José María García López: El pájaro negro (Calambur, 2008)

José María García López: El pájaro negro (Calambur, 2008)

    AUTOR
José María García López

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Ávila (España), 1945

    BREVE CURRICULUM
Es Premio Rafael Alberti y ha publicado sus poemas reunidos en Serán ceniza (Poesía 1988-1008). En cuanto a narrativa, es autor de las novelas La ronda del pecado mortal (Barcelona 1992), El baile de los mamelucos (Barcelona, 2002, traducida al portugués) e Infame turba (Sevilla, 2006). Ha realizado versiones de obras clásicas y alguna investigación artística y colabora en publicaciones periódicas con artículos y ensayos sobre cine, teatro, artes plásticas y poesía



José María García López

José María García López


Creación/Creación
José María García López: El pájaro negro
Por José María García López, lunes, 2 de febrero de 2009
Esta es una historia de amor trágico entre dos periodistas españolas en el Irak invadido por Estados Unidos y sus aliados. Alejandra desaparece en un atentado, como se sabe desde el principio de la novela, y Rosa narra los hechos. La documentación de esta obra es minuciosa: no sólo abarca los acontecimientos bélicos recientes con sus implicaciones y correspondencias, sino que enlaza con muchos datos de las antiguas culturas mesopotámicas. Se trata de una novela-reportaje, pero sobre todo cuenta una pasión sentida por dos mujeres y su entrega solidaria al sufrimiento de los otros. El pájaro negro es además una metáfora del ideal árabe que pudo encarnarse en el gran músico del siglo IX Ziryab, nacido en Bagdad y muerto en Córdoba, y una reflexión sobre las intervenciones occidentales en Oriente Medio.
Alejandra y yo vivíamos en un fervor permanente que agudizaba la lucidez. No nos hacíamos concesiones. Discutíamos nuestras posturas ante los acontecimientos que seguíamos de cerca, los fundamentos para poder vivir el amor en medio de tantos desastres, abusos e injusticias, tanto sufrimiento y tanta aberración. Rebasábamos con frecuencia los límites de la información, el sentido común de la conducta profesional, lo tolerable en la actitud personal ante determinados foros y acuerdos, colegas y sucesos.

En uno de los pocos desplazamientos de trabajo que pudimos hacer juntas tuvo lugar un episodio que, aun cuando no podía incluirse en esa consideración, sí nos afectó de modo considerable. Ya teníamos que estar de vacaciones, desde el primero de septiembre, pero Alejandra aceptó, tras consultármelo, un viaje rápido nuevamente a Israel, para observar in situ y transmitir la reacción por los acuerdos de Durban y la Conferencia de la ONU contra el Racismo. (Qué casualidad: Estados Unidos e Israel abandonarían muy pronto esa Conferencia). Yo la acompañé, en connivencia con mi periódico, que tenía un buen enlace, y ese mismo día partimos con un cámara rumbo a Palestina, vía Beirut. A Alejandra no le importó que yo le recordara cómo hacía poco una avioneta libanesa como en la que volamos había sido derribada en territorio israelí a pesar de habérsele concedido permiso aéreo minutos antes.

En fin, no pasó nada, y el domingo, día dos, por la noche, estábamos en Nablús, y además entrevistando conjuntamente al lider de al Fatah, Ayub Fadhil Tawfiq, para nuestros respectivos medios y en régimen muy abierto.

