EL GUARDIA COLONIAL Y EL MENSAJE DEL GOBERNADOR
Pudo haber sido de Ayangtang o de algún otro lugar del Río Muni. Pero
procedía de Kham, distrito de Mikomeseng. Tenía un sueño desde que vio al
subgobernador colonial con hombres con el salacot blanco, el máuser al hombro,
el cuchillo enfundado en la cintura, justo al lado de la porra: ser un guardia
colonial. Postrado de rodillas ante su viejo Tiopadre, que se codeaba con los
blancos, suplicó que les hablara de él, que se extendiera en elogios acerca de
la fuerza muscular, la brutalidad innata, la poca inteligencia de su sobrino
Baudilio Sabiniano, que soñaba con salacot y máuser. Tiopadre Mikó sopló al oído
del sargento blanco, y este, a su vez, al jefe militar. De solicitante a
influyente, una gallina regalada por acá, allá un venado, Baudilio Sabiniano
obtuvo el rango de guardia colonial.
No fue tan expeditivo como se dice
en las historietas locales: cubrirse con el quepis, bermuda, camisa de manga
larga, ni acariciar el gatillo. La superación de pruebas, entre las que el
manejo del maltrato, el uso del mosquetón, aporrear a los escandalosos, entraba
en la agenda, así como las actividades bélicas tendientes a controlar a los
indígenas civiles. “¡Esos desobedientes!”, gritaba su monitor cada vez que
resonaba la palabra civiles, él les decía en francés, putain de civil. Acabó
haciéndose apodar sergent putain de civil. La asimilación, de espantada, de
rudimentos de la lengua de Cervantes, pasó a través de Baudilio Sabiniano como
palo seco que se lleva el arroyo. Baudilio Sabiniano consiguió a duras penas
chapurrear vocales, consonantes, sílabas y artículos mal indefinidos, en un
desorden mascullado “¡a la orden mi cabo!”, “¡sin novedad!”. Eso le bastaba, lo
único que quería era ser guardia colonial.
“Si llegaras a militar –le
susurró Tiopadre Mikó–, no traiciones a los tuyos ni deseches apoyarnos, que la
imparcialidad en el deber no te ciegue de la parcialidad del corazón.” Baudilio
Sabiniano le tranquilizó con un ligero movimiento de cabeza. Al rancho familiar
de despedida, la mesa no se hizo de rogar, llegó puntual, repleta de forma
glotona. Los cabezas de estirpe hablaron con la boca llena, dieron sus
bendiciones a la par que las fiesteras lanzaban al aire su grito de júbilo. El
brujo del distrito de Mikomeseng, matador de hombres, mujeres, niños y ancianos,
para con su carne deleitarse en manjares místicos que consumía en aquelarres
también extáticos, dio motivos de amplio debate. Hicieron hincapié en su
propensión al estofado de hígado con estrofanto, ovarios a la plancha con
amanita odorata, taquitos de corazón rebozados con salpicón de chalota… El
ejército colonial recibió instrucciones precisas del Subgobernador de la
provincia: acordonar la zona de Kham, como los pueblos circundantes, darle caza
a ese nombre cuya presencia provocaba menstruaciones y desvanecimientos de larga
duración. El ágape de despedida continuó pasadas las horas de la fatiga del Sol.
Se despidieron primeramente los residentes en caseríos y poblados lejanos de
Kham. Los lugareños, plantados ahí hasta más allá del ombligo de la noche,
seguían sorbiendo zumo de caña de azúcar, aguardiente, aquéllos malamba, éstos
mongorokom. Baudilio se acostó cuando el sol escupía lejanamente sus primeros
bostezos. Le zumbaba la cabeza por haberle plantado seria cara al zumo de caña
pasado por alambique.
***
Durante el trayecto hacia Bata, su destino, permaneció en
duermevela; ligeros tumbos en el asiento de la guagua, como gallina colgada de
los pies, ribetearon su viaje. Le agradó con particular regocijo el recibimiento
ofrecido a los más de cien reclutas de todas las zonas del interior del Muni,
venidos a engrosar las filas de la Guardia Colonial. Una ceremonia a la altura
de sus expectativas. Vítores, aguardiente de metrópoli y mesa como la de los
matrimonios. Estaba siendo literalmente desposado por el ejército colonial. He
ahí la prueba: un ágape de alto vuelo. Presentado al jefe-instructor militar
García Mollera de Cataluña, hombre severo pero bueno de corazón (la severidad
era mental), vinculado a los africanos por los estrechos lazos del espíritu,
católico como él solo y ferviente amante de África, se le antojó ser su hombre
de confianza. Había escrito el instructor dos libros de temática continental:
Antropología militar en el África negra, en 1919, y
Reflexiones de
amor colonial, en 1934, que fueron bestseller en su día.
