Óscar Soto Guzmán: El último día de Salvador Allende (RBA Libros, 2008)

Óscar Soto Guzmán: El último día de Salvador Allende (RBA Libros, 2008)

    AUTOR
Oscar Soto Guzmán

    LUGAR DE NACIMIENTO
Chile

    BREVE APUNTE BIOGRÁFICO
Médico-cirujano, especialista en Cardiología y Medicina Interna. Trabajó en el Hospital San Francisco de Borja de Santiago de Chile y en la Universidad de Chile. Vive su exilio político en México, Cuba y España. Durante el gobierno de Salvador Allende, como médico personal de éste, fue observador privilegiado de las actividades del Presidente y del desarrollo político de la Unidad Popular. El día 11 de septiembre de 1973 acompañó a Allende en el combate de la Moneda



Óscar Soto Guzmán (foto procedente de la web www.revistafusion.com)

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Tribuna/Tribuna libre
Óscar Soto Guzmán: El último día de Salvador Allende (RBA Libros, 2008)
Por Óscar Soto Guzmán, martes, 4 de noviembre de 2008
El 11 de septiembre de 1973, un golpe de Estado derroca al legítimo gobierno chileno y muere su presidente Salvador Allende. Aquel día el gobierno se atrinchera en el Palacio de La Moneda que es atacado con tanques y cazabombarderos. Lo que ocurrió en esas horas dentro del Palacio de La Moneda es relatado por un testigo excepcional de aquellos dramáticos momentos. El doctor Óscar Soto ha escrito una crónica irrebatible. Da testimonio de su experiencia y de las voces y recuerdos de las demás personas que formaban parte del grupo que resistió hasta el último aliento. El libro reúne una serie de documentos (bandos, discursos, diálogos, cartas) que con el tiempo se convirtieron en un material histórico. El último día de Salvador Allende es, sobre todo, una obra testimonial de carácter extraordinario que arroja luz sobre lo que ocurrió dentro de La Moneda ese martes, un día lluvioso de septiembre.

«Los hechos no dejan de existir
aunque se los ignore.»
Aldous Huxley


Este relato se publica después de más de treinta años de producirse los hechos. Se ha ido construyendo en el curso de estos años. Nos hemos basado en iniciales y rápidos apuntes realizados en las primeras horas y días, así como en testimonios orales o solicitados por escrito a sus protagonistas, tiempo después. Reuniones colectivas, grabaciones incluidas, han recuperado la secuencia de los acontecimientos, ratificado impresiones y enriquecido el relato con los elementos emocionales y subjetivos que cada uno ha aportado.

La parte colectiva («La batalla de la Moneda») se basa en los testimonios de ocho médicos: los doctores Patricio Arroyo, Alejandro Cuevas, Patricio Guijón, Arturo Jirón, Víctor Hugo Oñate, José Quiroga, Hernán Ruiz y Óscar Soto; de Miria Contreras, secretaria del Presidente de la República; de Osvaldo Puccio Huidobro, embajador de Chile en Austria y República Eslovaca, Brasil, hoy en España y el testimonio escrito y las conversaciones con Juan Seoane, jefe de la Policía de Investigaciones destacado en la Presidencia. Ellos estuvieron el 11 de septiembre de 1973 en el Palacio de la Moneda toda la mañana. También recoge las opiniones de tres mujeres que debieron abandonarlo, minutos antes del bombardeo de la Fuerza Aérea, Nancy Julien, esposa del ex embajador de Suecia en la República Argentina, de Carmen Prieto, enfermera, y de la periodista Verónica Ahumada. Hemos sostenido también conversaciones no sistematizadas sobre hechos puntuales con Isabel Allende Bussi, hija del Presidente, y con Joan Enrique Garcés, abogado y asesor del Primer Mandatario. También alcanzamos —antes de su prematuro fallecimiento en Alemania— a sostener conversaciones con Osvaldo Puccio Giesen, amigo y compañero de Allende de toda una vida. La coordinación y elaboración lineal de sus relatos y testimonios la ha realizado Óscar Soto. Son también de su entera responsabilidad los capítulos que se refieren a los antecedentes o prolegómenos del golpe militar, así como el relato acerca del destino posterior de sus protagonistas. («Y después...»)