El hombre, que entonces estaba a punto de cumplir 70 años, nos impresionó por su visión política y por su estoicismo. No tenía miedo, pero tampoco demasiada esperanza. Elaboramos a marchas forzadas un reportaje, pero también montamos fragmentos destacados de la entrevista para televisión. Nos habló de varios dirigentes de su organización que habían sido alcanzados desde helicópteros israelíes en Jenin, en Ramala, en Hebrón. Se refirió siempre a Yasir Arafat con un respeto cansado no exento de ironía; a Ariel Sharon con una fría repugnancia, con frases cortas y tajantes que querían alejar de la conversación lo que tan despiadado enemigo significaba. Habló sin embargo ampliamente del suplicio del pueblo palestino, pero no porque fuera pueblo, ni palestino, añadió, sino porque era uno de los ejemplos más degradantes de la humanidad contra la humanidad. Si había que mencionar al pueblo palestino, también podría mencionarse el mundo árabe, y éste tampoco se estaba comportando al respecto con una inequívoca solidaridad. Habló de las provocaciones y secuestros perpetrados constantemente por comandos israelíes, como el de su amigo Fuad Charabi, de los tanques que hacía sólo unos días habían disparado contra la misma Nablús donde nos encontrábamos, de los misiles contra las sedes de Hamás y al Fatah, con incontables muertos y heridos, de los asesinos de la CIA y el Mossad, que había propuesto a las claras liquidar a las familias de los mártires suicidas palestinos.

Ayub Fadhil se refirió sin rodeos a la reciente huelga de trabajadores, a las comprensibles razones de la Intifada, a la muerte de Abu Ali Mustafá y a los bombardeos del sur de Irak a mediados de agosto por más de cincuenta aviones estadounidenses e ingleses. Habló con gran seguridad de la política del presidente Bush, de cómo, según él, estaba dominada por una minoría sionista más antipalestina y más extremista que el Likud. Dijo enérgicamente que todo Israel fue antes Palestina, y que, a pesar de ello, los palestinos aceptarían en paz, pero sin sumisión, los hechos ilegítimos consumados y el impuesto estado de Israel. Dijo que los palestinos jamás se darían por vencidos, ya se estaba viendo cómo eran capaces de morir sin claudicar, sin ceder ante la fuerza de las armas, ante los intereses del capital judío norteamericano, de su ejército imperialista y el de sus vergonzantes aliados.

Dijo que ni los palestinos ni los árabes eran fantasías demoníacas antisemitas, puesto que ellos también eran semitas; que era sin embargo insufrible la presencia prepotente en Belén o Hebrón de colonos judíos que proclamaban la tierra de Israel cuando eran de origen estadounidense. Recordó a los criminales Baruch Goldstein y Meir Kahane, a Jonathan Pollard, condenado a cadena perpetua por espiar contra Estados Unidos, a muchos de los hombres del lobby israelí en la Casa Blanca: el portavoz oficial Ari Fleischer; el asesor de política exterior de George Bush, muy probable agente del Mossad y traficante de armas, Richard Perle; a Paul Wolfowitz, Richard Hass y Robert Zoellick, promotores acérrimos de la ocupación y el bombardeo de Irak; a Dov Zekheim, subsecretario de Defensa con nacionalidad estadounidense e israelí, y a otras personalidades próximas que tenía admirablemente ordenadas en la memoria.

Estuvimos hablando y grabando más de dos horas y luego nos apresuramos a procesar la información, quitándole no poco hierro, para enviarla a nuestros medios. La entrevista apareció en televisión resumida, pero bastante bien, no en la pública, naturalmente, y mi grupo emitió el reportaje en todos sus canales informativos. Dormimos como una hora y media, antes de recurrir al enlace que nos debería llevar a Jerusalén. No pudimos establecer comunicación y tuvimos que alquilar un coche a un jordano sospechoso, pero que accedió a llevarnos a Tel Aviv. Llegamos después de un viaje plagado de controles y haber pagado más del doble de lo que, ya muy redondeado, habíamos previsto. Los policías y militares que nos interceptaron no sé cuántas veces no estaban de muy buen humor, aunque Alejandra se las arreglaba muy bien para neutralizarlos, al menos aparentemente, y yo también conseguía adelantarme casi siempre a sus intervenciones.