Después de
la revista del jefe militar, García Mollera se explayó sobre los valores
superiores del hombre de armas, coraje, desapego a tonterías capitales como la
tribu o el clan, tótem y cráneo del bisabuelo, salaron su discurso. “¡Vuestro
credo es la obediencia!” Terminó siendo correspondido con vítores.
La
casa cuartelera de Baudilio Sabiniano, al igual que la de los demás reclutas,
brillaba de humedad provocada por las aguas del subterráneo Udubuandjolo.
Manchas y desconchones en las paredes conformaban una suerte de fresco
surrealista. Pero de vez en cuando, como aquella mañana, llegaban los de
mantenimiento y… ¡zas, zas! Lo pintaban con brocha y cal, haciendo desaparecer
aquella fuente de entretenimiento para la imaginación del joven recluta.
***
Verónica ya había llegado a Bata para apaciguar el dolor
que provoca la soledad de la alcoba matrimonial. “Vete, hija, vete a Bata –le
había dicho el suegro–. No es bueno que un hombre pernocte solo durante tanto
tiempo; malos sueños podrían enturbiar su mente, y su turbulencia mental
mancillar sus actos diurnos.” Cuando a su esposo contaba cómo con su dormilona
en el autobús incomodó a un viajero, aquello le causaba cierto retraimiento:
“¿No sabes que cuando la guagua se balancea de aquí para allá a una le entra
sueño?”. Se reían, se partían de risa. Al anochecer se calafateaban en la casa
cuartelera, en el fondo del habitáculo, ahí donde la cama era ama, susurraban,
susurraban, arreglaban sus diferencias, él le decía que era la mujer más dulce
de todo Mikomeseng, incluidas las ninfas de los senderos y las sirenas de los
ríos. Ella sonreía: “Embustero engatusador”. Le trataba de secuestrador de
quinceañeras y de bandido de caminos rurales. Se reían, se partían de risa.
***
Saboreaba Verónica crustáceos en manjares de su tierra cuando, recién
subido a cabo, Escolástico Kinokonokko llamó desde el umbral a Baudilio
Sabiniano.
–¡Soldado Baudilio! –se expresó el cabo una vez el otro asomó
por la puerta–. Sergent putain de civil me ordena venir a darte este recado.
–¡A la orden!
–Eres de Mikomeseng –afirmó sin darle por el
momento espacio donde colar respuesta alguna, y prosiguió–: García Mollera le ha
dicho a sergent putain de civil que me mande de nuevo con una misión para ti.
–De Kham, mi cabo, soy de Kham, distrito de Mikomeseng –corrigió
Baudilio antes de indagar–. ¿De qué trata la misión?
–Llevar este
documento –le mostró el papel doblado sujetado entre el pulgar y el índice de la
mano derecha–. Se refiere a un plan secreto contra el brujo, ese del que sabemos
todos. Lo acordonarán cerca de Ayantang. A ver si acabamos de una vez por todas
con este asunto.
–¿Brujo! –mostró su sorpresa Baudilio Sabiniano,
forrada de una fina lámina de aprensión.
–¡Sí! Esta vez no fallamos
–afirmó Escolástico.
–Es peligroso, miedoso, si uno no cree brujería no
cree en Dios.
Tras la media vuelta reglamentaria con choque altivo de
talones, Baudilio Sabiniano no cabía en su propio cuerpo. Orgulloso se sentía
cada vez que recibía la orden de portar la misiva. Levitaba al entrar de nuevo
en la casa cuartelera, de saltos que daba; una vez más sería útil, una vez, de
nuevo, cumpliría con su palabra. Verónica, habiendo terminado con el tapeo,
estaba preparando menesteres para la cena cuando entró Baudilio Sabiniano con el
tórax bombeado. Ella irradiaba siempre una especie de paz muy distante de la
actitud agresiva, autosuficiente y soberbia que caracterizaba a las mujeres
celosas de su casamiento con un Guardia Colonial. Llevaba encima todas aquellas
cosas que Dios le dio, siempre actualizadas. A menudo le decía a su esposo, sin
que mediara conversación previa al respecto: “Debes ser bueno, sé bueno,
Baudilio. La vida no es sólo uniforme con fusil pegado encima. Detrás del fusil
y dentro del uniforme, debe haber un hombre, un marido, un padre, que si no,
todo es vano, oscuro”.