Al mirar, con la perspectiva de los años transcurridos, los episodios que contiene este libro, caracterizados por una estricta fidelidad a los acontecimientos, sin que hayamos introducido un ápice de ficción, resulta evidente que representan los últimos y trágicos momentos de la historia republicana, tolerante y democrática de Chile. Son también el inicio de una larga dictadura, que imprimirá rasgos profundos y difíciles de superar a la conocida como transición chilena a la democracia. Estos sucesos, y todos los que ocurrieron en el país, son protagonizados por una gran cantidad de actores que, en forma genérica, llamamos pueblo o ciudadanos chilenos; sin embargo, es, también, el protagonismo de una generación que nació, ha crecido, se ha desarrollado y actuado en el marco de todos los dramáticos episodios que el mundo, Latinoamérica y Chile viven a partir de 1930.

De esa generación formamos parte. Vivimos con intensidad los acontecimientos. Nos comprometimos a fondo en lo que para nosotros era el futuro y la esperanza de la sociedad chilena. Este riesgo o deber ético explica nuestra presencia en el Palacio de la Moneda.

Nuestra juventud universitaria transcurrió en las aulas de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile donde conjugábamos una discreta dedicación a los estudios, que alcanzaba para las aprobaciones académicas, con una intensa y estimulante dedicación a los asuntos políticos y sociales. Fueron años de agitación y efervescencia que estuvieron marcados por la lucha que el país desarrollaba en pro de la derogación de la Ley de Defensa de la Democracia (popularmente conocida como la «Ley Maldita») que, habiendo sido promulgada por la administración de González Videla, ubicaba a Chile junto a Estados Unidos, en la llamada Guerra Fría. Con el pretexto de la prohibición de las actividades del Partido Comunista, en realidad se reprimió cualquier actividad de carácter progresista, político, sindical o estudiantil. En estos asuntos la FECH (Federación de Estudiantes de Chile) tenía una posición de vanguardia, al igual que el conjunto de los académicos y trabajadores universitarios. También los estudiantes estábamos en la primera línea de los movimientos ciudadanos organizados en contra del incesante incremento de precio de los artículos básicos. Enrique París, Gustavo Horvitz, Patricio Rojas, Arsenio Poupin y otros dirigentes de la FECH, de diversas ideologías políticas, nos transformamos en cabecillas de aquel movimiento que se inició en el ámbito estudiantil contra el alza de las tarifas de los microbuses urbanos de Santiago, y culminó con los acontecimientos del 2 de abril de 1957. El gobierno de Carlos Ibáñez llenó de delincuentes y provocadores las calles de la capital y utilizó a carabineros y al Ejército en la represión de la población. El asesinato de la estudiante de Enfermería Alicia Ramírez, baleada en el centro de Santiago, transformó unas jornadas de griterío callejero en una masiva e incontrolable manifestación civil que hizo temer por la estabilidad del gobierno.

Como estudiantes participamos en todas esas actividades que tenían su correlato en la política general del país. La izquierda, liderada por Salvador Allende, superaba su inicial división de 1952, en que el Frente del Pueblo, minoritario, casi testimonial, competía con el «ibañismo». El nacimiento del FRAP (Frente de Acción Popular) en 1956, fue un hito en que los principales partidos políticos, socialista y comunista, con implantación en la clase obrera, establecieron una alianza que sólo terminaría después de 1973. Los jóvenes que nos identificábamos con esas ideologías veíamos, con esperanza, esa confluencia de objetivos y propósitos.

