María Dolores Benito Alonso: <i>Paisajes de vida, de amor y de muerte: Umbral, Azorín y Unamuno</i> (Ediciones Carena, 2009)

María Dolores Benito Alonso: Paisajes de vida, de amor y de muerte: Umbral, Azorín y Unamuno (Ediciones Carena, 2009)

    AUTOR
María Dolores Benito Alonso

    BREVE CURRICULUM
Profesora Titular de Lengua y Literatura en la Universidad de Barcelona y profesora-tutora de la UNED. Ha publicado, entre otros, Los Pasos Vividos (poemas), Trazos al Aire (cuentos) y los ensayos Soledad en los personajes de Ernest Hemingway y El problema del tiempo en Virginia Woolf. Entre sus artículos literarios destacan los dedicados a Neruda, Nebrija, Delibes, Vallejo, Machado, Whitman y mujeres que han obtenido un Premio Nobel



Ediciones Carena

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Tribuna/Tribuna libre
Paisajes de vida, de amor y de muerte: Umbral, Azorín y Unamuno
Por María Dolores Benito Alonso, lunes, 2 de marzo de 2009
Este libro, Paisajes de vida, de amor y de muerte recoge pequeños estudios y reflexiones acerca de determinadas obras literarias cuyos autores (Francisco Umbral, Azorín, Miguel de Unamuno...), por un motivo u otro, han influido hondamente en nuestra percepción cultural. Las consideraciones aquí expuestas corresponden a obras cuyos autores pertenecen a diferentes épocas. No hay, por consiguiente, más unidad entre ellas que la derivada de lo que, a nuestro juicio, son los pilares sobre los que se sustenta la literatura en general: vida, amor y muerte.
La primera de éstas se centra en la obra de F. Umbral, Mortal y Rosa; el motivo es sencillo, su lectura nos fascinó porque hemos hallado en ella, magistralmente unidos, los tres temas que anteriormente hemos mencionado. Así pues bajo el título Mortal y Rosa: atalaya del dolor y del amor intentamos ahondar en el triángulo temático ya mencionado.

En segundo lugar, en Alma y Paisaje nos sumergimos en la prosa de Azorín a través de su libro Castilla. La riqueza lingüística que el lector puede percibir gracias a sus descripciones llenas de vida son una auténtica muestra de impresionismo literario. Y no es de extrañar porque si nombramos las palabras luz, color, cielo, llanura, mar, figuras, vida… todas tienen en definitiva, cabida y presencia casi constante en los “cuadros literarios” de Castilla. Lógico, por otra parte, porque la generación del 98, a la que pertenece Azorín y a la que él dio nombre, es la que inicia la exploración física de España, hasta entonces casi enteramente desconocida, y el propio autor de Castilla era consciente de que un escritor-artista ha de saber interpretar la emoción del paisaje. Él lo hizo.

En tercer lugar, la admiración hacia la obra literaria de M. Unamuno unida a su personal concepción de la novela-nivola, como él la definió, nos llevó literariamente hablando, y de la mano de Augusto Pérez, personaje protagonista de Niebla, a considerar esta obra como una tragedia bufa, de ahí el título de este apartado. En ella aparecen la ficción y la realidad bajo el denominador común de la bufonería y la tragedia, porque es un loco empeño quijotesco querer sortear la muerte, según nos dice su autor.

Y, finalmente, el lector se hallará con Camino paralelo del amor y de la muerte a través de textos poéticos. Surge al considerar que la conexión de la muerte con el amor es uno de los grandes temas de la literatura y del arte en general. Hemos seleccionado diferentes fragmentos significativos correspondientes a distintas épocas literarias que reflejan como el amor, en toda su gama de manifestaciones, es un impulso vital que ha dado páginas bellísimas a nuestra lírica.

ALMA Y PAISAJE: José Martínez Ruiz (Azorín) (1873-1967)

Hace ya muchos años en uno de nuestros primeros artículos -publicados en El Correo de la Unesco de Barcelona- sobre “Alma y paisaje” nos formulábamos la siguiente pregunta, ¿es el alma la que influye en el paisaje o es éste, por el contrario, el que invade nuestro espíritu? Inevitablemente, al adentrarnos en la obra de Azorín, objeto de nuestro estudio, han llegado por los extraños caminos del tiempo y de la memoria, aquellas interrogaciones como eje central del citado artículo.

En realidad, el paisaje nace de la contemplación humana y cada uno de ellos se recrea en cada espectador, bien lo sabía Azorín, o, dicho de otro modo, es distinto según los ojos que lo contempla. Según el autor nosotros somos el paisaje, éste es nuestro espíritu, sus melancolías y sus anhelos.

Volvemos, en definitiva, a aquel artículo mencionado y nos atrevemos a afirmar que si un paisaje es un estado del alma, cabría decir, paradójicamente, que también el alma es un estado de paisaje por ser mutua la relación entre lo contemplado y el espectador. Así pues, el campo o ciudad, caminos y gentes, nubes y sol… son, a la vez, objeto estético y objeto afectivo porque reflejan el espíritu, en definitiva, el alma de las cosas y el propio “sentir” de quien las contempla.