No acababa de cumplir los 16 años Verónica cuando
Baudilio Sabiniano se cruzó en su camino mientras ella hacía la colada en las
afueras de Kham. Llevaba el pareo tan mojado que se le pegaba al frágil cuerpo
de adolescente, resaltando con gala un vidrioso pompis por el lado sur,
revalorizado por unas tetas apenas temerarias frente al mundo por el punto
norte, en un giro de 120 grados. La remiró ávidamente a la inversa que ella lo
ignoraba, y le regaló, sin más, una sutil remirada. Pero se le acercó. Saludó.
Luego, tras un insípido monólogo sobre la dificultad de la colada y del
sufrimiento de las mujeres que deben llevar a cabo tan colosal labor, pasó a
mayores verbos, la engatusó mediante un artilugio que aunaba eficazmente
palabrería, fina articulación de chistes y elogios sazonados de respeto. Vida y
amor fueron sus armas de combate. Lo difícil que le resultaría en adelante
conciliar el reposo sin sus recuerdos fue la estocada, la guindilla, para no ser
sangrantes. Que en adelante, para él, ella sería la mamiwatá del río, la ninfa
nadadora en su sustancia cerebral. Le arrebató una sonrisa. Lo dejó ahí, de
momento. Los superlativos son difíciles de manejar. El tacto se impone, el
tiempo del stop es de sabios.
Las 48 horas no sonaron su gong cuando el
reencuentro hizo gala de sus dotes. El rapto consuetudinario del proceso
matrimonial se consumó esa mañana. Hubo forcejeo, sí, pero un forcejeo de: “Sé
fuerte, ¡coño! Qué clase de debilucho este que desea desposar hembra de gran
belleza como yo. ¡Caray!, si no puedes ni cargar conmigo”. Dañado en su amor
propio, aunó fuerzas y la levantó del suelo, la puso sobre su hombro derecho,
trasero hacia el cielo en recibimiento de amplias y debidas bendiciones. La
llevó a cuestas hasta Kham. Arribó exhausto, mas la otra partiéndose de risa.
Desde entonces es su otra mitad. Les dicen en el pueblo por qué no dejan de
hacerse confidencias y echarse risotadas. Los hermanos de Verónica, sus padres,
sus tíos vinieron una y otra vez a reclamarla. Empero la familia de Baudilio
Sabiniano prodigaba, como contrapartida, varios presentes. En una ocasión
ofrecieron “cebú y variedades”, según lo expresó Tiopadre al tomar la palabra.
Cuando la calvicie del sendero que lleva a Kham se hacía ya más presente, de
tanto usarlo en idas y venidas, la madre de Verónica aceptó el hecho consumado.
Provista de una máquina de coser Mundlos Original Victoria, fabricada en Lisboa
por la casa Manuel JA Braz & Co., que para la gente de Mikomeseng era el no
va más de la costura, se personó en Kham, y dijo, entregándosela a su hija: “Con
esta máquina coserás, remendarás la ropa de tu marido”. Hubo ovaciones,
cánticos, mesa, aguardiente. Yendo a Bata por asuntos de guardia colonial, ella
fue la primera en felicitarle, prometiéndole un hijo varón que sería, como él,
un valeroso guardia colonial. Baudilio Sabiniano no conoció otra mujer desde su
enamoramiento de Verónica, por lo que aquella promesa genealógica le había
dejado el corazón tan seguro, tan apegado a su amor, que ninguna otra mujer fue
desde entonces lo suficiente como para velar la faz sonriente, el aroma de su
Verónica y la profundidad de aquella tranquilidad que inundaba un infinito lapso
de la ternura.
