José Urbano Hortelano: <i>Criaturas del Piripao</i> (Ediciones Carena, 2011)

José Urbano Hortelano: Criaturas del Piripao (Ediciones Carena, 2011)

    AUTOR
José Urbano Hortelano Platero

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Utiel (España) 1963

    BREVE CURRICULUM
Licenciado en Filología Hispánica. Ejerce como profesor de literatura en el instituto de San Clemente (Cuenca). Asiduamente participa en el programa de prensa-escuela organizado por El País, en el que obtuvo, como coordinador, el primer premio nacional, en el 2006, y el tercero, en el 2010. También colabora en las historias contenidas en los discos de Caballero Reynaldo, amigo del rock y de la farándula. Actualmente comparte su labor docente con la escritura



José Urbano Hortelano

José Urbano Hortelano


Creación/Creación
José Urbano Hortelano: Criaturas del Piripao
Por José Urbano Hortelano, lunes, 4 de abril de 2011
Suero Láinez, un vagamundos de menguadas entendederas, llega a una villa castellana a finales del siglo XVI. No son las fantásticas tierras del Piripao las que lo acogen: no encuentra ríos de miel, ni árboles con perdices y palominos, ni balcones de oro, ni fuentes de vino, ni jardines de almíbar y de buñuelos, ni siquiera hallará ninfas en frescas alamedas. Las criaturas con las que se topa son carne de su tiempo, con sus miserias y perversiones: clérigos libidinosos, nobles sodomitas, cómicos de la legua, parteras moriscas, dueñas perseguidas por la Inquisición… Un submundo, muy alejado de la fantasía, que frustrará su nuevo oficio de cronista y que alimentará sus desequilibrios. En su novela Criaturas del Piripao, José Urbano Hortelano ofrece un viaje a las entrañas de lo grotesco y de la crueldad, dirigido por una sociedad empozada en los lodos de la intransigencia. Un dibujo satírico de final de siglo que, a través del humor negro, cabalga sobre un hecho intemporal: la voracidad insaciable del poder y el estupor del individuo ante sus manejos. Con Suero reiremos amargamente a través del patetismo de su figura y de sus grotescas aventuras, hilvanadas con pespuntes de erotismo y tragicomedia en la hebra de un lenguaje de tonos barrocos.

Se sentó sobre una laja al borde del camino. Los esfuerzos hacían mella en su menguado cuerpo, la potra volvía a soltarle las tripas por la ingle y debía remangarlas para seguir su destino.

La ondulación de una dorada llanura con barbas incipientes se extendía hacia el horizonte rasurado. Retales dispersos de encinares y ocres viñedos se cosían al trigueño paisaje. La panza húmeda de los nubarrones sometía al páramo tullido.

A la izquierda de Suero se abría un pespunte de cipreses que remendaba el cementerio. Al frente, la hiriente aguja de la torre de la iglesia desgarraba el cielo y se deshacía en pinceladas de lluvia que desleían el tapiz amarillento del suelo. Hombres y mujeres en barbecho paseaban su miseria sorteando charcos.

El agua, a pesar de molerle los huesos, siempre le untaba unas friegas de añoranza deleitosa que lo trasladaban a su niñez en tierras del Norte. Suero Láinez se caló el capuz de cordobán y admiró la recia villa castellana que abría sus arcos de sillería a su hambre de cronista. Hasta ahora sólo le habían asaltado las hambrunas, el frío, las liendres y la podredumbre, pero al llegar a Almente nació en él la esperanza de darse de boca con una pendencia entre señores, con una conjura encubierta, con un rapto de amores, con conspiraciones propiciadas por el poder o por la pasión. Una vez recogidos fielmente por su retina, anotaría todos estos hechos en el librillo de memoria que guardaba impoluto en su faltriquera y armaría una historia que sería leída durante siglos y siglos con avidez. Quería ser el testigo fiel de algún suceso verdadero para que bajo su pluma cobrara nueva vida. Guardaba el recado de escribir como oro en paño, envuelto en lienzo de holanda, pero aún no había tenido oportunidad de desliarlo para dar fe de los misteriosos sucesos que habrían removido los cimientos de cualquier reino.

Al menos en aquel alfoz no se ofrecía a ningún ahorcado como primer presente para advertir al forastero de la sangrienta fiereza de la justicia. Sin duda, la falta de esos péndulos macabros, señalaba un buen augurio. Mucha era la fama de aquel lugar como residencia de caballeros principales y señores de vieja crianza. Los conventos no se contaban con los dedos de una mano y enseñaban, impúdicos, sus espadañas desde la lontananza. Sólo ese pesar de inmensidad que le transmitía el paisaje, sin límites elevados en su horizonte, lo llevaba mohíno por los caminos castellanos, pese a haber abandonado hacía muchas lunas los montes imponentes del Pirineo.

