Florencia, 19 de julio de 1576 Son las siete de la tarde. 
Tengo unas vistas únicas desde mi estudio, en el tercer piso de un céntrico 
palacio de Florencia situado entre la iglesia del Santo Spirito y el Palacio 
Pitti, la residencia de los grandes duques. Domino los tejados de casi todas las 
casas del norte de la ciudad; a la derecha, veo la torre del Palacio Viejo y, 
más allá, la majestuosa cúpula del Duomo. Conozco de memoria el panorama y nunca 
me canso de admirarlo. 
No veo el río Arno, que discurre a pocos pasos de 
aquí, pero yo sé que está ahí. 
Me parte el corazón pensar que mañana tendré 
que abandonarlo todo para marcharme al exilio. Aunque será un exilio no 
definitivo, podría durar años. 
¿El motivo? Mi conducta de los últimos 
tiempos, que no ha gustado al gran duque. 
Sospecha que he sido cómplice de 
ciertas situaciones ocurridas en las últimas semanas, a decir verdad, no 
demasiado agradables, en las cuales no puedo negar mi implicación, del todo 
involuntaria. He decidido relatar los hechos tal como han sucedido, por si su 
maldición me golpeara antes de que consiguiera ponerme a salvo. 
Florencia 
aún está convulsionada por los acontecimientos de los últimos diez días, y creo 
que éste será un verano que nadie olvidará. 
Francisco I, nuestro gran duque, 
jamás me perdonará haber participado en los trágicos sucesos en que se ha visto 
involucrada su hermana, la princesa Isabel de Médicis, musa de artistas y 
poetas, apodada la Estrella de los Médicis por sus aspiraciones culturales, sus 
virtudes de princesa culta y refinada y su inigualable inteligencia. La digna 
representante de su pariente Lorenzo el Magnífico. 
El sol aún está alto. 
Ilumina la estancia con una apaciguadora claridad que me predispone a la 
escritura. 
A mi derecha tengo preparada una gran cantidad de hojas en 
blanco, y he rellenado el tintero de plata que Isabel me regaló. En uno de sus 
numerosos gestos de espontánea generosidad, se presentó con una sonrisa en los 
labios y una mano escondida detrás de la espalda, ocultando algo. 
Y, 
mientras yo me afanaba en abrir el paquetito que me había tendido de repente, 
devorado por la curiosidad porque siempre me han gustado los regalos sorpresa 
sin un motivo particular, ella me observaba con su alegre sonrisa, atenta a mi 
reacción. Cuanto más confuso estaba yo, ligeramente ruborizado por mi timidez, 
más feliz era ella de haber logrado sorprenderme, otra vez. 
—He encargado a 
nuestros plateros este tintero para vos, 
carissimo Ricciardi. Espero que 
sea de vuestro agrado —había dicho, ante mi confusión al descubrir aquella 
pequeña maravilla, con el emblema de mi familia grabado al frente, y detrás, «Al 
fiel amigo Ascanio Ricciardi, Isabel
». 
Cada vez que lo miro, oigo su 
voz. ¿Quién habría imaginado entonces que utilizaría precisamente su regalo para 
mojar en tinta mi pluma de oca y narrar su tragedia? 
Han ocurrido tantas 
cosas en estas últimas semanas que he decidido escribir este diario, para 
liberar mi mente y poder afrontar el futuro con más serenidad. 
Recuerdo una 
frase que Isabel decía de vez en cuando: 
—Mi 
caro Ricciardi. Tengo la 
cabeza vacía de tanto soñar. Entonces era muy feliz. Atravesaba uno de los 
momentos más emocionantes de su vida. 
Pero quizá debería empezar 
presentándome... 
Mi nombre es Ascanio Ricciardi. Soy Caballero de San 
Esteban, la más alta condecoración de la Corona, gentilhombre de la Corte de 
Francisco I de Médicis, gran duque de Toscana y despótico hermano de Isabel. 
Ascanio no es un nombre típico de Florencia. De hecho, proviene de las 
regiones lombardas, más al norte. Mi padre me lo puso en memoria y homenaje del 
cardenal Ascanio Sforza, hermano de los duques de Milán Gian Galeazzo Sforza y 
Ludovico el Moro. 