Teníamos vigente en nuestros recuerdos acontecimientos que el mundo había vivido sólo algunos años antes. Ellos influían en nuestras conciencias y nos motivaban hacia posiciones románticas e idealistas. La derrota del nazi-fascismo, las heroicas batallas de Stalingrado y Berlín, la gesta de la República española y su Guerra Civil, estaban cotidianamente en nuestros pensamientos y discusiones. Compartimos sus poesías y canciones. Neruda, Lorca, Alberti y tantos otros intelectuales comprometidos con la causa de la democracia lograban nuestra admiración y cariño. Chile había recibido algunos miles de exiliados españoles y ellos daban, con su actividad, un gran impulso a las artes y las letras nacionales. El país había confirmado su tradicional hospitalidad hacia los perseguidos políticos. En las Escuelas Universitarias compartían nuestro quehacer exiliados de las numerosas dictaduras latinoamericanas, que habían elegido a Chile para vivir y completar sus estudios. Muchas veces he pensado en esta actitud solidaria, y en estas personas, cuando obligado al exilio en 1973 recibí junto con mi familia el afecto generoso de los pueblos de México, Cuba y España. Pocas situaciones hay más dolorosas que la obligación de abandonar tu tierra, tu país y no poder regresar durante muchos años. Se ha dicho y escrito mucho y elocuentemente sobre este antiguo castigo aplicado a rebeldes y disidentes; creo que es casi imposible reflejar con realismo la impotencia, la nostalgia y la angustia que conlleva esta situación impuesta, no buscada, que corta tus ataduras con las personas y cosas más queridas. Yo me había casado con una estudiante de Medicina, Alicia Téllez, hija de un matrimonio de españoles republicanos exiliados, y era amigo de numerosas familias en esa situación; conocía de cerca el drama del desarraigo (los «transterrados» de José Gaos), así como el inmenso cariño y apoyo que encontraban en la sociedad chilena. Jamás podía haber previsto que el destino nos depararía un futuro de esa naturaleza.

La década del sesenta estuvo caracterizada por hechos que cambiaban nuestra perspectiva ideológica y personal. La revelación desde sus propias filas del carácter dictatorial del régimen estalinista en la URSS, las dogmáticas, violentas y censurables respuestas a las rebeliones de Hungría y Checoslovaquia, fueron demostrando que el ideal de sociedad y de hombre nuevo no estaba en los países llamados socialistas y que la humanidad progresista necesitaba otras referencias. América Latina vibraba con la proeza de la Revolución Cubana, y Régis Debray nos ilusionaba con «Revolución en la Revolución». Parecía que ese ejemplo no solamente era válido para Cuba y países de Centroamérica, sino que podría ser un camino para otros que en el Cono Sur se debatían en la pobreza, el subdesarrollo y la explotación extranjera. Había aparecido en 1961 un libro, La concentración del poder económico, que mostraba objetivamente en Chile la pavorosa desigualdad de ingresos, recursos y quiénes eran los grupos y personas que atesoraban la riqueza nacional. Ricardo Lagos, su autor, había hecho una importante contribución al conocimiento de nuestra realidad. No tenía yo, aún, amistad personal con Salvador Allende; observaba como este político, en mi definición «tradicional», sin ocultar su apoyo a la gesta cubana, insistía en una práctica parlamentaria e institucional que yo veía sobrepasada. Lo veía antiguo, incluso desfasado. Lo respetaba, pero no coincidía con su metodología política. Creía que la democracia chilena estaba hipotecada, entrampada y que nada podría lograrse con el habitual proceder de la izquierda. Cuando a mediados de septiembre de 1967 se supo en Santiago de la muerte del médico peruano («El Negro») que acompañaba la aventura del Che Guevara en Bolivia, varios profesionales nos ofrecimos para su reemplazo aunque yo tenía, en esos momentos, la sensación de que la guerrilla estaba definitivamente derrotada. Durante 1968 hice, con Alicia, un viaje a Europa que nos deparó, por azar, otras experiencias. Visitamos en Londres a nuestro amigo Claudio Jimeno y en París a Luis Alvarado, coincidiendo con el llamado Mayo de 1968. No escapó a nuestras impresiones la emergencia de un pensamiento renovador, absolutamente heterodoxo y libertario. Quedó en evidencia lo obsoleto y formalista de la izquierda tradicional que no pudo influir ni controlar un movimiento que escapó a sus métodos habituales. A partir de esa experiencia dejé de creer en la mitología del «Partido» como ente abstracto, certero, poseedor de todas las virtudes.