Ya se veía Suero Láinez testigo de ocultos negocios que darían en la pila con algún duque. O relator de alguna alquimia con la que se conseguiría torcer el rumbo del reino. O al servicio de una orden de caballeros que descubrirían al maligno en la propia Santa Iglesia Católica. O pintor de una intriga secreta de iluminados que su pluma registraría sin salirse un punto de la verdad. O pesquisidor de enredos de convento cuyos hilos se extenderían hasta el Papa…

Traía el morral empapado, con cuatro bodigos de pan duro; la cantimplora de calabaza en el otro costado; y, terciado, el laúd que acompañaba sus cantares. Las andanzas por tierras de Castilla duraban ya no sabía cuántos años. Algún suceso, perdido en los tramos rotos de su memoria, lo había arrojado sobre los caminos. Se ganaba la vida con dificultad como trovero ambulante, al modo antiguo, pero su última ocurrencia había sido la de servir de letrado escribiente y erigirse en el más alto cronista del reino con derecho a posteridad.

Los mozos vendimiadores se tronzaban el lomo al borde del camino, hundidos hasta los tobillos en el barro que ya acumulaba la viña. Suero pasó bajo el morrión del arco que daba entrada a la villa, con el paso enlodazado y el magín revuelto en tropel de imaginerías.

Era día de mercado. La Plaza Mayor bullía en un ir y venir de gentes, atraídas por las mercadurías de los comerciantes. En el teso del ganado, secos labriegos escrutaban ovejas, caballos y bueyes. Los gritos de los conversos ofreciendo brocados de Oriente se confundían con la berrea de las bestias y el regateo de la compraventa. Bajo los toldos de lona se exponían cebollas, nabos, ajos, ramas de urce para encender el fuego, cestos con gallinas y palomas, cera, miel, cántaros, ollas, hachas, hoces, trébedes, rejas de arado para desalmar los campos, abarcas, cobertores, sayas mozárabes y otros muchos productos atrayentes. Los compradores: infanzones, clérigos, caballeros y campesinos de la ciudad o el alfoz, traducían en ovejas o bueyes los precios de las mercancías. Se transitaba con dificultad entre los puestos. Lacayos y señores en abigarrada mezcla se abastecían para toda la semana.

Nuestro estrafalario personaje se abrió paso entre la turbamulta, ojeroso y arrugado, con el jubón empapado. El lodo del vagamundos había apagado el rojo vivo de sus calzas y la juventud de sus andares. En sus pupilas quedaba el brillo de la añoranza: un pasado palaciego de damas deslumbradas por sus trovas; noches de amor robadas con coplas picantes a infelices sirvientas; disputas literarias en las que los trovadores esgrimían su ingenio como único valor de la competencia; espléndidos banquetes cuyo solo recuerdo servía para aguar su boca…

La humedad quemaba los huesos del viejo trovero. Dejó en el suelo el laúd, convencido de que sus ateridos dedos apenas podrían rasgar las cuerdas. Arrimó su espalda a la fachada de la iglesia, buscando el resguardo del cierzo. A su alrededor comenzaba a congregarse un público harapiento en el que los rapazuelos eran mayoría, azuzada su curiosidad por las voces del vate:

¡Oigan señores el lamento de don Gonzalo cuando Almanzor le mostró las cabezas de sus hijos; acérquense y oirán las crueldades del traidor Ruy Velásquez y de cómo Mudarra vengó a sus hermanos en valiente batalla!”

El reclamo de la sangre fue siempre un acicate infalible para atraer la atención. Si aquellas historias de los romances antiguos se le presentaran ahora a Suero en sus narices sería capaz de armar el argumento más atrayente que los sabios hubieran leído hasta entonces.

Echaba de menos los juegos retóricos de la poesía cortesana, pero desde que se lanzó a los caminos, un aire de tragedia había invadido su voz. No podía cantar por las agrestes plazas los enrevesados versos cortesanos, por lo que recurría una y otra vez a los sencillos cantares trágicos que había oído en su niñez.

Su enigmática salida de la vida muelle, quizás por declive de su gallardía o por sus cada vez más aguadas entendederas, dejó prendida en la mirada del antes trovador Suero Láinez la vacuidad de la idiotez. La lluvia había cesado y con ella los pocos impulsos que lo movían. Había salido de una vida regalada para empozarse en un mundo de estreno, asolado por hambrunas, guerras y epidemias. El albayalde y los oropeles se trocaban en mugre y miseria. Ni siquiera el fragante líquido de la tormenta que engrasaba sus entendederas con la fuerza del recuerdo infantil, le ayudaba ya a tenerse en pie.