Azorín capta el color: el color del monte, del río, de las piedras, de los árboles y sus diferentes tonalidades, del cielo en una meseta de infinitos horizontes. Llega al alma de las cosas y vive a “tempo lento” lo vetusto y decadente de los pequeños pueblos castellanos en una prosa de incomparable riqueza y estilo inequívoco en el que resalta el rasgo estilístico por excelencia de Castilla: la adjetivación, que podremos “leer y contemplar”, “ver y sentir” a través de los siguientes fragmentos seleccionados como ejemplo todos ellos de impresionismo literario:

[…] Sí; tienen una profunda poesía los caminos de hierro. La tienen las anchas, inmensas estaciones de las grandes urbes, con un ir y venir incesante -vaivén eterno de la vida- de multitud de trenes; los silbatos agudos de las locomotoras, que repercuten bajo las vastas bóvedas de cristales; el borbotar clamoroso del vapor en las calderas; el zurrir estridente de las carretillas; el tráfago de la muchedumbre; el llegar raudo, impetuoso, de los veloces expresos; el formar pausado de los largos y brillantes vagones de los trenes de lujo que han de partir un momento después; el adiós de una despedida inquebrantable, que no sabemos qué misterio doloroso ha de llevar en sí; el alejarse de un tren hacia las campiñas lejanas y calladas, hacia los mares azules. Tienen poesía las pequeñas estaciones, en que un tren lento se detiene largamente, en una mañana abrasadora de varano; el sol lo llena todo y ciega las lejanías; todo es silencio; unos pájaros pían en las acacias que hay frente a la estación; por la carretera polvorienta, solitaria, se aleja un carricoche hacia el poblado, que destaca con su campanario agudo, techado de negruzca pizarra.

-Los ferrocarriles-

Precisa y exacta descripción que permite al lector adentrarse en este “recorrido poético”.

***

[…] Llevan dibujo y mapa esta leyenda: “Hízolo con la pluma Don Ramón César de Conti. Londres, 20 de octubre de 1829.” Por primera vez, acaso, debía aparecer, ante la generalidad de los españoles que contemplaran el dibujo aludido, la imagen de un ferrocarril. Imagen casi microscópica por cierto. El dibujante ha representado un pedazo de mar y un alto terreno en la costa. En el mar se ve un vapor con una alta y delgada chimenea; allá arriba, en la costa, se divisa, en el fondo, una fábrica ,que lanza negros penachos por sus humeros, y luego, acercándose al borde del acantilado, aparece una extraña serie de carruajes. Delante de todos está un diminuto y cuadrado cajón con una chimenea que arroja humo; luego vienen detrás otros cajoncitos, separados por anchos claros –un metro o dos tal vez- y unidos por cadenas. Debajo de tan raro tren se divisa una raya, sobre la que están puestas las ruedas de los vagones. (pp. 26 -27).

-El primer ferrocarril español-

Descripción no exenta de ironía y llena de afectividad. Parece que “contemplamos” un dibujo infantil.

***

[…] En el fondo se destaca el portalón de la casa; en la vasta cocina, bajo la ancha campana de la chimenea, borbollan unos pucheros, dejando escapar un humillo tenue a intervalos, produciendo un leve ronroneo. En los días de verano -el ardiente verano de Castilla-, el sol ciega con sus vivas reverberaciones el paisaje; en el patio de la venta suena de tarde en tarde el estridor de la roldana del pozo; unas abejas se acercan a las pilas y beben ávidas, mientras su cuerpecillo vibra voluptuosamente.

[…] Las posadas, en su variedad, se muestran pintorescas y múltiples. Unas están en estrechas callejuelas: las mismas callejuelas en que flamean las mantas multicolores en las puertas de los pañeros y en que resuenan los golpes de los porcoceros y orives. Otras se levantan en las anchas plazas de soportales con arcos disformes, irregulares, desiguales; unos, anchos; otros, angostos; unos, altos con columnas de piedras; otros, derrengados, con postes viejos de madera. Tal posada tiene un balconcillo con los cristales rotos, sobre la puerta; tal otra tiene un zaguán largo y estrecho, empedrado de puntiagudos guijarros.

[…] ”Todo está en silencio; en la fondita destartalada, un criado, con la blanca pechera ajada, dormita en una butaca. Hay en la pared un cartel de toros. Allá arriba se abre un pasillo al cual dan las puertas de los cuartos. Se oye a lo lejos, en la serenidad de la noche, el campanéo –a menudas campanaditas- de un convento.

[…] A la mañana siguiente examinamos la fondita destartalada, al levantarnos. El pasillo largo -embaldosado de ladrillos rojizos, algunos sueltos- da a una galería
[…] ¡Oh ventas, posadas y fonditas estruendosas y sórdidas de mi vieja España

- Ventas posadas y fondas-

¿Acaso no “ve y siente” el lector el silencio de estos entrañables rincones ya desaparecidos y ese recurso, tan característico del autor, que es el empleo de diminutivos llenos de afectividad?