Chile había sido un país en que los acontecimientos políticos que ocurrían en Europa tenían importante repercusión. Las universidades más señaladas: la Chile, Católica y Concepción, fueron la base de masivos e insurgentes movimientos de los grupos más radicalizados. Las dos primeras vivieron todo el interesante proceso de Reforma Universitaria. La de Concepción, además, el nacimiento del MIR. Sin duda, esto sucedía al calor del Mayo Francés, pero también reflejaba los profundos anhelos de cambio de toda la sociedad chilena. Allí, en estos centros docentes, se fueron manifestando, en abierta competencia, la Revolución en Libertad, con su socialismo comunitario, y la izquierda, con su ideología transformadora más influida por la vieja tradición laica y marxista. Fueron, probablemente, disputas por la hegemonía y la vanguardia, ya que los fundamentos y los objetivos eran prácticamente idénticos.

Viví con pasión e intensidad esos acontecimientos. Era médico docente de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile. Trabajaba con los doctores Francisco Rojas Villegas, Benjamín Viel y Gustavo Molina, y mi dedicación era la cardiología, manteniendo una profunda motivación por los problemas de salud pública. La universidad había tomado una dirección ideológicamente bicéfala con Edgardo Boeninger en la Rectoría y Ricardo Lagos en la Secretaría General; pero se había producido un proceso de renovación que permitía la elección de los directivos en Departamentos y Servicios, y que se tradujo en significativos cambios de personas. Fui designado Profesor Asociado de Medicina y asumí la Jefatura del Departamento de Cardiología de mi hospital, San Francisco de Borja. En este establecimiento se habían agrupado varios profesionales que en los próximos años jugarían roles destacados, muchos de ellos serían víctimas de la dictadura: José Quiroga, Hernán Ruiz, María Luisa Cayuela, Patricio Arroyo, Iván Insunza, Eduardo Paredes, Claudio Jimeno, René Morales, Gloria Molina y un largo etcétera.

Chile ya había elegido las opciones que competirían en las elecciones presidenciales de 1970. La mayoría de nuestros amigos colaboraban activamente con Salvador Allende, candidato de la Unidad Popular. Atrás quedaban las ilusiones de cambios por la vía violenta. Era evidente que el país tenía un desarrollo político y democrático tan diferente de otros de América Latina, que impulsar esta alternativa era estar fuera de la realidad. Allende lo había entendido perfectamente, ya que su prolongada experiencia le indicaba que la legalidad chilena, utilizando la voluntad popular y/o el consenso, permitiría realizar los cambios estructurales que la sociedad requería.

