Don DeLillo: <i>Cosmópolis</i> (Booket, 2009)

Don DeLillo: Cosmópolis (Booket, 2009)

    TÍTULO
Cosmópolis

    AUTOR
Don DeLillo

    EDITORIAL
Booket

    TRADUCCCION
Miguel Martínez-Lage

    OTROS DATOS
Barcelona, 2009. 240 páginas. 6,95 €



Don DeLillo

Don DeLillo

Carlos Abascal Peiró es especialista en cine y televisión (dirección Twitter: @cabpeiro)

Carlos Abascal Peiró es especialista en cine y televisión (dirección Twitter: @cabpeiro)


Reseñas de libros/Ficción
Días de furia: Cosmópolis, de Don DeLillo
Por Carlos Abascal Peiró, viernes, 4 de mayo de 2012
Cosmópolis (Booket, 2009), que no dibuja nada nuevo para el repertorio DeLillo, revisa la psicología del (mustio) prohombre del sistema y dialoga con referentes, antecesores. Pero, sobre todo, sirve un pesaroso retrato del estado del Ser. Y de las cosas.

El miedo a las cosas y a nosotros es -sospecho- el motivo más jugoso que debe armar DeLillo, Don DeLillo, cuando trata de carearse con un procesador de textos. Como nosotros (para leerle, claro). Y todo esto, que ya invita a reflexionar con la bronceada dramaturgia de un Rodin, asumiendo que el motivo de lo que sigue, Cosmópolis (2003), no es -ni de largo- una novela de novelas, y tampoco apunta a suplente en la intrincada obra del padre de Ruido de fondo (1985); o, al loro, ‘must’ ineludible para entender lo literario al margen de Oprah Winfrey. Bien, ya, pero el caso es que ahora, en plena gira de un capitalismo del desastre que -entre nosotros- cada vez se parece más al desastre del capitalismo, Cosmópolis aporta otra reformulación para ese sangrante pretoriano del sistema. Que conocemos de sobra. Que -en fin- tanto nos gusta. El casi yuppie, el ejecutivo estrella, tan sólido en su envoltura como hueco (estomacalmente hablando), fumigado, vaciado desde dentro. Lo dicho, de nuevo: la estatua de Rodin.

Los conflictos de la clase ‘supra’ interesan. Y mucho. Recientemente, breviario: de la explosiva erupción del ampuloso suplemento de prensa -moda, viajes, linajes- al manual iconográfico que con tanto acierto rescatan Mad Men, Pan Am o Downton Abbey. No importa que el zeitgeist luzca tocado, cerrado por derribo, sino al contario, importa integrar un esplendor dolorosamente extraño -por ajeno- a modo de bálsamo (según una nostalgia protésica tan en boga: sentir añoranza por lo que nunca experimentamos). En resumen, somatizar carencias y deseos y (si nos dejan, que lo harán) consumir una versión debidamente devaluada de estos. Aunque aquí, es verdad, arranca una historia distinta. Parafernalia del poder. La hechicería del capital y sus héroes y toda esa papilla doctrinal que nos enseñaron a detestar para acabar cayendo en la cuenta de lo bien que nos describía. A nosotros. Que éramos, pensábamos, los otros. Algo de eso dice Thomas Frank: La conquista de lo cool (Alpha Decay, 2011).Y perdón por el desvío.

Solos en la ciudad

Así que, en estas, DeLillo introduce al tal Eric Packer. O uno: un trasunto lírico del Patrick Bateman que se inventaron Ellis y Harrony los salivazos de una muy fosilizada crítica oficial. O dos: un eco más o menos transparente del típico guiñol con epígrafe particular en “Vanity Fair”; sirve el minusvalorado Sherman McCoy de La hoguera de las vanidades (Tom Wolfe, 1987). O tres: un despiadado cruce del bien abastecido prohombre renacentista y ese chico tan avispado de la oficina de moda (cualquiera, no lo sé: Standard and Poor’s). O cuatro: un muestrario del párrafo anterior embutido en un metro y noventa centímetros de altura. O -leemos- un tiburón de Wall Street y/o Madison Avenue enclaustrado en una limusina de aspecto extraterrestre que cruza la ciudad para cortarse el pelo. Hasta ahí, premisa. Packer, que sueña en yenes, se laxa con poesía y computa amantes (además de esposa), avanza hacia una catarsis tan predecible como lo fueron las de sus antepasados literarios. Así que DeLillo, tal y como procede, cronometra el descenso con la pericia habitual pero, qué decepción, no hay más. Ya está. Porque Cosmópolis se agota en cuanto rebasa las costuras del modelo que viste Packer, la acorazada carrocería de su sedán. La parte contratante de la primera parte, es decir, la segunda, resulta ser ese otro DeLillo (menos bueno) que poetiza en torno al asfalto y sus hábitats, los tiempos y contratiempos de la vida programada. Y sus miserias. Pero Don, amigo, ya nos lo habían contado, de memoria. Y en aquellas, por lo menos, lo pasábamos mejor.

Qué nos pasó

Aún así el hechizante retrato del patricio nos sirve. No ya por la innegable calidad literaria, sino porque, seguramente, su silueta funcione hoy como un código fundamental para descifrar una cultura socioempresarial que -asentimos al unísono- diseñó y cimentó los resortes del cataclismo. De ahí los motivos para leer Cosmópolis. Los ‘supra’ y su terapia particular dibujan las sesiones de los ‘business’. El desapego emocional. La identidad anulada. Lo cool y sus ausencias. En la ciudad, por supuesto. Una ciudad que no es ciudad y sí averno, que respira bajo el temor a una violencia imprevista, tan insólita que aún está por relatar. Vuelos interestatales. El cielo no se apaga. El hombre del salto. World Trade Center: también. Leitmotiv analgésico, la última gran tragedia americana palpita tras la fábula urbana de esta cara B -más C que B- de Don DeLillo. Y Cronenberg (David) que tiene a punto su versión en imágenes, de estreno navideño quizás. Y nosotros que, si nada cambia, lo contaremos aquí.

“El problema de la vida es que siempre es contemporánea”, teclea DeLillo. Vale, nos quedamos con eso.