Umberto Eco: <i>Confesiones de un joven novelista</i> (Lumen, 2011)

Umberto Eco: Confesiones de un joven novelista (Lumen, 2011)

    TÍTULO
Confesiones de un joven novelista

    AUTOR
Umberto Eco

    EDITORIAL
Lumen

    TRADUCCCION
Guillermo Sans Mora

    FICHA TÉCNICA
ISBN: 9788426420343. Barcelona, 2011. Versión en papel: 17 €. EPUB 12,99 €



Umberto Eco

Umberto Eco


Reseñas de libros/No ficción
Umberto Eco: Confesiones de un joven novelista (Lumen, 2011)
Por Justo Serna, martes, 4 de octubre de 2011
Confesiones de un joven novelista, de Umberto Eco, es una obra híbrida, un conjunto de reflexiones y evocaciones. Es también un volumen escrito con ironía y con desparpajo, un texto en el que el autor hace una aleación de géneros. Por un lado, se remonta a San Agustín y a Jean-Jacques Rousseau: se relaciona explícitamente con la tradición confesional, la de aquellos que en la senectud revisan su vida y su quehacer intelectual. Llegados a un cierto punto de la existencia, el escritor revela lo que ha sido su tarea, su trayectoria y sus logros. Es una inspección sobre la obra y sobre la condiciones de producción de la obra. Por otro lado, el texto de Eco adopta un tono pedagógico, propiamente edificante. Demuestra un empeño educador, una voluntad de ilustrar: empeño y voluntad inspirados indirectamente en las Cartas a un joven poeta, de Rainer Maria Rilke. El resultado es una obra entretenida y erudita, irónica y didáctica: un volumen en el que Eco copia y pega, repite y resume. No hay nada nuevo en su libro, nada que no estuviera antes en cualquiera de sus páginas. No estaba obligado a ello: al fin y al cabo, nos cuenta una parte de lo hecho, de lo pensado, de lo consumado. Quién como él.
Desde hace décadas, desde que así la diagnosticara Clifford Geertz, padecemos una confusión de géneros. Las barreras académicas caen abatidas por el empuje posmoderno. O, al menos, esas fronteras se interfieren: no frenan las incursiones de extraños. En realidad, asistimos a la edificación de un nuevo territorio, un nuevo territorio que frecuentan muchos eruditos de distintas procedencias. Allí se encuentran. ¿Cuáles son las condiciones de ese espacio? Una sintaxis cuidada y pensada para un lector culto con intereses varios: para un lector que ama a la vez los experimentos y tradición; el rigor y la subjetividad; el planteamiento científico y la perspectiva individual; la prosa literaria, creativa, connotativa y, al mismo tiempo, la escritura que desvela, que destapa.

Hay obras que se conciben así, sin que los objetos abordados se ciñan a un saber especializado. Necesitan de varios, de variados tratamientos. Y, además, esas prosas de que se valen los autores emplean técnicas de distinta procedencia y de diversa consecuencia. ¿Cómo llamamos a este fenómeno? Posmodernismo, en efecto. Así es si por tal entendemos la vecindad insólita de las formas y de los contenidos, la inaudita convivencia de la vanguardia y de la tradición. Así es si por tal entendemos la presencia manifiesta del autor en la obra, su exhibición o muestra, su autoanálisis. En las páginas de estos escritos hay ecos del pasado, homenajes explícitos, citas expresas, alusiones eruditas: son recursos propios de epígonos, arbitrios ya gastados, mil y una veces empleados. Y hay productos imprevisibles que rompen con lo obvio, con lo esperado. El canon se tiene en cuenta pero para ensayar, para no repetir exactamente: para revelar lo que debía permanecer oculto quizá.