Al poco tiempo de iniciarse la campaña con Allende candidato las circunstancias me llevaron a ser su médico personal. Es un escueto transcribir que no profundiza en los aspectos emocionales de la situación. En mis relaciones iniciales Allende me pareció una persona muy inquisitiva, observadora, quizás arrogante. No fueron fáciles las primeras entrevistas. Quería siempre saber al detalle los motivos de tratamientos o conductas que le indicaba. Muchos de éstos derivan de viejas tradiciones, prácticas y experiencias que no siempre resisten un análisis científico, aun cuando son racionales y comprensibles. Cuanto más inquieto y azorado me encontraba, Allende era capaz de hacer una broma ingeniosa, que distendía el ambiente. Era exageradamente respetuoso con las personas, incluso en las discrepancias, medía sus expresiones y daba un tono a sus opiniones ante el cual su interlocutor nunca podía sentirse agraviado. El tratamiento de su angina de pecho lo hicimos manteniendo casi todas sus actividades electorales programadas. Diariamente Vera Weinstein pasaba por la casa de Guardia Vieja y extraía la sangre que procesaba el químico Juan Varleta en el laboratorio del Instituto de Neurocirugía, y que nos daba la base para el tratamiento anticoagulante. Felizmente nunca hubo una complicación ni tampoco se repitió el episodio de dolor de junio de 1970. Allende, además de su constancia política que dio origen a bromas que él mismo se hiciera (en mi lápida se pondrá: «Aquí yace Salvador Allende sempiterno candidato a presidente»), era muy enérgico y decidido. En la tarde noche del 4 de septiembre de 1970 en su domicilio se seguían con inquietud los primeros resultados de las mesas de votaciones. Cerca de las 22 horas, Aniceto Rodríguez, designado por la Unidad Popular en el Ministerio del Interior, telefoneó diciendo: «Salvador, creo que hemos perdido. Alessandri nos supera progresivamente en votos». Este dato era una filtración que Patricio Rojas, Ministro del Interior de Frei, había comunicado a Jorge Alessandri. No era la realidad. Pocos minutos después Joan Enrique Garcés, que llevaba un escrupuloso y detallado estudio de la tendencia electoral, afirmaba: «Doctor, usted gana la presidencia por cerca de cien mil votos sobre Alessandri». Con mucha calma y decisión Allende cogió el teléfono, llamó a Rojas al ministerio y le dijo: «Ministro, he ganado la elección. Le solicito autorice una manifestación de mis partidarios, esta noche en el centro de Santiago». Afirmación esta que era una mezcla de confianza, decisión y audacia, muy característica de Allende. Treinta minutos después Rojas llamaba a la casa de Guardia Vieja: «Senador, le solicito que sus partidarios no intenten llegar hasta el Palacio de la Moneda, para evitar incidentes». Esa noche el discurso lo hizo Allende, desde los balcones de la Federación de Estudiantes de Chile, en la Alameda. Nadie intentó violar el compromiso con el ministro. La Moneda estaba rodeada de fuerzas militares al mando del general Camilo Valenzuela. Algunos días mas tarde se comprobaría que este general, como otros uniformados, estaba implicado en las maniobras anticonstitucionales destinadas a impedir que Allende asumiera la presidencia. ¿No habría sido otro buen pretexto un incidente entre soldados y partidarios de la UP, en la misma noche del triunfo electoral?

Los mil y tantos días de gobierno allendista me fueron permitiendo conocer muchas facetas de la personalidad del presidente. Sin duda, fue durante los viajes a través de Chile y en el extranjero donde se daban las condiciones para diálogos de mayor confianza e intimidad. Recuerdo con emoción sus gestos de amistad y cordialidad en la visita a Moscú. Llegábamos al aeropuerto después de una breve estancia en Argel. Cuando aterrizaba el avión le dije: «Presidente, quiero romper el protocolo. Poco después de usted me pondré en la fila para saludar a los dirigentes de la URSS. Aquí nadie se dará cuenta». Me hizo un guiño de complicidad y aceptación. Vestido con un liviano impermeable blanco, a una temperatura de 20º bajo cero, saludé a Brezhnev, Kossiguin y Podgorny pocos instantes después de que lo hiciera Allende. Llegamos al Kremlin, donde nos hospedaríamos. Mi habitación estaba contigua a la del presidente. A los pocos minutos se me acercó. «Doctor —me dijo—, traigo este abrigo que no usaré, y que me parece más apropiado que usted lo use, considerando el clima que aquí hace.» Conservo aún esa prenda, pero sobre todo conservo el recuerdo de las circunstancias que la hicieron de mi propiedad.

Igualmente conservamos una máquina Zenit que compré en uno de los grandes almacenes soviéticos, con cien dólares que el presidente me regaló: «Para llevarle un recuerdo a su esposa Alicia», me dijo.