En Tel Aviv las cosas estaban mal. Nos llamó nuestro enlace sugiriéndonos un nuevo contacto en Jaffa, pero recurrimos a otras agencias para recabar e intercambiar información. Se superpuso el conocimiento de nuestro reportaje de Nablús y el rastreo en la ciudad de la reacción por los acuerdos de Durban, en los que muchas Organizaciones No Gubernamentales acusaban a Israel de genocidio y limpieza étnica. Coincidieron en ese día una avalancha de felicitaciones por nuestro reportaje y un erizamiento alrededor. Nos afanamos en confeccionar un segundo reportaje desde Tel Aviv y pudimos terminarlo mal que bien y enviarlo. Fue ahí donde nos enteramos de las airadas respuestas de Estados Unidos e Israel en las Naciones Unidas y, casi a un tiempo, de la explosión de tres bombas consecutivas en Jerusalén, que habían causado diez muertos y más de cuarenta heridos. Alejandra se mantenía firme, quizá en parte por haber vivido recientemente situaciones muy parecidas, pero yo estaba nerviosa. Tuve un ataque de miedo físico que pocas veces había experimentado antes, pero que por desgracia después sí he vuelto a sentir.

Al día siguiente por la noche, después de dormir siete horas seguidas en el hotel, supimos que nuestro reportaje de Nablús, sobre todo la entrevista que yo había transcrito algo resumida y con breves contextualizaciones interpretativas, se había publicado simultáneamente en diversos medios internacionales, así por ejemplo en The Guardian, en el New York Times, o en el periódico israelí Ha’aretz. Salimos para Madrid con un bochorno que no solamente se debía al calor y a la humedad. Esa mañana, ya descansadas, dispuestas a desconectar de todo lo que implicara trabajo profesional y a empezar las vacaciones, nos enteramos de que nuestro palestino entrevistado, Ayub Fadhil Tawfiq, había sido asesinado en su casa por un misil israelí que se coló por una ventana.

Ya he dicho cómo recibimos esa noticia, con qué contundencia nos golpeó. La muerte de aquel hombre, por el que habíamos sentido un respeto instantáneo, nos aterrorizó. Habíamos visto en él una grandeza humana poco frecuente, una discreción cargada de sabiduría y humildad, de entereza, de buen juicio, y de pronto había desaparecido. Había sido eliminado por un mal designio, por el odio y la prepotencia de otros hombres. Por alguien ciego que renegaba de sí mismo con aquel crimen y tantos más. La muerte de Fadhil Tawfiq, diferenciada por haberlo conocido, por haber tenido ocasión de sentir admiración y afecto por él, indicaba más dentro de nosotras el riesgo de la injusticia y la barbarie contagiada o compartida. Habían muerto muchos como él, y ellos habían matado a otros. ¿Qué se escondía en el fondo de la naturaleza humana? Y por otro lado, ¿qué habíamos tenido que ver nosotras con aquella muerte concreta? Hablamos durante horas de nuestra responsabilidad de periodistas y seres humanos. Recordamos historias infantiles con ese poso de perdición, con ese pánico que dan los actos irremediables, el espectro del deber, del dolor necesario o ilícito que puede producir.

Alejandra descartó que nuestra entrevista pudiera relacionarse con la muerte del dirigente palestino. Se preguntó retóricamente cuántos no habían muerto del mismo modo en días anteriores sin haber opinado tan directa y públicamente, cuántos no seguirían muriendo asesinados en el momento en que hablábamos, en los días, meses y años futuros. Contó una historia de cuando era una niña de once años en un colegio de Málaga. Tenía una compañera de pupitre que repetía curso y era la típica chica muy desarrollada para su edad, guapa, vestida un poco de mayor, mala estudiante y un tanto provocativa en un mundo de niños. Por lo visto, un chico de otra clase le hizo llegar, a su nombre, una carta, más o menos obscena y, por supuesto, sin firma, pero de la que algunos sospechaban quién la había escrito. Esta chica quiso crear en torno a ella, con la inocencia o el reclamo que se hacen a tal edad esas cosas, un pequeño escándalo de autopublicidad seductora y, en vez de romper la carta, dejó que la leyeran algunas compañeras de clase, Alejandra entre ellas, y no sé si algún compañero más. Un día, después del recreo, la carta apareció en la mesa del profesor, asomando entre unos libros. En el revuelo de entrada al aula para la próxima clase, que en ese caso correspondía, me parece, a una profesora de Lengua, Alejandra pasó cerca de la mesa y, en un vistazo rápido, estuvo segura de reconocer la carta. La profesora venía detrás, rodeada de alumnos, y Alejandra creyó en una fracción de segundo que podría haber alargado el brazo y haber arrebatado la carta de aquel lugar tan peligroso, tan malintencionado. Me dijo que perdió un tiempo precioso en recorrer con la mirada los rostros de las chicas y los chicos que ya estaban distribuidos por el aula, buscando un indicio de autoría de tan miserable jugada. Cuando reaccionó, la profesora ya había descubierto la carta y la había sacado de entre los libros. Alejandra me contó que hasta ese momento no había sabido que le tenía afecto a aquella compañera destinataria de la carta, que experimentó una gran zozobra ante su torpeza, ante su tardía solidaridad. Supo que tenía que haber cogido la carta, que no tenía que haber valorado que la profesora pudiese haberla descubierto, que tendría que haberse hecho fuerte en cualquier caso con la maldita carta en sus manos, haberla destruido, hacerla desaparecer en trozos diminutos.