En tiempos lejanos, el cardenal había favorecido los 
negocios de mi abuelo paterno Giovanni, quien gracias a esta protección 
cardenalicia se convirtió en el principal artífice de nuestra fortuna familiar. 
Al morir, mi abuelo dejó en herencia un ingente patrimonio, que mi padre aumentó 
de manera considerable con ponderados negocios, hasta hacer hoy de mí uno de los 
hombres más ricos de la Toscana. 
Poseer una de las mayores fortunas del país 
no siempre ha sido un camino de rosas. Enseguida lo entendió mi padre, que debió 
sufrir en su carne los celos, la envidia y la rabia del anterior gran duque 
Cosme I, padre de Isabel y de su hermano Francisco. 
Los ingentes bienes 
acumulados en sólo dos generaciones suscitaron muchas rivalidades. No sólo por 
parte de los envidiosos comerciantes florentinos, sino también de la propia 
familia granducal, que no veía con buenos ojos el creciente poder económico de 
otra familia. Poco importaba que fuera amiga o enemiga. Todo aquel que 
representara un eventual peligro para su supremacía debía ser puesto 
inmediatamente bajo su riguroso control. 
Y mi padre cayó en un grave error 
del que se arrepintió el resto de sus días. 
Pese a ser un hombre francamente 
bueno, cometió un día la imprudencia de vanagloriarse del éxito que lo 
embriagaba aunque sólo fuera un poco. Orgullosísimo del nuevo palacio que se 
había hecho construir sobre el río Lugarno en el centro de Pisa, no pudo 
resistir la tentación de organizar una suntuosa recepción en honor del gran 
duque Cosme I con motivo de su estancia en la ciudad. Pensaba ingenuamente que, 
de este modo, todos los notables de la región invitados al festejo habrían 
podido constatar con sus propios ojos la extensión de su fabulosa opulencia, y 
respetarlo por ello. 
Fue un gravísimo error. 
Cuando Cosme I visitó el 
palacio, espléndidamente decorado con particular gusto y profusión de riqueza, 
enmudeció ante tantas maravillas acumuladas: los preciosos cuadros, los muebles, 
la abundancia de platería, las bellísimas tapicerías de Flandes. En vez de 
felicitar a mi padre, y alegrarse por su nueva morada, se incomodó. 
¿Cómo se 
atrevía aquel pequeño burgués supuestamente enriquecido con la usura, la cual le 
recordaba a una práctica común en tiempos de sus antepasados, a pavonearse ante 
él, el gran duque, exhibiendo un lujo nunca visto ni en el palacio granducal? 
Decidió castigar al presuntuoso retirándole su favor. 
Desde aquel día, 
mi padre dejó de ser recibido en la corte, y fue considerado un apestado al que 
convenía evitar por quienes el día anterior se jactaban, orgullosos, de ser sus 
amigos. Vio que se le cerraban sin motivo aparente las puertas de las mejores 
casas de Florencia, una tras otra. El pobre hombre murió del disgusto, 
abandonado por todos, en el bellísimo palacio que tanto amaba y que había sido 
la causa de su desgracia. 
He aprendido la lección. 
Después de su muerte, 
teniendo en cuenta que yo era su único hijo y heredero universal, se me ocurrió 
poner en venta el tan polémico y ya molesto palacio pisano. En cierto modo, 
pensaba atenuar un poco el resentimiento granducal, cosa que después no sucedió, 
porque Cosme guardaba un profundo rencor que me persiguió hasta su muerte. Como 
anécdota, precisaré que el palacio me lo compró un rico comerciante judío de 
Livorno. 
He tenido que esforzarme mucho para recuperar el favor de la corte, 
sin el cual no es posible llevar una vida social decente en Florencia. 
He 
intentado mantener la discreción haciéndome el ingenuo para no despertar los 
celos del nuevo gran duque Francisco I, y, para ganarme su benevolencia, incluso 
he aceptado revenderle por un precio irrisorio algunas de mis actividades 
mercantiles. 