No fue fácil la negociación en la antigua URSS. El propósito central del viaje era obtener un crédito de 300 millones de dólares que la economía chilena necesitaba para hacer importaciones básicas. Nuestra experiencia política era vista con desconfianza desde las esferas del PCUS. Probablemente un proceso de socialismo en libertad, tolerante y pluripartidista, que pudiera ser un ejemplo para otros países y pueblos de Occidente, no solamente tenía que ser combatido desde Estados Unidos, sino también desde las rigideces y dogmatismos del llamado socialismo real. Allende, político hábil y experimentado, conocía todos los entresijos que funcionaban en esas sociedades. Al día siguiente de nuestra visita, por la tarde, después de una prolongada reunión con el Politburó soviético, en su habitación, inesperadamente me dijo: «Doctor, haga sus maletas. Nos vamos mañana. Nuestros anfitriones no nos entienden y no están por colaborar y ayudarnos a solucionar nuestros problemas. Interrumpimos nuestro viaje». Me hizo un guiño de complicidad y recorrió con su mirada todas las paredes y techos del dormitorio donde estábamos. Era obvio. No se dirigía a mí, sino a todos los micrófonos que ocultamente transmitirían estas palabras a las altas esferas soviéticas. Creo que las negociaciones marcharon mejor después de esta circunstancia.

Podríamos seguir relatando muchos episodios que vivimos, mis compañeros médicos y yo, en la relación con Allende y que nos condujeron a tenerle un cariño y una admiración enorme. Eran habituales en él gestos de respeto, consideraciones amables, preocupación por nuestros familiares más directos. Sin duda son estas consideraciones las que explican que la gran mayoría de nosotros, sin militancia partidaria, aunque no en mi caso, estuviésemos siempre a su lado. Por otra parte, jamás medió en nuestra relación profesional con el presidente ningún vínculo material. Estuvimos con Allende durante su gobierno y también el 11 de septiembre en el Palacio de la Moneda; por consecuencia, cariño y comprensión hacia un hombre y un proceso que admirábamos y compartíamos.

Cuando me incorporé como médico de cabecera del candidato a la presidencia, me llamó la atención el reducido grupo de personas que lo acompañaban y ayudaban. Estaba allí su antiguo secretario personal Osvaldo Puccio Giesen, Rodolfo Ortega, Eduardo Paredes, su hija Beatriz Allende (Tati) y «Payita» Miria Contreras, compañera sentimental y eficiente colaboradora. Era evidente que la agresividad, incluso la violencia que la campaña electoral adquiría, hacía necesario preocuparse por la seguridad personal de Allende. Esa tarea la cumplirían jóvenes militantes socialistas y del MIR durante los dos primeros años. Sus primeros jefes fueron Fernando Gómez y Max Joel Marambio (Ariel Fontana). Luego serían socialistas los encargados ya que las diferencias tácticas acerca del proceso revolucionario alejarían al MIR de responsabilidades específicas. Los apoyos logísticos en los diversos viajes, mínimas tareas de inteligencia, hicieron necesario aumentar el número de militantes comprometidos. Allende los definió como Grupo de Amigos Personales (GAP), los que realizaron un intenso y delicado trabajo, no siempre comprendido por los militantes de la Unidad Popular y que concitó el odio feroz de golpistas y extrema derecha, que se confabularon en asesinarlos a casi todos, en los días y meses posteriores al 11 de septiembre de 1973. Recuerdo a los más cercanos: Daniel Gutiérrez (Jano), Domingo Blanco (Bruno), Jaime Sotelo (Carlos), Marcelo Schilling, etc. En realidad es injusto mencionar sólo algunos, porque todos los que conocimos fueron unos valientes y heroicos militantes que entregaron sus jóvenes vidas por sus ideales.