Para colmo, los hechos fueron agravándose a partir de ese momento hasta extremos intolerables para Alejandra. Juzgó peor que una estupidez que lo punible con que se determinó oficialmente el hecho recayera de algún modo en la destinataria de la carta y que, en general, se prestara menos atención al anónimo remitente y a quien trasladó el papel a la mesa del profesor. Hubo intervención de autoridades académicas, llamada a los padres de la alumna, investigaciones chapuceras e inútiles. Sólo quedó en boca de todos el nombre de la receptora de la carta, y en la mente de muchos la sospecha de su motivada recepción. Quedó alguna sórdida venganza cumplida, el castigo del padre de la chica señalada, la mortificación de Alejandra por su inane conducta, por una penitencia que se impuso contra lo que llamó su vacilación moral.

No sé por qué cuento esto, a no ser por recordar a Alejandra, pero creo que tenía alguna relación. El caso fue que la triste noticia de Nablús no resultó para nosotras una más de tantas lamentables, sino que removió nuestras conciencias en cuanto a la inteligencia necesaria en la acción, a la claridad en las prioridades éticas y a la intuición de lo que nuestros actos u omisiones pueden desencadenar. Por otra parte, la muerte de Ayub Fadhil nos afectó de modo tan personal que se diría que lo habíamos conocido mucho más de lo que una entrevista y una larga conversación permitirían.

Estuvimos aquí encerradas dos o tres días y ni el amor nos libraba del recuerdo del palestino. Salimos a la calle obligándonos, tratando de recuperar los deseos o la ilusión por nuestras primeras vacaciones juntas. Yo tenía ganas de estar un tiempo en Nueva York, de pasar unas semanas tranquilas, sin las prisas ni las obligaciones del trabajo, y así se lo dije a Alejandra. Cuando ella se mostró de acuerdo y algo más animada, empezamos a hacer las gestiones y los preparativos para el viaje, que tan lejos estábamos de suponer a qué catástrofe nos transportaba. Salimos de Madrid el sábado, día 8 de septiembre de 2001, tres días antes del atentado contra el World Trade Center y el Pentágono, y, parecerá una mentira o un escándalo, pero aún tuvimos tiempo de acumular una serie de referencias amables, que después emergieron sobre el horror igual que las Torres Gemelas siguen hoy superpuestas en el sky-line de Manhattan.