***

[…] En los meses de marzo y agosto, súbitas tolvaneras se levantan en la llanada y corren vertiginosas a lo largo de los caminos. No hay ni árboles ni fontanas. La siega ha sido hecha; todo el campo está de un color amarillento, ocre. Llega la fiesta del patrón. En la plaza Mayor han cercado las bocacalles con recias talanqueras y carromatos; llamean los cubrecamas rojos, encendidos, en los balcones. Se va a celebrar la corrida. Todos los mozos del pueblo se hallan congregados aquí; tienen los carrillos tostados y bermejos. En las ventanas asoman las beldades aldeanas: algunas, redondas de faz, con las dos crenchas de pelo lucientes, achatadas; otras, de cara fina, aguileña, y ojos verdes, de un transparente, maravilloso verde; mozas que, en medio de esta rudeza, de esta tosquedad ambiente, tienen -acaso regazo secular- una delicadeza y señorío de ademanes, una melancolía e idealidad en la mirada que nos hacen soñar un momento profundamente.

- Los toros-

De nuevo el estilo lento con técnica impresionista que permite observar los pequeños detalles de una fiesta popular.

***

[…] En el primer balcón de la izquierda, allá en la casa de piedra que está en la plaza, hay un hombre sentado. Parece abstraído en una profunda meditación. Tiene un fino bigote de puntas levantadas. Está el caballero sentado, con el codo puesto en uno de los brazos del sillón y la cara apoyada en la mano. Una honda tristeza empaña sus ojos.

¡Eternidad, insondable eternidad del dolor! Progresará maravillosamente la especie humana; se realizarán las más fecundas transformaciones. Junto a un balcón, en una ciudad, en una casa, siempre habrá un hombre con la cabeza, meditadora y triste, reclinada en la mano.

-Una ciudad y un balcón-

Junto a los rasgos físicos vemos otros elementos que sugieren estados de ánimo, actitudes y, sobre todo, nostalgia. Nadie podrá arrebatarle su dolor; nos remitimos a la Égloga I de Garcilaso de la Vega, verso que encabeza este “cuadro”… “No me podrán quitar el dolorido sentir”.

***

[…] La catedral es fina, frágil y sensitiva. La dañan los vendavales, las sequedades ardorosas, las lluvias, las nieves. Las piedras areniscas van deshaciéndose poco a poco; los recios pilares se van desviando; las goteras aran en los muros huellas hondas y comen la argamasa que une los sillares. La catedral es una y varia a través de los siglos; aparece distinta en las diversas horas del día; se nos muestra en distintos aspectos de las varias estaciones. En los días de espesas nevadas, los nítidos copos cubren los pináculos, arbotantes, gárgolas, cresterías, florones; se levanta la catedral entonces blanca sobre la ciudad blanca. En los días de lluvia, cuando los canales de las casa hacen un ruido continuado en las callejas, vemos vagamente la catedral a través de una cortina de agua. En las noches de luna, desde las lejanas lomas que rodean la ciudad divisamos la torre de la catedral, destacándose en el cielo diáfano y claro. Muchos días del verano, en las horas abrasadoras del mediodía, hemos venido con un libro a los claustros silenciosos que rodean el patio: el patio con su ciprés y sus rosales.

- La catedral-

Visión de la catedral como algo permanente y eterno, pero que a la vez varía a través del tiempo; semejante a un cuadro cuyos colores parecen transformarse según sea la luz hacia él dirigida.

***

[…] No puede ver el mar la vieja Castilla; Castilla, con sus vetustas ciudades, sus catedrales, sus conventos, sus callejuelas llenas de mercaderes, sus jardines encerrados en los palacios, sus torres con chapiteles de pizarra, sus caminos amarillentos y sinuosos, sus fonditas destartaladas, sus hidalgos que no hacen nada, sus muchachas que van a pasear a las estaciones, sus clérigos con los balandranes verdosos, sus abogados -muchos abogados, infinitos abogados- que todo lo sutilizan, enredan y confunden. Puesto que desde esta ventanita del sobrado no se puede ver el mar, dejar que aquí, en la vieja ciudad castellana, evoquemos el mar.

[…] Vemos los puertos populosos, cuajados de barcos de todos los tamaños y de todas las naciones, con el boscaje de sus velámenes, con las proas tajantes, con las recias chimeneas; en el ambiente se respira un grato olor a brea; van y vienen por los muelles hileras de carros

[…] Pero nuestras evocaciones han terminado; desde las lejanas costas volvemos a la vieja ciudad castellana. Por la ventanita de este sobrado columbramos la llanura árida, polvorienta; el aire seco, caliginoso. Suenan las campanadas lentas de un convento. Castilla no puede ver el mar.

-El mar-

Descripción llena de añoranza que permite al lector sentir la llanura castellana que, a través del recuerdo del autor, evoca al mar.
 

Nota de la Redacción: el texto de esta prepublicación pertenece al ensayo de María Dolores Benito Alonso, Paisajes de vida, de amor y de muerte (Ediciones Carena, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento al director de Ediciones Carena, José Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.