Hemos querido dar estas pinceladas gruesas, que explican nuestra relación con el presidente y los motivos de nuestra última presencia junto a él en los sucesos del día 11. Varios, no muchos, sobrevivimos a esos acontecimientos y nuestra historia posterior es de prisión y exilio. Sin embargo, no es ésta la razón más importante ni la más significativa. Escribimos esta crónica llena de recuerdos y emociones para nuestros amigos y compañeros cuyas vidas fueron segadas. Nos duelen aquellos jóvenes que fueron asesinados casi en la alborada de sus vidas. Nos duelen, también, las muertes prematuras de aquellos que nunca pudieron regresar a su patria. La tergiversación, la intolerancia y el odio los calificó de «extremistas» y se han dado múltiples falsas versiones sobre las circunstancias de sus desapariciones. Muchos, a más de treinta años de los acontecimientos, permanecen desaparecidos. No han tenido derecho a la vida y aún no tienen derecho a una tumba. Como puede leerse en el relato, se trataba de obreros, estudiantes y profesionales ilusionados en la esperanza de construir una sociedad mejor, más justa, y que, prácticamente inermes, enfrentaron con coraje el desproporcionado ataque aéreo y terrestre de las fuerzas armadas chilenas. Queremos rescatar la memoria de sus vidas, para la juventud y el pueblo chileno, para sus familias y también para nosotros que fuimos los últimos en reírnos, asustarnos y llorar con ellos.

Este libro no es una crónica del gobierno de la Unidad Popular, de sus aciertos y sus errores. Tampoco es el relato de las múltiples intervenciones nacionales y extranjeras que terminaron con la experiencia de un ideal socialista en democracia y libertad y que comprendió los mil y tantos días más participativos, emancipadores y estimulantes de la historia chilena contemporánea. Mucho menos pretende introducir sentimientos de odio y revanchismo en la sociedad de Chile, la cual con grandes dificultades avanza, muy lentamente aún, hacia un régimen político de plena soberanía popular, en que el respeto, la tolerancia y la solidaridad sean patrimonio de todo el país.

Éste es un relato indesmentible. Todo lo que en él se transcribe corresponde a la verdad. No es una versión subjetiva ni deformada. Los hechos así ocurrieron y así se comportaron personas, partidos e instituciones antes, durante y después del día 11 de septiembre de 1973. Salvador Allende sabía que sería calumniado y denigrado por los golpistas y sus promotores. Ésa ha sido la tónica de la versión que la ciudadanía ha conocido durante todos estos años. Su consecuente ejemplo, que incluye su suicidio, nos ha comprometido a relatar, para las jóvenes generaciones de chilenos, toda la verdad. Darla a conocer es el mejor homenaje que podemos hacer al presidente, a sus colaboradores y amigos y a todo el pueblo chileno.

Las primeras ediciones del libro se han publicado en España en septiembre y noviembre de 1998. En septiembre de 1999 se publicó la edición chilena. Ésta es una reedición que verá la luz 10 años más tarde. En ella hemos querido precisar la participación de detectives, miembros del GAP, las intervenciones radiales del presidente, lo sucedido en la residencia de Tomás Moro y algunos otros detalles significativos. Han ayudado a complementar este propósito los testimonios de Hortensia Bussi, Juan Seoane, el detective Alfonso Fuentes y el doctor Walter Stein. Durante el tiempo que ha transcurrido, la verdad sobre personas y acontecimientos se ha impuesto. Otras, con la complicidad de autores, ejecutores y responsables políticos y judiciales, aún permanecen en la sombra. Nos hacemos cargo de relatar los hechos hasta hoy conocidos, como un homenaje a los muertos-desaparecidos de la batalla del Palacio de la Moneda.

El autor agradece a Alicia Téllez, Rodrigo y Marcia Soto, Jimena García Pardo, Patxo Unzueta y Patricio Arroyo su colaboración y estímulo.

Dr. Óscar Soto Guzmán
Madrid, junio de 2008

Nota de la Redacción: Este texto corresponde a la introducción del libro Óscar Soto Guzmán, El último día de Salvador Allende (RBA Libros, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación en Ojos de Papel.