensaya nuevos caminos. Pero sobre todo en la novela se prueban los autores, hijos de su tiempo: estos varones más o menos desconcertados, contemporáneos de una época que carga con el desastroso pasado español.

 

Leamos lo que escribía el novelista Juan Benet años atrás. En un ensayo histórico muy influyente, ¿Qué fue la Guerra Civil? (1976), un ensayo que marcará a los literatos españoles y a numerosos historiadores, Benet indicaba algo que parece obvio. Trataba el desarrollo de la contienda, algo puramente descriptivo. Bien pensado, no lo es. El fondo de lo abordado era muy distinto: la herida, justamente la incisión siempre imaginada por tantos novelistas que no vivieron el conflicto bélico y que él si vivió con amargura. Dice: “La Guerra Civil de 1936 a 1939 fue, sin duda, el acontecimiento histórico más importante de la España contemporánea y quién sabe si el más decisivo de su historia. Nada ha conformado de tal manera la vida de los españoles del siglo XX y todavía está lejos el día en que los hombres de esta tierra se puedan sentir libres del peso y la sombra que arroja todavía aquel funesto conflicto (…). Es evidente que España es un país distinto de aquel de 1939 y tal vez su transformación haya sido más intensa y radical que la de cualquier nación europea en el mismo lapso de tiempo. Pero en ciertos aspectos y caracteres que determinan las condiciones necesarias para que sea respirable un clima ciudadano, sigue siendo el mismo pueblo de siempre: las mismas actitudes intransigentes que afloran aquí y allá, el mismo menosprecio a las ideas del adversario, la misma sobredosis de sentimientos con recargar opiniones que no nacen de juicios claros, la eterna prioridad de los intereses privados sobre los públicos y, como colofón, esas constantes con el miedo y la agresividad caracterizan la conducta de los seres débiles”.

 

Las obras recientes de Mendoza, de Landero, de Pérez-Reverte, de Muñoz Molina o de Cercas, esas que vamos a examinar, tratan del belicismo español, de la violencia contemporánea. Y tratan de la fuerza bruta masculina. Tratan del conflicto que no acaba en esta o en aquella guerra, en este o en aquel roce. Y tratan de la larga posguerra y de las miserias que llegan hasta ahora mismo. España no se acaba en la contienda del 36, por supuesto, pero aún llevamos décadas y décadas de asimilación. Cuando ya estamos en otro siglo y en otra circunstancia, el pasado no nos lo hemos sacudido. No nos lo sacudiremos. Y, sobre la base de esos condicionantes, los novelistas imaginan un presente continuo que es incertidumbre. ¿Qué hacen los hombres, en el fondo tan insignificantes? Las nuevas novelas de autores confirmados, de varones maduros, expresan sobre todo angustia y una leve esperanza: sus obras son fieles medidores de un estado de ánimo. Hablan de cosas que acaban de acaecer o de cosas que son remotas, pero hablan especialmente del tanteo y de la chiripa histórica, esa expectativa con anhelos cada vez más debilitados. De todo ello son muy conscientes los novelistas, y los narradores que adoptan se expresan con desconcierto. Muy bien podríamos tomar esas obras como exámenes masculinos. Pero también podríamos tomarlas como reconstrucciones históricas potenciales. ¿Qué papeles desempeñan los hombres, estos hombres imaginados, en un mundo de cimientos inestables? ¿Qué aportan estas obras a sus lectores? Si estos novelistas tienen seguidores (y los tienen en gran número) en parte se debe a que han sabido expresar lo que sus destinatarios precisan y con los medios que hacen atractiva esa presentación: justamente en el momento en que esto se hacía más perentorio. ¿En qué corrientes y creaciones se nutrieron para imaginar lo que era y es nuevo e inventado? ¿En qué circunstancia inventan ahora? Tomaremos algunas de esas novelas recientes como indicios actuales, como pruebas con las que reconstruir sus concepciones, su realidad y su imaginación sobre el pasado y sobre el presente continuo en el que viven.

 

En estas páginas hay, sí, un ejercicio de imaginación histórica: la que dichos novelistas ejercitan cuando escriben sus obras y hay también un ejercicio de imaginación cuando el historiador las lee así. Supongamos que alguien, un lector con referencias pero a la vez ignorante de muchos datos personales, contextuales, históricos debiera reconstruir esa sociedad a partir de dichos restos. Estoy hablando de un historiador cultural que se aplica, que se pone manos a la obra, a las obras, para desentrañarlas. En las novelas hay informaciones y hay fabulación, hay datos y hay invención. Pero sobre todo hay enunciados que provocan consecuencias en los lectores. La reconstrucción de lo dicho, de su sentido y de su contexto permitirá al lector componer un cuadro aproximado de nuestro tiempo, de la España del presente: una sociedad que los novelistas, estos novelistas varones, recrean con recursos muy variados.