Algunas de las obras de Eco no son ajenas a este fenómeno posmoderno y confuso. ¿Un ejemplo reciente? Precisamente el libro que reseñamos responde a esa tipología. Por un lado, son las enseñanzas que impartió, las conferencias que el autor dictó en Harvard: las Richard Ellmann Lectures in Modern Literature. Pertenecen al género académico por antonomasia, a la tradición: la lección universitaria. Pero a la vez esas palabras son autorreferenciales: hablan de lo general ilustrándolo con lo particular y autobiográfico. El libro no es exactamente un relato de vida, sino el examen de una producción gracias al cual el autor aplica la lucidez analítica a las propias creaciones.

Confesiones es, deliberadamente, una obra confusa. Por un lado, es un libro de memorias; por otro, es un ensayo teórico. Por una parte, es la autobiografía incluso sentimental de un literato; por otra parte, es la síntesis intelectual de un estudioso

Confesiones es, deliberadamente, una obra confusa. Por un lado, es un libro de memorias; por otro, es un ensayo teórico. Por una parte, es la autobiografía incluso sentimental de un literato; por otra parte, es la síntesis intelectual de un estudioso. Eco abreva y abrevia toda su producción y ese ejercicio de resumen le sirve concretamente para evocar su pasado como novelista. ¿También para vaticinar su futuro como creador? Si hace sólo tres décadas que empezó como novelista, Eco tiene aún un porvenir largo, todo un repertorio de obras por escribir. Eso dice y se dice.

La imagen principal del volumen responde a estas características. El libro trae una fotografía de Lea Crespi (Luzphoto) que ilustra la sobrecubierta: es un retrato del autor en la época de El nombre de la rosa. Estamos, por tanto, a comienzos de los años ochenta. Vemos a un Umberto Eco todavía joven, un Eco académico, tímido y erudito, intelectual, con la cabeza levemente inclinada. Lleva lentes de gran montura y lleva barba poblada. Viste americana y corbata que le dan un aspecto entre serio e informal. Su mirada no es dura: es huidiza, nada retadora. Parece salir de un cuarto oscuro y una parte de su cabeza aún está envuelta por las sombras. No hago metáfora de una imagen, ni fuerzo el sentido de las cosas. Es el editor español quien ha escogido con Umberto Eco el motivo de ilustración para esta sobrecubierta. ¿Es una coquetería? No necesariamente. Dicha imagen nos remite al origen de Eco como novelista, a aquel momento en que sale con pudor o con miedo, algo retraído, al mercado. Sale para expresarse de otro modo. Un gran éxito cambia su condición: de ensayista pasa a ser novelista que vende miles —qué digo miles--, millones de ejemplares. Echemos un vistazo a esa pequeña historia.

En 1980 se publica en el mercado italiano una novela insólita, deslumbrante, rara: Il nome della rosa. ¿Qué era lo inaudito? En principio, su autor: Umberto Eco, un reputado semiótico, un afamado estudioso. Por aquellas fechas, no era habitual que un universitario de prestigio abandonara los géneros académicos para intentar una ficción, para imaginar un relato inventado en el que personajes jamás existentes convivieran en un mundo fantaseado. Entonces, a comienzos de aquella década, el aval venía de la monografía, del tratado, de la investigación documental. Que un ensayista se dedicara a novelar era extraño y quizá escasamente rentable, si no punible: le reportaba escasa reputación. Al fin y al cabo, en la Academia la imaginación no es algo que se premie. Con frecuencia, es algo que se sanciona. Sin embargo, aquella novela fue un éxito descomunal, un superventas de culto. Por un lado, satisfizo a los públicos más amplios, más vastos. Por otro, contentó a los expertos: a los académicos, precisamente. La obra tenía recursos propios del relato policial, del folletín, e incluso de la novela romántica. Había crímenes, había pesquisas, pasaban muchas cosas y además todo ello sucedía vertiginosamente. Al ambientarse en la Edad Media, adoptaba el género histórico y por tanto aportaba información documentada y verosímil. Fue avalada por los más acreditados historiadores medievalistas, como Jacques le Goff. Y fue aceptada por el lector corriente, que toleró muy bien los pasajes cultos y las erudiciones más ostentosas, aquellas que hacían referencia al libro perdido de la Comedia, de Aristóteles. Pero hubo otra cosa que también llamó la atención. ¿A qué me refiero? Al marco narrativo, a la forma de exposición: la manera en que se contaba la historia. Una voz en primera persona relataba: Adso de Melk. ¿Pero cómo había llegado hasta los lectores del siglo XX? Gracias a un manuscrito milagrosamente salvado, una documento superviviente que el autor, Umberto Eco, habría transcrito para nosotros, los contemporáneos. El recurso era obvio en la tradición literaria: hablamos del motivo del manuscrito:

“Pero si lo recuerdan, el encabezamiento de la página que habla de la fuente medieval dice: Naturalmente, un manuscrito. Es probable que la palabra naturalmente tenga un efecto particular en los lectores sofisticados, que se darán cuenta de que están ante un topos literario, y de que el autor está revelando su ansia de influencia (…). ¿Cuántos lectores captaron la resonancia irónica de ese naturalmente? No demasiados, pues muchos me escribieron preguntando si el manuscrito existía en realidad. Pero si no captan la alusión, ¿serán capaces de apreciar el resto de la historia y paladear su sabor? Creo que sí. Simplemente, se habrán perdido un guiño adicional”.

Por ser un inveterado lector de novelas, Eco sabe que el principal logro de una ficción es un efecto: el de la verosimilitud. Lo verosímil no es lo verdadero, sino lo que refuerza el sentido de lo que parece real. De ahí que Eco se proponga numerosas tareas para ser creíble

Sobre eso, sobre el guiño, escribí un artículo titulado Naturalmente, Umberto Eco (permítaseme esta coquetería). Aludía precisamente a lo que ahora Eco detalla en sus Confesiones. ¿Un texto medieval que ha sido reproducido y transcrito en época contemporánea y que su vez alude a otro texto antiguo perdido durante siglos y siglos? Ese recipiente textual o, en otros términos, hipertextual --de remisión continua, de alusión constante, de ecos inacabables— es un alarde del ensayista, del erudito. Pero es también un juego literario que incorpora la tradición para bromear, para reflexionar, para ilustrar. O, mejor aún, para entretener aprendiendo. Ese objetivo, que estaba en El nombre de la rosa, está también en el resto de sus novelas. Sus logros son variados, desiguales. Pero la inspiración es la misma. De eso, precisamente, nos habla Eco en las Confesiones de un joven novelista: de cómo se documenta; de cómo se hace fichas, mapas, esquemas; de cómo visita y estudia el lugar en que ambienta sus ficciones; de cómo prevé las consecuencias que sus obras puedan tener; de cómo aventura el sentido que a sus historias se les pueda atribuir. Por ser un inveterado lector de novelas, Eco sabe que el principal logro de una ficción es un efecto: el de la verosimilitud. Lo verosímil no es lo verdadero, sino lo que refuerza el sentido de lo que parece real. De ahí que Eco se proponga numerosas tareas para ser creíble. Por ejemplo:

“Cuando preparaba la redacción de La isla del día antes, fui por supuesto a los mares del Sur, a la localización geográfica exacta donde transcurre la acción del libro, para ver los colores del agua y del cielo a diferentes horas del día, y los matices de los peces y de los corales. Pero también me pasé dos o tres años estudiando dibujos y modelos de barcos de la época, para averiguar cómo era de grande una cabina o un cuchitril, y cómo podía una persona moverse del uno al otro”. 

Proponerse tantas y tan precisas tareas para documentarse bien es inobjetable. Al menos, en principio. Pero en ocasiones esa erudición vastísima desplaza a la imaginación. No es raro que, en las ficciones de Eco, acabe por aparecer el estudioso y no el fabulador. Eco se informa bien para no cometer anacronismos en sus novelas históricas. Pero a veces nos detalla con exceso de celo académico saberes propiamente enciclopédicos: como así ocurría, por ejemplo, en El cementerio de Praga. Sin duda, su propósito no es el de alardear. Su objetivo es, por el contrario, el de vencer la incredulidad de los lectores.