El sacrificio ha valido la pena porque Francisco, agradecido 
por el gesto, me ha demostrado su satisfacción recompensándome con el 
nombramiento como Caballero de San Esteban y poniendo fin, así, al destierro no 
oficial de mi familia. Me volvió a abrir las puertas del palacio. 
Esto en 
cuanto a mi persona. Ahora hablaré de Isabel. 
¿Quién era en realidad? 
Para mí, la princesa más hermosa del Renacimiento italiano. Al menos, de 
entre todas las que he conocido. 
Rubia, de ojos azules, con una gracia única 
y un porte de reina, aunque no demasiado alta. Brillante conversadora, culta; 
tocaba varios instrumentos, escribía poesías, y era amante y protectora de 
artistas, en particular de músicos y poetas. 
Isabel nació el 31 de agosto de 
1542, hija de Cosme I y su bellísima consorte la española Leonor Álvarez de 
Toledo, descendiente directa del virrey de Nápoles. Enseguida se convirtió en la 
hija predilecta. 
El día de su nacimiento, Cosme I, loco de alegría, arrojó 
monedas de oro a la plaza desde las ventanas del palacio Viejo en señal de 
júbilo. A la recién nacida se le impusieron los nombres de Isabel Rómula. Era la 
tercera hija de la pareja granducal. Un año antes, el 25 de marzo de 1541, había 
nacido el esperado heredero varón, Francisco, bautizado con ese nombre en 
homenaje a una promesa hecha por Leonor al santo de Asís para tener un hijo 
varón, después del nacimiento de una primera niña, María, el 3 de abril de 1540. 
A la edad de cinco años, Isabel fue confiada a renombrados profesores para 
que le enseñaran latín, griego, alemán y música; ya aprendía español y francés 
de su madre. Demostraba una gran habilidad interpretativa, en especial con el 
laúd y el arpa. Y le eran impuestos ejercicios físicos al aire libre, para 
reforzar su naciente belleza. 
Leonor había dado once hijos a Cosme. Después 
de Isabel, en septiembre de 1543, nació el futuro cardenal Juan. En agosto de 
1546, nació Pedro, llamado Pedrito, que vivió sólo diez meses. Y, en septiembre 
de 1547, nació García. El 30 de julio de 1549, nació otro varón, Fernando, el 
futuro cardenal; y, el 3 de agosto de 1544, el último hijo, llamado nuevamente 
Pedro. 
Podría aventurarme a asegurar que el matrimonio de Cosme y Leonor fue 
acertado y, simplemente, feliz. 
A pesar de los numerosos años vividos en la 
Toscana, Leonor nunca llegará a hablar bien el italiano; siempre permanecerá 
rodeada de una corte de españoles, y hasta sus damas de compañía serán 
españolas, hecho que incomoda bastante a las familias aristocráticas 
florentinas. Por otra parte, su obsesión por las magníficas joyas y las 
fabulosas sumas de dinero perdidas en el juego van limando, poco a poco, la 
inicial simpatía que había inspirado su llegada a Florencia. 
Debo decir, en 
su defensa, que los florentinos siempre han sido unos grandes murmuradores. Les 
gusta criticar. Ya sea por despecho o por pura envidia, siempre tienen a punto 
alguna palabrota ácida que destinar al blanco de su mordacidad. 
Fue ella 
quien compró, por nueve mil escudos de oro pagados de su bolsillo, el palacio de 
una familia arruinada, los Pitti, para ampliarlo y modificarlo a sus expensas 
hasta convertirlo en una de las residencias más lujosas de toda Italia. A 
diferencia de las demás, situadas en el centro de la ciudad, el Palacio Pitti 
poseía un enorme parque que se extendía sobre toda la colina de Boboli, lo cual 
lo hacía especialmente atractivo. 
Resulta curioso que nunca le hubieran 
cambiado el nombre y la conservaran siempre como el Palacio Pitti. Hoy sigue 
siendo la residencia principal de la familia granducal. 
El futuro de la 
princesa Isabel estaba marcado desde su más tierna infancia. 