 

El historiador cultural estudia así las cosas. Analiza objetos materiales que quedan como vestigio, averiguando su función, su significado: en la época de los objetos o, tiempo después, cuando el historiador accede a ese resto documental. La cultura es un marco de referencias y de evidencias, de prescripciones y de prohibiciones a partir de las cuales obran los seres humanos. Pensamos cosas, inventamos cosas, hacemos cosas, etcétera: todas esas actividades se ejecutan a partir de ciertos códigos con los que nos reconocemos y que son el dominio cultural que define el ámbito de lo posible y de lo probable de cada uno de nosotros. ¿Cómo se pueden estudiar esas concepciones y esas acciones? A partir de huellas materiales en cuyo soporte hallamos un pensamiento expresado, una fantasía plasmada o el vestigio de un acto emprendido. ¿Cuál es el contexto en el que hay que insertar esos objetos que son huella de elaboraciones humanas? ¿Qué conexión tienen entre sí los distintos productos de una época determinada?

 

Eduardo Mendoza. La ironía de la tradición

 

Cataluña tiene fama de ser un país serio, un país en el que sus gentes suelen adoptar poses circunspectas, graves, las propias de personas atrafegades, apremiadas por obligaciones impostergables y por el trabajo. Es un tópico sempiterno que a los propios nativos les gusta cultivar. Tal vez porque tradicionalmente les ha dado un aire de modernidad en la España de la siesta y la indolencia, de los toros y el primitivismo, una imagen también estereotipada. Dice Javier Marías que cuando Eduardo Mendoza y él mismo fueron invitados a Apostrophes, el programa televisivo que dirigía Bernard Pivot, tuvieron la ocurrencia de acudir al plató con aspecto de españoles decimonónicos: con patillas de hacha y con una faca, arma dispuesta para ser ensartada en la mesa del estudio. ¿Con qué fin? El propósito era el de reforzar la España del tópico, confundir a nuestros vecinos con imágenes redundantes y previsibles sobre nuestra violencia salvaje. Hablamos de 1992, fecha de emisión del programa televisivo. Finalmente se comportaron: evitaron la sobreactuación histriónica presentándose como un catalán y un madrileño sensatos y modernos.

 

¿Podemos tomar a Eduardo Mendoza como guía o introductor de la Cataluña real en la España presente? Su literatura es exagerada y caricaturesca, con resabios expresamente anacrónicos: es un riesgo, pues, servirnos de una escritura extremada y deliberadamente arcaizante para hacernos una idea cabal de la sociedad de hoy. Sin embargo, en ocasiones, los disparates literarios más elaborados podemos verlos como documentos muy fieles del mundo material. En el Diccionario de autoridades de 1732, sin ir más lejos, la voz documento se definía del siguiente modo: “doctrina o enseñanza con que se procura instruir a alguno en cualquiera materia, y principalmente se toma por el aviso u consejo que se le da, para que no incurra en algún yerro o defecto”. La literatura de Eduardo Mendoza podría tomarse, sí, como doctrina y enseñanza con que el autor procura instruirnos para que no incurramos en algunos yerros o defectos. Eduardo Mendoza es un letraherido. Tanto en el sentido del que tiene mucha afición a la literatura, como en el de quien usa la escritura para dolerse. Pero Mendoza se duele satirizando.         

 

[…]

 

Por supuesto, las novelas de Mendoza no aspiran a ser un calco o reflejo de la Cataluña histórica: se escriben con el propósito evidente de escarnecer unos vicios en un contexto concreto que es, básicamente, la Barcelona natal del autor. Es decir, son documentos en el sentido moral del término. Hay admoniciones y severas reprensiones: muy serias y a la vez muy burlescas. Sobre esa meta, estas ficciones exageran el lado cínico y aprovechado de los poderosos y el lado pendenciero y menesteroso de las clases populares. Como en los folletines de antaño, en las radioteatros de posguerra o en las comedias de enredo. Pero sobre todo sus novelas suelen mostrar de manera satírica el lado gamberro y descacharrante que hay y aflora en aquel país, en esa Cataluña circunspecta. A pesar del porte reservado de sus habitantes, que les sirve de máscara o de defensa, los catalanes serían gente cómica o involuntariamente cómica, incluso desquiciada: eso parece inferirse de sus ficciones. En sus páginas siempre hay locos o excéntricos que con torpeza, ingenio e impudor malviven o sobreviven en una tierra aparentemente discreta, grave y severísima. Esos individuos son tipos que no han sabido gobernarse, que están fuera de lugar, gentes con existencias desastrosas y risibles: incapaces de acomodarse a la norma común, a ese estadio general de una civilización hipócrita.