***
Baudilio Sabiniano acomodó el bolso con el que siempre viajaba. Miró de
paso las manchas grises que surgían, de nuevo, del manto de cal que cubría las
paredes. Se imaginó una lagartija de tres patas. Verónica tenía el uniforme
almidonado bien planchado. El lustre de los zapatos era lo que se esperaba de un
guardia colonial. Satisfecho con su vida, veía su suerte colmada. Bien trajeado
reglamentariamente, guardó el sobre que contenía la correspondencia en uno de
los bolsillos del uniforme. Salió al corredor exterior de los barracones al rato
que enfundaba en su bolso de viaje la hoja de platanares en la que Verónica le
hubo puesto una ligera colación para la ruta. Tras estrujar a su esposa, como de
costumbre cuando salía en comisión de servicio, tomó rumbo hacia la parada de
las guaguas. De mañanita ya la estación de autobuses, repleta de gente con
destino al interior provincial, dejaba escapar vapores de vida. El primer coche
con rumbo a Nkue arrancó con poca espera. Horas después hizo parada en Ayantang,
que era la penúltima marquesina. Nunca antes había estado Baudilio en el
campamento militar de Ayantang, empero llegar allá no fue tan complicado como
bailar sin saber. Anduvo pocos metros, según instrucciones de un pasante, giró a
su derecha, donde, literalmente, el modesto acantonamiento le tocó de bruces. La
soldadesca lo recibió con no más simpatía que la de un sereno verdivestido.
Llevado a presencia del cabo de guardia, la entrevista se dio sin dilación.
Entregó la misiva al identificarse y ejecutar los saludos protocolarios
castrenses del juego de manos y tobillos. No lo retuvieron por mucho tiempo,
pues esperaba tomar la guagua a su vuelta de Nkue. De regreso a Bata, Baudilio
Sabiniano le suplicó al conductor, un caucasodescendiente de Guadalajara, para
que le bajara en Nkimi, municipio cercano a Ayantang. Se apeó una vez ahí.
Superó tres kilómetros bosque adentro hasta un caserío habitado por parientes
por la parte uterina. Una imprevista alegría cobró vida cuando lo vieron llegar
de lejos entre la arboleda que daba sombra al sendero. Sabían todos que había
sido nombrado militar, pero pocos lo habían visto desde que aquello aconteció.
Los niños corrieron hacia él, y las mujeres se sujetaron el pareo gritando su
nombre. Luego le dieron de comer, desalterándose bastante, y cuando se tumbó
para la digestión en una de las camas bajas de la cocina, soportó con cierta
jactancia un bombardeo de preguntas acerca de la vida de un guardia colonial.
Habló de Verónica, del sueldo, de la ración de comida en el cuartel, del
abamikom de Bata, ese pescado salado sin el mismo sabor que el que traen aquí.
Al reiniciar su regreso, confió importante recado a su primo Bartolomé, para
cuando pudiera, pero antes de mañana por la noche, fuese al poblado y contarle a
Tiopadre Mikó lo que él le acababa de confiar.
***
Siete meses más tarde, a inicios de una nueva comisión de servicio,
Baudilio Sabiniano habló con Verónica, requiriéndole tomara el autobús para
Nkimi a darle un recado a Bartolomé. la miraba desde el umbral de la puerta de
la cocina, su mente voló hacia enlazamientos venusianos a repetición, pero su
cultura frenó tal efluxión de deseos matinales porque: “todavía hay Sol, trae
mala suerte haser con lus porque hay intercambio de los espíritus”. Se contentó
con abrazarla muy fuerte, como de costumbre cuando se iba en comisión de
servicio. Pero aquel domingo Verónica no le dejó irse sin más. ”Nunca has hecho
la compra conmigo –le inquirió–, acompáñame hoy al mercado, así podrás elegir tú
mismo lo que deseas comer antes de viajar, podrás elegir el pangolín y el bastón
de yuca que te apetezca…” En un primer momento Baudilio dudó. Pensó fugazmente
que soldadesca colonial y mercadeo eran incompatibles, como si ir a los
vendedores de mandioca encerrase algo trivialmente indecente para un guardia
colonial. “¡Vamos, mi marido! –insistió la mujer–, ser militar no es solamente
gritar y gritar”.
Bajados definitivamente todos sus escudos culturales,
se quitó el uniforme, vistióse de paisano, llevó el cesto de la compra en una
mano, con la otra agarró con delicadeza a Verónica, y ordenó graciosamente:
¡pues al mercado! Baudilio Sabiniano se decidió por un varano. En lugar de la
yuca, “para variar un poco” –comentó–, se decidió por una gran pieza de ñame.