En julio de 
1553, Cosme I firma el contrato de matrimonio de su hija Isabel, que aún no ha 
cumplido los nueve años, con Paolo Giordano Orsini, futuro duque de Bracciano y 
miembro de una poderosa familia de Roma, ya anteriormente relacionada con los 
Médicis. Una de sus representantes, Clarice Orsini, se había casado con Lorenzo 
el Magnífico; mientras que otra, Alfonsina Orsini, lo había hecho con su hijo, 
Pedro II. Las nupcias de Isabel no se celebraron hasta 1558, cuando cumplió los 
dieciséis años. 
Gracias a este matrimonio, Paolo Giordano mejoró 
considerablemente su trágica situación económica, ya que el gran duque de la 
Toscana desembolsó 50.000 escudos de oro por la dote de Isabel, además de otros 
5.000 escudos en joyas. Por si eso fuera poco, la corte papal, que veía con 
buenos ojos su enlace con Isabel porque lo vinculaba a la poderosa familia de 
los Médicis, confirió a Paolo Giordano la elevación de su feudo de Bracciano a 
ducado en 1560. Una unión, pues, muy ventajosa para él. 
Para Isabel, en 
cambio, este matrimonio fue una auténtica desgracia, y nunca he conseguido 
entender qué ventajas había visto Cosme I en sacrificar a la «niña de sus ojos», 
como él la llamaba, por el bien de este pobre desgraciado. 
Personaje hosco, 
desprovisto de sentimientos, impulsivo, violento y gran derrochador, todo el 
tiempo que duró el matrimonio llevó una doble existencia. Vivía principalmente 
en Roma, su ciudad, con su amante, una tal Vittoria Accoramboni; mientras que 
Isabel prefería residir en la Toscana. 
Esto por lo que a ella respecta. 
Ahora, los hechos. 
Los graves sucesos que ahora me llevan al exilio se 
desencadenaron hace un par de semanas, con la fiesta organizada a finales de 
junio en honor de la visita a Florencia del nuevo virrey de Nápoles, don Íñigo 
López de Hurtado de Mendoza, marqués de Mondéjar. 
El virrey vino acompañado 
por un numeroso séquito, en el cual se encontraban sus músicos. 
Los 
administradores del palacio Granducal, a quienes había correspondido el encargo 
de acomodar a la numerosa comitiva, me pidieron que alojara a algunos de los 
huéspedes en mi palacio; y acepté de buen grado, puesto que era una práctica 
común, cuando Florencia se llenaba de visitantes, que los particulares 
recibieran la petición gubernamental de abrir sus palacios a los huéspedes del 
gran duque. 
Además de un par de nobles napolitanos con sus respectivos 
criados, todos gente muy ruidosa pero también divertida, que animaron durante su 
estancia en mi casa la vida más bien tranquila y monótona que suelo llevar 
cuando estoy solo, me tocó también uno de los músicos. 
En realidad, no era 
un verdadero músico, sino un distinguido caballero de Córdoba que se deleitaba 
tocando la vihuela. 
De buena presencia, bastante buen mozo diría yo porque 
era más alto que la media y estaba bien proporcionado, tenía una gran cabellera 
negra digna de envidiar, pues mi pelo es más bien rubio y fino, y una intensa 
mirada de conquistador a la cual muy pocos se resistían. Su nombre era Antonio, 
y enseguida nos hicimos amigos. 
Antonio tenía un notable talento para tocar 
la vihuela, motivo por el cual el virrey, a quien Antonio había sido presentado 
en las cartas de un conocido común, le había propuesto integrarlo en su séquito. 
Él había aceptado la oferta de inmediato, ya que había ido a Italia para conocer 
el país. ¿Y qué mejor ocasión que viajar con el séquito del virrey de corte en 
corte? 
Sería injusto acusar a Antonio de todos mis males, pero también 
es verdad que desempeñó un papel fundamental, aunque involuntario. 