 

Antonio Muñoz Molina. El tiempo en sus manos

 

En las novelas de Muñoz Molina, la voz del narrador es esencial: como en todo relato, se me replicará. Sí, es cierto, pero en este autor hay una particularidad. El narrador es observador a veces participante, a veces ajeno a la historia que está contando. Por un lado, ese yo que se expresa capta con precisión y sutileza la emoción de las cosas, los sentimientos asociados a los hechos y a los objetos. Es capaz, es perspicaz. Suele acertar de pleno. Por otro, ese narrador no distingue bien lo que rodea, lo que vive o lo que aprecia en los otros. No suele contar en tiempo real, cuando ocurren los acontecimientos, sino años después. ¿Qué es lo que sucede? Que si se equivocó entonces, se vuelve a equivocar ahora; que si fantaseó, que si cayó en la irrealidad absoluta, recae nuevamente. En ciertos narradores-personajes, la quimera o el error no los corrige la edad. Eso con lo que fabularon es prácticamente lo que les queda después de una vida de derrota o de retirada. Se aferran a la ilusión y viven los hechos sin hacer un duelo correcto. Los viven obnubilados, con una suerte de melancolía llevadera.

 

[…]

 

La mirada de Muñoz Molina es la del aturdido observador que va a la caza de lo grande y lo minúsculo para hallar su sentido y, sobre todo, para integrarlo en una narración propia: en un pequeño relato que luego publica bajo la forma de colaboración periodística o en una gran novela que más tarde colma las expectativas de sus lectores. Si va a la caza de lo inesperado que debe ser integrado y parcialmente explicado, la materia de que se sirve es azarosa, como azaroso es también el resultado de la obra: el curso y la consumación de esa obra. La experiencia no garantiza el buen producto. La facilidad o el mucho hábito pueden arruinar una ficción, justamente por la creencia –tan difundida– de que lo ya sabido sirve para lo que está por venir. En ocasiones, un pequeño detalle sólo provoca una narración mucho tiempo después. Habrá que esperar, pues. Pongamos un ejemplo. En julio de 1969 llegaron los primeros hombres a la Luna. El muchacho llamado Antonio Muñoz Molina tenía trece años en esa fecha. Como otros contemporáneos suyos, muchos niños quedan absolutamente hechizados por ese prodigio de la aeronáutica. Dicho acontecimiento permanecerá durante años y años y ya para siempre cmo un suceso de significado incierto que perturbó, alimentando la imaginación. Transcurridas dos décadas, el articulista Muñoz Molina vuelve sobre ese acontecimiento en una pieza triste, emocionante y evocadora. La titulará “Un verano en la Luna” (1990), luego incorporada en su libro periodístico Las apariencias (1995). Pasados muchos años, el novelista reelaborará ese texto hasta hacer una novela de formación, El viento de la Luna.

 

La capacidad de invención depende de la capacidad de observación, de las mezclas de lo material y lo inmaterial, de lo ocurrido y lo leído. Uno aprecia un minúsculo dato de lo real y lo toma como el detalle de un todo, pero no siempre ese entero es conocido, con lo que el detalle acaba siendo el fragmento de una totalidad que sólo podrá reconstruirse trabajosamente. Muñoz Molina se vale de numerosos fragmentos del pasado y del presente, recogidos con avidez, con la paciente escucha de quien atiende a los mayores. Luego ese material es expresado, descrito, mostrado y narrado en sus relatos o en sus novelas, añadiéndoles el valor y la emoción que los objetos provocan en sus personajes y en sus narradores. Muñoz Molina se desdobla en esos caracteres y, por tanto, en sus volúmenes recupera vivencias propias y ajenas que ordenan o desordenan el pasado y el presente. Dichas obras le sirven para cotejarse, para pensarse en situaciones distintas de las efectivamente sucedidas. ¿Cómo habría reaccionado yo si en vez de irme a la capital me hubiera quedado en la provincia? ¿Cómo sería yo ahora mismo si hubiera regresado pronto y derrotado? Eso lo aplica en sucesivas ficciones con ingredientes varios y es una manera de hacer autoanálisis. Pero atención: no es mero autoanálisis. Hay que saber contar, saber mezclar materiales y recursos, y hay que saber persuadir al lector para que se quede, para que se interese por una historia que en principio no le concierne.




Nota de la Redacción: agradecemos a la Fundación José Manuel Lara su generosidad por permitir la publicación de este extracto del libro del profesor Justo SernaLa imaginación histórica. Ensayo sobre novelistas españoles contemporáneos (Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos) en Ojos de Papel.