Luego compraron ingredientes, verdura, especias…, regresaron al cuartel. Después
de comer, tumbóse un rato en la cama, esperando la hora de salida de las guaguas
de la tarde. “¡Verónica! –llamó al ver que ésta seguía dando mil vueltas entre
comedor y cocina–, eres la única mujer –le dijo en su lengua vernácula al
acercarse sentándose en un borde de la cama– cuyo estofado de varano sabe con el
intenso gusto del amor”. ¡Anda ya!, respondió ella con una sonrisa, lo dices
para engatusarme. También se tumbó a su lado.
***
El vehículo oficial de sergent putain de civil estaba traspasando la salida
del cuartel general de la guardia colonial cuando Baudilio Sabiniano se prestaba
a salir del recinto castrense. Tras cuadrarse en saludo oficial al paso del
vehículo, prosiguió su camino hasta la estación. La guagua de las tres no le era
precisa a Baudilio debido a sus múltiples frenadas. Deseaba llegar lo más pronto
posible, como ya lo hizo en ocasiones llevando misivas oficiales a Machinda, a
Nkue, a Nkimi… Esperó hasta las cuatro de la tarde cuando salía la guagua de
trayecto directo hasta Mikomeseng con una sola parada en Niefang, un alto de
cinco minutos en la confluencia del mercado de comida para llevar, otro tanto en
un pueblo después, y de nuevo tomó asiento al lado de la señora que viajaba
hasta las cercanías de Nkue. Ella se quedaría en la bifurcación, para proseguir
a pie. No quedaba muy lejos, le dijo. Baudilio Sabiniano tenía de nuevo la orden
de acarrear misiva secreta al campamento de Mikomeseng, a la atención del
comandante: mano a mano, “¡a nadie más!”, le había gruñido el cabo de guardia al
darle la carta.
Pensándolo un poco, a Baudilio Sabiniano no le había
gustado la forma en que lo remiró el cabo al hacerle entrega del documento. Una
actitud diferente, pues hoy estuvo como entre apático y agresivo. Algo no
acababa de afinar con el pasado. Pero bueno, pensó Baudilio Sabiniano, así es la
vida del militar: “hoy bien, mañana mal”. Era la vez primera que le encomendaban
entregar una misiva a tan alto mando militar. Anteriormente lo más importante
que tuvo el honor de encontrar fue al sargento de guardia en Evinayong. Pero lo
que más le entusiasmaba era que la correspondencia de la que era portador esta
vez, el papel que en ese preciso momento estaba acariciando, había sido
redactada de su puño y letra por el mismísimo Gobernador de la Colonia en Santa
Isabel, letra enviada para su cabal cumplimiento a través del buque Capitán
Segara al Sub-Gobernador provincial en Bata. Baudilio Sabiniano no sabía apenas
ni leer ni escribir, pero le excitaba la misiva, sentía curiosidad por ver cómo
era la letra del Gobernador de Santa Isabel. “El Gobernador me ha encargado
llevar su carta hasta Mikomeseng”, le dijo aquella media verdad a su compañera
ocasional de viaje elevando ligeramente, como para enseñársela, la
correspondencia. Ese fisgoneo fue consumiéndole durante todo el viaje, hasta
que, llegados al cruce del mercado de comida para llevar o consumir “aquí”, no
pudo aguantar por más tiempo la ansiedad. La guagua se hubo detenido. Pasajeros
habían bajado a estirarse las piernas, otros a comprar chicharro en aceite,
quien más un medio muslo de ardilla o de rata-campestre. Aislado en el bus,
Baudilio tomó el mensaje entre sus dedos índice y pulgar, lo elevó
parsimoniosamente hacia su nariz, olisqueó con deleite el aroma que desprendía
la mano del Gobernador de Santa Isabel. ¡Hostia, oh!, jadeó, discreto, mirando
fugazmente en derredor, retiró repentinamente la nariz del sobre. Elevó la cara
con los ojos cerrados, como para aislar el trozo de aroma que sonsacó del papel.