Cuando 
Isabel lo conoció, atravesaba uno de los momentos más críticos de su vida. Él 
apareció en el momento oportuno, cuando ella comenzaba a mirar a su alrededor en 
busca de nuevas distracciones, y de un sentido a su estupenda madurez. Fue un 
encuentro predestinado. Isabel cayó rendida a sus pies; se enamoró perdidamente 
del guapo caballero andaluz, que representaba todo lo que siempre había soñado. 
Desde hacía unos meses, y con los treinta y cuatro años cumplidos, se había 
dado cuenta de que el tiempo pasaba inexorablemente. Se había hecho mujer, con 
todo el esplendor de su madura belleza, pero eso también significaba que había 
perdido la frescura de su juventud. Fue un duro golpe para ella. 
Su 
matrimonio era un verdadero desastre. Odiaba a aquel marido gordo y prepotente 
que le había tocado. 
Ella, siempre tan reflexiva y recatada, llegó a la 
dramática conclusión, a estas alturas de su vida, de que nunca había sido 
verdaderamente feliz. 
Consideraba que había pasado su existencia en una 
sucesión de obligaciones, deberes y sacrificios por el protocolo, cuando en el 
fondo, en el plano estrictamente personal, su vida había sido una catástrofe. No 
había conocido el amor, ese amor del que sus damas de compañía hablaban 
ruborizándose y riendo nerviosamente las tardes de invierno en torno a la 
chimenea, mientras bordaban y se hacían confidencias sobre su estado de ánimo. 
De niña, siempre se había sentido sola, encerrada en una jaula de oro. Le 
habría gustado tener una amiga con la que compartir sus primeras inquietudes, 
sus penas y sus esperanzas, pero no había sido posible. 
Sabía que su 
condición de princesa no le permitía ponerse al nivel de los corrientes mortales 
y demostrar sentimientos considerados un tanto vulgares, como el amor; sin 
embargo, de tanto oír hablar de ellos, le habría gustado experimentarlos, al 
menos una vez. 
Le bastaba con mirar a su alrededor. Sus padres habían sido 
muy felices, en todos los años que duró su unión. Ella no había tenido tanta 
suerte. 
Ya no se conformaba con ser la Estrella de los Médicis. Quería ser 
mujer, conocer emociones más fuertes; algo que la hiciera sentir viva. 
Antonio fue el instrumento. 
Si bien nuestra relación se había basado en 
una amistad bastante protocolaria (ella seguía siendo una princesa de la casa 
reinante, y yo, un simple caballero), aunque alguna vez tuve que intervenir a 
petición suya para saldar alguna deuda ineludible con préstamos que luego me 
reembolsaba regularmente, ya que era una derrochadora compulsiva, todo cambió de 
manera radical con la aparición del guapo andaluz. Se hizo más íntima. 
Como 
Antonio se alojaba en mi casa, nuestros lazos se estrecharon. A medida que su 
relación avanzaba a pasos de gigante, cada día perdía un poco de aquella 
inhibición que hasta entonces había sido su aureola de mujer fría y distante. 
De pronto se presentaba en mi casa, con los pretextos más inverosímiles. 
Aunque al principio nunca pronunciaba el nombre de Antonio, ambos sabíamos 
perfectamente a quién buscaba, y lo cierto es que poco faltó para que yo me 
convirtiera sin saberlo en cómplice involuntario, además de confidente. Estaba 
atrapado en un papel que me podía costar caro, si el asunto llegaba al dominio 
público. 
Jamás he sabido con exactitud cuándo se enamoró perdidamente de 
Antonio, porque ni yo se lo he preguntado ni ella me lo ha dicho; pero, por 
cuanto he podido reconstruir, todo tuvo que haber sucedido aquella noche, en la 
fiesta organizada por el gran duque en honor del virrey de Nápoles. 
Fue una 
fiesta bellísima. Una de las más bellas. 
Los Médicis siempre han sido 
grandes amantes de las fiestas, y saben, mejor que nadie, cómo organizarlas. Se 
gastan exorbitantes sumas de dinero para lograr un objetivo: que sus fiestas 
sean recordadas como un acontecimiento verdaderamente excepcional. 
La 
organizada en honor del virrey fue una de ésas. 
