Viviana Fernández García: <i>Taradas</i> (Ediciones Carena, 2010)

Viviana Fernández García: Taradas (Ediciones Carena, 2010)

    AUTORA
Viviana Fernández García

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Lugo (España), 1980

    BREVE CURRICULUM
Estudió periodismo en la Universidad San Pablo CEU y traducción en la Universidad Pontificia de Comillas-ICADE, en la que se especializó en interpretación. También obtuvo el título de traductor jurado (inglés-español). En 2006 se mudó a Haití, donde fue consultora de comunicación en UNICEF e impartió clases de poesía española del siglo XX en la Universidad de Haití. Vive en Luxemburgo. Trabaja para la Embajada de España ante la UE y cursa un máster en marketing digital en el Instituto de Empresa




Creación/Creación
Viviana Fernández García: Taradas
Por Viviana Fernández García, jueves, 1 de julio de 2010
Taradas, de Viviana Fernández García, es la historia de cuatro chicas aparentemente defectuosas: Esther es adicta al sexo, autoritaria y manipuladora; Virginia es hipersensible, acaba de descubrir la noche y abusa de las drogas; Carla es romántica pero está llena de complejos, busca el amor verdadero a cualquier precio, y Silvia es paranoica y tiene graves problemas para aceptarse y relacionarse con los demás. La vida de estas cuatro jóvenes converge en un momento crucial y cambia para siempre. Esther, Virginia, Carla y Silvia entablan una amistad que pondrá al descubierto la verdadera personalidad de cada una, sus pensamientos más íntimos, sus luchas personales. Relatada de forma autobiográfica por todos sus personajes, el lector es cómplice de los reveses que el destino les tiene preparado. En Taradas podemos comprender la singularidad de cada uno de ellos, pero no podemos prever lo que les depara el azar: Silvia y Virginia se suben al coche de un desconocido tras una noche de fiesta con opuestas consecuencias para cada una…


La madre de Esther

Toda mi infancia he espiado el comportamiento de los adultos. Los suspiros de mi madre, el gesto dócil y servicial de mi padre, la risa histérica y convulsa de Teresa, la mirada lúcida y desafiante de César.

De pequeña pensaba que César y Teresa eran las personas más felices del mundo, y así era, por lo menos de mi mundo. Teresa había sido compañera de facultad de mi madre y desde entonces estaban muy unidas. Se reunían a menudo para salir y de vez en cuando venían a cenar a casa. Entonces mi madre se pasaba la tarde en la peluquería y en la cocina, y a mi me despachaba a jugar a la calle sin muchos miramientos. Era el mismo movimiento frenético que la noche de Navidad. El mantel blanco de puntilla perfectamente planchado, la vajilla buena, la cubertería de plata, el pasamanos resplandeciente, las velas inmaculadas, el pelo de mi madre petrificado y firme, como mi padre, que no decía nada pero veía a mi madre desasosegada e irascible con un inalterable gesto de fastidio.

César era el clásico triunfador. Tenía su gabinete de abogados, un coche de marca impronunciable, una mujer siempre de excelente humor, un profesor de pádel, y muchos amigos envidiosos, como mi madre. Eso imaginaba yo por las veces que le oía decir a mi padre: “Si fueras como César, pues César es bastante más generoso con su mujer”, “Ojalá tuviéramos una casa en la playa como César”, “¿Es que no puedes ponerte corbata como César?”, “Fíjate, a César le gusta hacer deporte”... Yo debo de ser de los pocas mujeres que no han sufrido el complejo de Edipo, sino de César. ¿Cómo iba yo a enamorarme de mi padre si a todas luces César era mucho mejor? También es por culpa de mi madre que siempre he visto a mi padre como un buen hombre. Un buen hombre tranquilo, un buen hombre sin ambición, un buen hombre del montón.

Yo sospecho ahora que Teresa estaba al corriente de los esfuerzos de mi madre por dar cenas fastuosas e imagen de familia próspera y que incluso se burlaba de ella metiéndola en pequeños aprietos, preguntando si además de vino blanco tendría una botella de champán rosa en la nevera, o recomendándole tratamientos de belleza y diseñadores que bien hubieran desbaratado el presupuesto familiar. Mi madre no dejaba de sonreír pero no encontraba el momento de escaparse a mi habitación para pedirme que corriera al restaurante más próximo y pidiera Moët & Chandon rosa, u otro en su defecto.

Sí, yo creía que eran la pareja más feliz de mi pequeño mundo, sobre todo por la risa estruendosa, sincera y espontánea de Teresa que siempre eclipsaba la risa congelada y moribunda de mi madre.

Cuando terminé la carrera de derecho, entré a trabajar al gabinete de abogados de César. Mi trabajo no era relevante y mi sueldo tampoco me permitía dejar de vivir en casa de mis padres, pero estaba satisfecha porque era la única de mis compañeras que no se pasó meses echando currícula ni rellenando solicitudes para becas ni másteres. La amistad que tanto había cuidado mi madre empezaba a dar frutos.

Mis compañeros de trabajo eran mayores que yo pero su trato siempre fue cordial. Tenía un horario aceptable y por la irrelevancia de mis tareas nunca tuve que hacer horas extras.