Comenzó Suero su letanía con la voz quebrada y el rostro descompuesto, intentando penetrar, no solo en el discurso, sino también en el dolorido sentir del protagonista del cantar, Gonzalo Gustioz, quien, en boca del juglar, comprueba que las cabezas envueltas en polvo y sangre son las de sus siete hijos y la del amo que los crio. A la vista de los semblantes de la concurrencia, parecía como si allí mismo los cráneos de los Infantes se hubieran desliado de la manta que los envolvía. Los ojos ingenuos de los muchachos absorbían deslumbrados la pasión de la escena a pesar de que el vate se deshacía por dentro como carne podrida. El llanto de don Gonzalo imprimió un rictus en el juglar que brotaba de un venero interno de melancolía, fermentado por el miserable aspecto de su auditorio. Recordó, entre las brumas de la idiotez, la juventud espumosa de Felicia, de Aurora, de su inseparable amigo Elicio; las festivas veladas de palacio, los tocados de las damas, los retruécanos fingidos de sus versos. Pero el pasado era absorbido sin piedad por las descarnadas pupilas de los rapaces que en breve regalarían el rostro de Suero con estiércol y verduras podridas.

Hasta el vocerío del mercado había remitido para saborear la tragedia del histrión. Los versos brotaban malheridos, no tanto por el dolor que en Suero derramara el cantar como por los recuerdos que no podía retener en su memoria, enfangados por la miserable audiencia que lo rodeaba. El cochambroso auditorio se sobrecogía, estremecido por la verosimilitud de la representación. La expresión absorta de los muchachos y la conmiseración de los duros rostros de las mujeres ofrecían un espectáculo de inocencia y curiosidad que fue hollando el voluble ánimo del juglar, ya entregado por entero.

Tras muchos años repitiendo las mismas coplas, nunca había permanecido indiferente ante la sincera reacción de su auditorio. Tal vez esta conexión enfermiza con el público fuera el germen de su creciente melancolía. Ya no deseaba los paraísos perdidos para sí mismo, sino para esos desharrapados que poco a poco se habían ido adhiriendo a sus entrañas. De ahí que su fantasía hubiera pergeñado el plan de convertirse en cronista del reino, para abandonar aquel dolor empático que lo consumía.

Demasiado débil para andar por los caminos. El hedor de los albañales lo recibía en cada muralla, y se hundía en ellos hasta enfangarse por completo. El placer regalado de las bien mullidas estancias de palacios y castillos se iba desvaneciendo en la varada oquedad de su cabeza. Sólo quedaban los anhelos del nuevo oficio que le reportaría fama y gloria eterna, las crónicas que escribiría en aquella villa no tendrían parangón con ninguna que nadie hubiera escrito hasta entonces.

Los gañidos de las placeras se confundían con la algarabía de las bestias; las animadas disputas de los tratantes de ganado eran interrumpidas por los graves mugidos de un semental en plena monta; la voz chillona de un chalán ofreciendo sus quesos de cabra deslucía la envolvente musicalidad de los versos. Y, sobre todos ellos, el lúgubre metal del campanario parecía querer solemnizar la espontaneidad lúbrica del mercado. Un profundo escalofrío recorrió la espalda de Suero al oír el toque grave y espacioso. “¡Más me valdría la muerte que esta vida tal!”, gemía Gonzalo Gustioz por boca del juglar.

Calló de repente, esbozando una mellada sonrisa, tan vacía como su estómago. Se quedó alelado, observando los medallones tallados en el friso que culminaba el atrio del concejo. En uno de ellos se representaba la figura exenta de un escribiente con un libro en la mano y, en el siguiente, a un juglar con laúd y tamboril. Se vio inmortalizado en piedra por partida doble: reconocía su propio rostro en las figuras enmarcadas dentro de las cenefas circulares de sillería, pese al tosco trabajo del cantero.

Esta última emoción premonitoria lo derrumbó como pelele contra la pared de la iglesia. Un viejo le increpó para que continuara con el relato, pero sólo consiguió atraer una mirada idiota, de ojos vacíos. El batir de las campanas junto con las mieles de piedra de la inmortalidad trepanaban su memoria cuando la inanición y el frío ya habían agarrotado los resortes físicos del viejo trovador.

Un cura, que en esos momentos dejaba la iglesia, reparó en la figura estrafalaria de Láinez. No pudo menos que acercarse y apartar a las gentes, que, alteradas por el silencio del trovero y aprovechando su imagen de monigote, comenzaban a increparle y a arrojarle todo tipo de inmundicias. Mientras lo sentaba junto a él en el atrio del pórtico, escrutó con detenimiento los raídos oropeles de su atuendo. No se correspondían con los de titiriteros y vagabundos que hasta allí se allegaban todos los miércoles desde Dios sabría dónde. Tras su escrupulosa observación, se despertó una curiosidad que lo impulsó a ofrecerle el abrigo de su casa. Recogió el instrumento, maltratado por los podridos proyectiles del incondicional senado, y agarrando por debajo del brazo a Suero, se abrieron paso entre la multitud hasta una casona próxima a la iglesia.



Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de José Urbano Hortelano, Criaturas del Piripao (Carena, 2011), en Ojos de Papel