La corte contaba con varios 
músicos y compositores, entre otros, Cristofano Malvezzi y Giulio Caccini. Este 
último, además de ser músico, tenía una hermosa voz de tenor. Solía acompañarse 
con la viola mientras cantaba en los espectáculos. Aquella tarde, cantó varios 
intermedios compuestos por Malvezzi, acompañado por un coro de veinticuatro 
voces. 
Malvezzi, en cambio, ocupaba varios cargos en Florencia, como el de 
maestro de capilla y el de San Juan Bautista, considerado el puesto más 
prestigioso en la escena musical florentina. 
Desde hacía algunos años, 
estaba de moda montar espectáculos cantados inspirados en la Grecia Antigua, 
traducidos al italiano y acompañados con música. Era el resultado de la 
influencia de Lorenzo el Magnífico, quien había favorecido el progresivo 
abandono de los temas sagrados para orientarlos hacia temas paganos, ya que el 
espíritu de las «representaciones sagradas» de entonces entraba en conflicto con 
el espíritu del nuevo humanismo que él promulgaba. 
Uno de los espectáculos 
más memorables fue el de 
Cupido y Psique, compuesto musicalmente por 
Corteccia para los intermedios de Giovanni Battista Cini: una comedia presentada 
con ocasión de las nupcias de Francisco I con Juana de Austria. 
Aquella 
tarde se introdujo una novedad. Se usaron muchos más instrumentos de lo 
habitual. Dado que el salón del Palacio Pitti era de enormes dimensiones, y el 
techo, alto, se consideró necesario que la música fuera muy sonora para que 
todos pudieran oírla bien. De ahí la abundancia de laúdes, pífanos, flautas, 
trombones, cuernos y clavicémbalos. 
Un espectáculo increíble. 
La música 
había empezado a adquirir cierta importancia en los espectáculos. A partir de 
los años setenta del Cinquecento italiano, el conde Bardi tomó la iniciativa de 
organizar en su palacio de Florencia reuniones de humanistas, músicos y poetas 
para discutir sobre las tendencias del arte en general y de la música en 
particular. Este grupo adoptó el nombre de «Camerata florentina». 
El motivo 
de estas reuniones era que los asistentes sostenían que la música se había 
corrompido, y que convenía volver a las formas usadas en la antigua Grecia para 
mejorar la calidad musical y, de paso, la sociedad. La Camerata proponía 
abandonar la polifonía para crear un nuevo estilo musical. Vincenzo Galilei, 
padre del famoso Galileo Galilei, llevó a cabo un primer experimento, la 
composición del «Lamento de Ugolino» en el 
Infierno de Dante; pero 
tendría que pasar un tiempo hasta que Jacopo Peri compusiera con el poeta 
Ottavio Rinuccini un nuevo estilo musical llamado «monodia» gracias a la 
creación de 
Eurídice, una composición cantada e interpretada con una 
amplia expresión dramática. Había nacido un nuevo estilo de música que en lo 
sucesivo se denominará «ópera». 
Volviendo a la famosa velada, no recuerdo 
exactamente cómo iba vestida Isabel aquella tarde. De hecho, apenas la vi, por 
la cantidad de gente que había; pero ella siempre lucía una elegancia casi 
excesiva. En cambio, recuerdo a la perfección que me quedé deslumbrado por las 
joyas que llevaba, quizá también excesivas; una costumbre heredada de su madre, 
siempre envuelta en montones de joyas, entre ellas el enorme zafiro que le 
colgaba del cuello, montado con decenas de diamantes de la más pura calidad que 
era imposible no advertir. Entrelazados en el cabello dorado, llevaba hilos de 
oro con centenares de pequeños diamantes, lo cual la hacía parecer una Virgen. 
Su exagerada pasión por las piedras preciosas era motivo de sus frecuentes 
deudas.
Nota de la Redacción: Este texto corresponde al primer capítulo de 
la nueva novela de 
Lorenzo de’ 
Medici, 
El amante español (Ediciones B, 2009). 
Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a 
Ediciones B por 
su gentileza al facilitar la publicación en 
Ojos 
de Papel.