Para ello, nada mejor, que construir un mundo sin deslices, sin gazapos o sin errores. “La narrativa”, dice Eco en las Confesiones, “es, en primer lugar y principalmente, un asunto cosmológico. Para narrar algo, uno empieza como una suerte de demiurgo que crea un mundo, un mundo que debe ser lo más exacto posible, de manera que pueda moverse en él con absoluta confianza”.

Las páginas que en las Confesiones dedica a los protagonistas de las grandes novelas son, seguramente, las reflexiones más provechosas y más previsibles: están en numerosas obras anteriores y están aquí para ilustración de jóvenes novelistas

Es cierto: convenimos en ello. Pero eso también puede producir efectos disuasorios, semejantes a los que provocaba uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos: Jules Verne. Para que se le aceptara la historia que contaba --Veinte mil leguas de viaje submarino, por ejemplo--, el autor tenía que esforzarse con informaciones extensas y rigurosas. El asunto era tan inverosímil (un navío submarino) que debía hacer creíble la descripción de los mundos abisales y por ello dedicaba páginas y páginas a detallar especies de la fauna y flora marinas.

Salvando las distancias, a Eco le ocurre algo semejante: para que sus historias audaces sean creídas, el autor se empeña en curiosidades y erudiciones, amueblando un mundo repleto de datos. ¿Fracasa? Una novela de Umberto Eco tiene siempre personajes poderosos: con matices y con dobleces. El novelista que es analista literario sabe y sabe con gran maestría cómo son los personajes y qué los hace creíbles, queridos u odiosos. Por ello, las páginas que en las Confesiones dedica a los protagonistas de las grandes novelas son, seguramente, las reflexiones más provechosas y más previsibles: están en numerosas obras anteriores y están aquí para ilustración de jóvenes novelistas.

Es permanente en Umberto Eco la preocupación por el personaje literario, por cierto tipo de personaje que se convierte en héroe y que finalmente se sale de la obra original para internarse en otras ficciones: incluso de diferentes autores. Lo llama migración. En efecto, es una migración y una emoción: cuando eso ocurre, el personaje se ha emancipado para emprender vida propia en un mundo posible. ¿Por qué? Porque ha conseguido el favor de distintos públicos; porque ha logrado cautivar a diferentes destinatarios. De dicho personaje sabemos lo que hay que saber. Tenemos datos que nos ha proporcionado el narrador, y esa figura ficticia se hace con restos diurnos, con materiales propios, con desechos humanos, con los pecios de un naufragio personal (por qué no): con los deseos, temores o fantasías que el novelista condensa o desplaza para así rehacer el mundo empírico. Por ello,

“…Dido, Medea, don Quijote, madame Bovary, Holden Caulfield, Jay Gatsby, Philip Marlowe, el inspector Maigret y Hercule Poirot vinieron a vivir fuera de sus partituras originales, e incluso personas que nunca han leído a Virgilio, Eurípides, Cervantes, Flaubert, Salinger, Fitzgerald, Chandler, Simenon o Christie pueden reclamar la capacidad de hacer afirmaciones ciertas sobre estos personajes. Al ser independientes del texto y del mundo posible en el que nacieron, esas figuras (por decirlo así) circulan entre nosotros, y tenemos dificultades a la hora de pensar en ellos como algo distinto de las personas reales. De modo que no solo los tomamos por modelos de nuestras propias vidas, sino también para las vidas de los demás”.

Etcétera, etcétera. Las páginas de Eco son un ajuste de cuentas consigo mismo y un ajuste de cuentos: las ficciones que él ha leído y que le han servido para nutrirse. ¿El resultado? Eco tiene novelas de gran ingenio, algunas logradas; otras menos... Pero lo que indica en las Confesiones (ya señalado con anterioridad) son la mejor lección de teoría literaria que podría impartirse: una clase de psicología sobre las propiedades diagnósticas de los personajes. Es decir, el prontuario de todo buen lector.

Imaginen…