Estuvimos en Nueva York hasta primeros de octubre, pero no voy a entrar en detalles de lo que quedó de nuestras vacaciones. Asistimos en directo a la masacre y a la destrucción de las torres, a la consternación apocalíptica, no es exagerado el término, de los neoyorquinos, pero a la vez a su entera seriedad para encajar el golpe. Nos pusimos a trabajar al tiempo que se producían las noticias. Yo quise actualizar nuestras acreditaciones, formalizar nuestra conexión con los equipos españoles, con los corresponsales fijos y los complementarios que llegaron de inmediato, adelantarme, vía diplomática, a problemas que pudiéramos tener en función de nuestro reciente viaje a Palestina e Israel, pero Alejandra no atendió a estas menudencias y se enroló en la colaboración humanitaria, difícil, y en la información. Nadie nos hizo mucho caso después de todo, aunque nos vimos zarandeadas por un caos inasimilable de acontecimientos. Histeria antiterrorista, ántrax por correo, Bin Laden como cerebro de la operación, delirantes interpretaciones de los atentados, si había judíos o no en las Torres Gemelas, el Congreso dando plenos poderes a Bush para hacer la guerra contra Afganistán y quienquiera que se le antojase, Ariel Sharon aprovechando para lanzar una ofensiva aún más brutal contra los palestinos, caída de Wall Street sin precedentes desde la crisis del 29, despliegue militar estadounidense en el Golfo Pérsico, tragedia humana inmediata en pleno centro sensible de la ciudad... Yo no sabía a qué atender. Pero entonces debí a Alejandra no perder un control mínimo de prioridades. No sé si hicimos allí un buen trabajo periodístico, pero sí sé que nos sentimos unidas en el impacto de aquella zona cero de Manhattan, en el recibimiento del dolor y en un abandono consciente a las más primitivas manifestaciones de la tragedia.

Luego, ya de vuelta en Madrid, yo quise dejar de viajar por un tiempo e insinué que Alejandra hiciera otro tanto. Así fue durante las primeras semanas que siguieron a nuestro regreso, pero desde primeros de noviembre ella tuvo que cubrir la guerra de Afganistán y se pasó más de un mes en total en Jalalabad, en Kabul, en Kandahar, y después en Islamabad, en Pakistán, y en Nueva Delhi.

El domingo 9 de diciembre, día en que yo cumplía 40 años, Alejandra apareció inopinadamente en esta casa a las siete de la mañana y me despertó de un sueño angustioso que había sido prolongación de una de mis fantasías. Se disiparon como el humo o la niebla, pero sabía que la habían tenido a ella de protagonista. Sabía que por aquella dimensión se alejaba de mí, caía en una emboscada y era torturada por sanguinarios esbirros. Era empujada a un precipicio mortal que las dos podríamos haber evitado. Nos habíamos metido en la boca del lobo y yo tenía una gran parte de culpa. No había sido inteligente ni valiente en el momento oportuno y la sucesión de horrores se había producido ante mis ojos. Yo quería despertar y así ocurrió. Alejandra se había echado vestida encima de mi cama y me besaba los ojos, bruscamente abiertos en la oscuridad, la nariz, la boca. Metía una mano bajo las sábanas y me acariciaba el pecho, aspiraba mi aliento como en un estertor y reía sordamente.

Estuvimos así un tiempo largo, todavía sin decir nada. Sólo escuchándonos la respiración, casi un jadeo trémulo que se mezclaba, un susurro entre lágrimas que nos íbamos enjugando con nuestros labios la una a la otra. Poco a poco brotaron las palabras de amor, la felicitación por mi cumpleaños, las indagaciones en las tinieblas de los sueños, en las peripecias del viaje, en los sentimientos tanto tiempo aplazados. Percibí su perfume habitual por debajo de un aire de polvo remoto, una acumulación de días desérticos, de queroseno y ceniza sobre su pelo lacio y su piel fría. Encendí la luz para ver su cara y allí estaban sus ojos hundidos de loba famélica, sus labios algo ajados por la intemperie, abiertos por una sexualidad devoradora. La vi fuerte a pesar del cansancio, enamorada y hermosa al borde de la extenuación. Nunca hubiera esperado tanto amor, no hubiera creído merecerlo ni reunir cualidades para ser tan contemplada, para servir de tal enajenación. Yo le dije a Alejandra que la quería, no podía hacer otra cosa más que quererla, me dejaba caer en su deseo, me arrastraba por su orgullo, por su altivez y su valor.



Nota de la Redacción: Este texto corresponde a una parte de la novela de José María García López, El pájaro negro (Calambur, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a la editorial Calambur por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.