Respiró hondo. Miró acá y allá una vez más. Nadie. Acarició con el dedo índice
la arista del sobre, a un centímetro del borde de la lengüeta sellada, se hizo
un corte superficial, no sangró inmediatamente, mas después de unos segundos, el
brote de un hilito de sangre le dio el lujo de jugar a Nosferatu con su propio
dedo. Deslizó delicadamente el pulgar sobre el extremo sellado hasta tocar una
de las puntas, imperceptiblemente levantada. Desde aquel extremo, delicadamente
sujetada entre las uñas del pulgar y del índice derechos, abrió la
correspondencia del Gobernador. Miró el secreto, lo extrajo suavemente del
sobre. La desdobló. Escrita a máquina, firmada a pulso, en pluma de color azul,
la carta destellaba ante sus ojos un índigo puro. Probablemente era tinta china
de la verdadera. ¡La rúbrica del Gobernador de Santa Isabel! Con certeza habría
utilizado una pluma y no un bolígrafo. No era un cualquiera, no un nada de los
que firman con estilógrafo del bic. Se notaba la línea magnífica del estilete
que hacía de aquel refrendo un acto único, reclinado orgullosamente al pie de la
correspondencia, dándole un toque majestuoso, una identidad inconfundible, un
origen incuestionable. No perdió mucho tiempo, del que no disponía tampoco; fue
recorriendo las letras, una por una. Logró reconocer algunas, como la f, m, t,
l, o, i, n, s, u, a, e…, compuso penosamente ciertas sílabas:
“fu-si-la-mien-to”, susurró, regocijándose sobre aquella forma magistral que
tenía el Gobernador de dibujar las frases con una máquina. Dobló de nuevo el
escrito al constatar el regreso de los pasajeros al autobús, lo deslizó en el
sobre, procurando sellarlo de nuevo tan mal que bien.
***
El conductor no prorrogó la estancia más de los pocos minutos que precisó
para acomodar pasajeros; continuando viaje hacia Mikomeseng. A pocos kilómetros
antes de Nkimi reventó una rueda de la guagua. Hubo algún que otro susto debido
al ruido de explosión, como al derrape que sufrió el vehículo por el brusco
frenazo. No más. Bajaron del bus a solicitud del chófer, sin dejar de gruñir
sobre la mala suerte que no hace más que llegar adonde no debe estar. El
moto-boy, un joven de Valladolid de los Bimbiles con tres años de experiencia
como ayudante de estibador de equipaje en las guaguas, inició destrabar un
sinfín de lazos de goma que sujetaban la rueda de recambio sobre el capó del
bus. Había que bajarla, hacer lo mismo con el gato, la llave saca-tuercas...
Operación de larga duración e inagotable paciencia viendo la tranquilidad casi
perezosa que predominaba en la movilidad del ayudante de moto-boy. La desilusión
de los viajeros no parecía afectarle en absoluto. Cosa comprensible. Pues
mirándolo bien, el joven no tenía nada que hacer en Mikomeseng, ni en Valladolid
de Los Bimbiles, ni en ninguna otra parte, su vida era la guagua, ahí, sobre el
capó, era el único lugar en el mundo donde podía expresarse. Solamente tenía que
esperar, esperar que surgiera una indisponibilidad mecánica para intervenir,
hacer gala de su existencia. Por eso se tomaba su tiempo, todos en ese preciso
momento dependían de él, así recobraba su razón de ser. Baudilio Sabiniano se
acercó respetuosamente al conductor a explicarle el motivo de su viaje a
Mikomeseng. Llegaron a un acuerdo en el sentido de que la guagua le recogería
ahí donde lo encontrase por el camino, si entre tanto no hubiese conseguido otro
medio de transporte. Baudilio Sabiniano era un guardia colonia, como militar, no
podía detenerse por contingencias neumáticas retrasando el avance hacia su
misión. Se puso en marcha peatonal siguiendo el infinito asfalto. Hubo
franqueado como cuatro kilómetros, el sudor perlaba su frente, cuando escuchó el
sonido del motor de la guagua. Se detuvo al borde del camino haciendo gestos con
la mano para que se parase el autobús. Este se acercaba progresivamente hasta
que llegado a su altura el conductor pasó tal si no lo hubiera visto. “¡Pero,
cómo!” Se expresó. Su estupefacción le mantuvo clavado en el lugar por unos
minutos, fijada la mirada en la guagua que se alejaba cada vez más hasta
