
A 
Sorkin, Aaron Sorkin, le va la televisión, se sorprendía 
The New 
Yorker. A nosotros –campo contrario, puñetero 
share- también, 
cada vez más. Siempre y cuando sea suya, de algún otro. Porque conviene revisar 
la adulterada semántica del término, remover estiércol, 
zappear la 
fascistoide algarabía de los ídolos -afinaba valiente 
Ramoneda- 
para sumergirla así en esa afonía oficiosa del traslado horario, seña última del 
receptor sensato. En la rehabilitación catódica –necesaria- se impone recuperar 
la corte cablera de nuestro tiempo (HBO, AMC, etc), la herencia referencial del 
televisor norteamericano o, ya entrados los sesenta, la irrupción del 
auterismo europeo (Rossellini, 
Fassbinder, el 
Assayas más 
reciente), otras quimeras. Cuando consumir televisión se admitió 
como disculpa. 
A ello suma esfuerzos la excelente 
Studio 60 on the Sunset 
Strip (Aaron Sorkin, NBC, 2006-2007), rescate 
obligado según la arqueología televisiva de la última década, auténtica pieza de 
culto castigada por registros, anunciantes, desaparecida en el combate de los 
números apenas completó una temporada, veintidós capítulos. Aaron Sorkin, 
enésimo héroe en la jugosa cantera hebrea del talento, hilvanaba un estimulante 
ejercicio de ingeniería narrativa, de pulso dramático bajo techado NBC, la 
network que dejó madurar su ya canónica 
El ala oeste de la Casa 
Blanca (The West Wing, NBC, 1999-2006), la misma que 
–tiempo atrás- anotó su nombre mientras se fogueaba en la preproducción de la 
simpática 
Sports 
Night (ABC, 1998-2000). Eco en la ficción del legendario 
Saturday 
Night Live, Studio 60 alumbra la trastienda del 
prime 
time -o la complejísima síntesis de un 
late-show basado en sketches 
cómicos- y el cosmos febril que, bajo el cielo autografiado de LA, reflectores, 
hormiguea tras sus cámaras: eléctricos, actores, guionistas, una acelerada 
lección de gramática y jerarquía televisiva. Vivir en el aire. 
Como 
sucede en la buena ficción, no supone ningún reto cifrar el afecto que Sorkin y 
su equipo vuelcan hacia sus criaturas, cosidas mediante retales autobiográficos, 
rastro genético de los productores del show, al fin y al cabo hábil caricatura 
de las fobias y aristas 
sorkinianas: Danny Tripp (Bradley Withford) 
–superviviente de pastillas, cocaína, un matrimonio- y Matt Albie (Mathew 
Perry), o cuando el inolvidable Chandler –en otra vida, la de 
Friends- 
acertó a ligar e incluso puso precio a sus chistes. Producto post 11-S, ciclo 
Bush 
junior, 
Studio 60 introduce a modo de ráfagas -insertas entre 
brillantes planos-secuencia ‘walk & talk’ (literalmente, caminar al tiempo 
que se habla)- agudas sátiras del poder, estaciones de un discurso que 
constituye una evidente toma de partido respecto al medio: progresista (léase 
demócrata), cualitativa. Esto es, disparaderos para una sólida crítica al 
reaccionario estatuto del entramado audiovisual norteamericano, a la infame 
(sub)cultura del 
reality y otras infecciones. Materia de examen, urge 
–por otro lado- conservar en la memoria el explosivo arranque que inauguraba el 
piloto, un despliegue de afinidades con el recuperable clásico de Lumet, 
Network 
(1976). Todo un aviso
. Suprimida una vez se 
hicieron efectivos los códigos de mayorías, queda interrogarnos por cuál habría 
sido el destino de Sorkin y su 
Studio 60 bajo el resguardo de una cadena 
de cable, conforme a sus espaciadas hojas de ruta, al tiempo laxo que refugió a 
–por ejemplo- 
The Wire. No hubo lugar para 
Studio 60. Y según 
aquella tiranía creativa que los anunciantes dan en llamar(nos) cuota de 
pantalla, los vales de canjeo cada vez se parecen más a 
Sálvame.
Tráiler de la serie de 
Aaron Sorkin: Studio 60 on the Sunset Strip (Aaron 
Sorkin, NBC, 2006-2007)