César seguía siendo un hombre atractivo, se mantenía delgado y tenía todo el cabello cubierto de canas, lo que le daba un aire elegante. Inconscientemente, yo nunca había dejado de estar enamorada de mi héroe de infancia y ya por entonces fantaseaba con la idea de vivir en su casa, de conducir su coche y de hacerle perder la cabeza.

Lo que nunca me imaginé fue que sería tan fácil conseguirlo.

Aunque nunca me fui a vivir a su casa, sí conduje su coche y sí le hice perder la cabeza. A los cuatro meses de trabajar para él, César y yo éramos amantes.

Durante esa época, nunca tuve remordimientos ni miedos. Yo gozaba de un trato preferente en el trabajo, y de una vida privada, a mi parecer, muy interesante. Todo era relativamente sencillo. Me enviaba un e-mail citándome en algún restaurante de otra zona. Él salía de la oficina media hora antes que yo y regresaba media hora después. Nunca creí que mis compañeros sospecharan nada, aunque debían de maldecir mi buena suerte porque el jefe nunca me sorprendía tomándome demasiado tiempo para almorzar. Teresa estaba siempre ocupada en el gimnasio, en clases de pintura y en reuniones de amigas, así que también disponíamos de su casa de invierno, de verano, y de algún piso que todavía no tenían alquilado. Con la disculpa de instruirme, a menudo lo acompañé a los juicios, reales o no. Fue una etapa divertida donde yo creía que me comía el mundo y que nadie, nunca, podría resistirse a mí. Y no, no me sentía utilizada. Bastantes novios habían tenido ya más problemáticos que César de los que no había obtenido nada en absoluto. Además fui yo quien le dejó. Quién un día decidió irse a Madrid y dejarlo todo atrás. Fue una historia sin consecuencias. Él siguió con su mujer de risa estruendosa y yo seguí con mi vida. No hubo lágrimas ni llamadas telefónicas. Nunca me arrepentí.

Ese final no fue doloroso pero sí precipitado. Lo provocó un hecho concreto. Una escena que se ha quedado para siempre grabada en mi cabeza. César y yo estábamos besándonos en su coche a dos manzanas de mi casa, era de noche y yo llevaba la camisa completamente abierta. Me giré y miré por la ventana y entonces la vi. Mi madre estaba mirándonos fijamente desde una distancia prudente. En su cara no reconocí gestos de sorpresa ni indignación. Tuve que darle la espalda y me cerré con prisa la camisa como si eso fuera a salvarme del bochorno o a borrar de su retina lo que acababa de presenciar. Le pedí a César que arrancara el coche y me dejará en el cruce más próximo a mi casa. Empecé a caminar.

Durante ese recorrido, el más incómodo que jamás habría de hacer en mi vida, me mentalicé en soportar la bronca de mi madre o su desprecio con entereza. Iba a cumplir cualquiera de sus castigos con madurez y no me echaría a llorar. Le propondría terminar con aquella aventura, irme durante algún tiempo a Madrid. Le demostraría con el tiempo mi sensatez.

Por mi mente pasaron mil preguntas hipotéticas que supuse ella querría hacerme. Improvisé respuestas. Me temblaban las piernas y las manos. Tuve que detenerme y coger aire. Puede que durante esos minutos sí me arrepintiera de aceptar la primera vez que César me invitó a cenar aprovechando que su suegro estaba en el hospital y que su mujer pasaría la noche con él. Y de haber caminado desnuda por su casa husmeando entre sus cosas. Puede que durante esos minutos sí me arrepintiera de haberle escrito e-mails eróticos hablándole de mi ropa interior, o de haber estado con él en sitios públicos donde fácilmente podrían habernos visto. ¡Mierda! Pero mira que soy estúpida. ¿Qué le digo? ¿Qué le digo? Cuando llegué a casa la cabeza me dolía y el corazón estaba a punto de estallar.

Mi madre estaba en la cocina. Preparaba la cena. Mi padre no había llegado.

Durante días esperé a que mi madre viniera a hablar conmigo. Escudriñé su comportamiento pero no detecté nada anormal. ¡No puede ser! Me desesperaba, me atormentaba esa normalidad fingida. ¡Por Dios! ¡Mi madre que nunca ha aprobado ninguna de mis relaciones! Que si éste no tiene carrera, que si el otro es feo, que si aquél vive en el extrarradio, ¡¡que si fulanito no tiene carrera, es feo y además vive en el extrarradio!!

Durante días esperé el chaparrón. Me volví loca esperando y observando a mi madre. Ni rastro de rabia contenida, enfado o decepción. Llegado el viernes organizó otra cena fastuosa para César y Teresa. Fue la primera y última a la que me invitó. Tuve miedo a contradecirla así que asistí. Presentía algún numerito, algún escarmiento. Algo se traía mi madre entre manos. No ocurrió nada especial. César estaba visiblemente incómodo y me interrogaba con los ojos. Yo prácticamente no hablé. Por primera vez las risas de mi madre eclipsaron a las de Teresa. Estaba pletórica, feliz, deslumbrante.

Dos días después yo estaba en un autobús con destino a Madrid. No pude odiar a mi madre. Su venganza había sido perfecta.
 


Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de Viviana Fernández García, Taradas (Carena, 2010).