perderse en la siguiente curva. Sobrepuesto del asombro, ajustó el máuser,
sujetó con mayor fuerza el bolso de viaje, verificando que la correspondencia
seguía bien guardada, reanudó el caminar. Tres kilómetros más le asedió el
hambre. Divisó un caserío a doscientos metros de la carretera. Abandonando el
asfalto, llegó a un cúmulo de casas de mimbre. El hombre de avanzada edad que lo
recibió, una pipa rozando la comisura derecha de los labios, ligeramente
inclinada hacia abajo, humeante, aromática, le invitó a entrar. Con la cara
enteramente escarificada, en la que resaltaban unos ojos enrojecidos por el
fogón, el viejo miró detenidamente al hombre que acababa de saludarle. Baudilio
Sabiniano sonrió cortésmente. La respuesta a su saludo seguida de las fórmulas
de cortesía, le incitaron a explicar el motivo de su viaje así como la
circunstancia que le condujo a llegar hasta aquí. El longevo lo miraba
atentamente, como si no acababa de convencerle tan descabellada historia de un
hombre armado. Pero no hizo otra cosa que no fuera: ¡uhum! El hombre le indicó
un rincón donde sentarse a la vez que llamaba psitseando a una muchacha que
andaba por la cocina soplando el fuego. Luego de decirle algo en su lengua
natural, la joven trajo un banquillo a guisa de mesa que puso a la disposición
del huésped. Baudilio Sabiniano se instaló confortablemente en la esquina, tomó
placenteramente el trozo de ñame con la ración de varano que le había puesto
Verónica para el viaje, y se abasteció. Entretanto se concentraba en aquel
quehacer, unos adolescentes llegaron a la terraza para saludar. Respondió con la
boca llena para no quedarse ni molestar más que lo necesario. El aspecto
exterior de los chicos era el de unos adolescentes, mas sus ojos destellaban una
experiencia post-juvenil. Su mirada era tan inquieta como escrutadora, a la
manera de unos bandidos que hay en un caserío llamado Kokrobitê. Su frente,
ligeramente bombeada, tenía algo de innoble, si bien difícil de definir,
inquietaba y repelaba, dejando en cierto modo traslucir un perceptible grado de
fealdad moral. Baudilio Sabiniano se había fijado en esos detalles mas seguía
masticando silenciosamente. Tras la ligera colación, le dieron agua de beber,
también se lavó las manos, dio las gracias. Retornó a la ruta dispuesto a
caminar como un guardia colonial hasta Mikomeseng. Los muchachos de la cabaña le
acompañaron hasta la carretera. Tenían también la intención de ir a Mikomeseng,
que era la fiesta de la villa. “Va a haber mucha gente”, dijo uno.
Tras
minutos de espera sin resultado decidieron seguir a pie hasta donde les
alcanzara la suerte. Habían rebasado Nkimi cuando una camioneta Land Rover
arribó petardeando a su altura. Pertenecía a un tal Gregorio Mercader (como
indicaba el rótulo en la puerta del conductor donde estaba dibujado el sonriente
negro del Ovaltine), comerciante cuyas factorías se diseminaban sobre varias
provincias. “El hombre que se llama como su trabajo”, le decían en todo el
interior del Muni. Su maquinista era un señor de mediana edad, más o menos la
cuarentena baja ligeramente rebasada. Extrovertido, jovial, resaltaban sus
dientes tras unos hoyuelos cada vez que abría la boca para expresarse.
Intercambiaron alguna que otra cortesía. Les invitó subirse al porta cargas,
donde tenía amontonada la mercancía destinada a la factoría de Mikomeseng,
“cuidado con los sacos y los cartones”. Baudilio Sabiniano no tardó en quedarse
dormido por los efectos del metabolismo. Sobre aquellos sacos de arroz, su sueño
fue el de un soldado: sin ronquidos, el máuser sobre el pecho, las dos manos
cruzadas sobre el fusil y el ojo derecho entreabierto –este lugar común es una
mentira. Durmió plácidamente hasta la parada de destino en Mikomeseng. El
conductor le despertó dándole ligeros empujones en el hombro. Se desperezó,
ajustó el arma, se sentó unos segundos sobre los sacos de arroz para que el
sueño saliera de su cuerpo. Restregó los ojos buscando mejor enfoque. Miró hacia
los muchachos que en ese momento bajaron, con cierta prontitud, despidiéndose
con un sencillo “gracias, señor”.
(CONTINÜA)