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    AUTOR
Miguel Veyrat

    GÉNERO
Novela

    TÍTULO
Paulino y la joven muerte

    OTROS DATOS
Salamanca, 2004. 133 páginas. 13,50 €

    EDITORIAL
Témpora



Miguel Veyrat

Miguel Veyrat

Ultima obra de Miguel Veyrat, el poemario "Babel Bajo la Luna" (Calima Edciones, Palma de Mallorca, 2005)

Ultima obra de Miguel Veyrat, el poemario "Babel Bajo la Luna" (Calima Edciones, Palma de Mallorca, 2005)


Reseñas de libros/Ficción
La memoria de la guerra civil y el franquismo
Por Rogelio López Blanco, martes, 31 de mayo de 2005
El revival sobre la guerra civil y el franquismo que viene desarrollándose de forma intensa de unos años a esta parte, con cada vez mayor eco público y creciente tensión política, apunta la caducidad del pacto de olvido consciente convenido en la Transición. Las explicaciones que van a continuación, apoyadas en la lectura de la novela Paulino y la joven muerte, obra de Miguel Veyrat, pretenden justificar esta tesis, buscando sus causas, y plantean una nueva forma de encarar el pasado, incorporándolo al presente de forma revitalizadora y no, como hasta ahora ha ocurrido, imponiendo un lastre que lo estrangula.
Esta breve novela de Miguel Veyrat representa para quien pretenda estudiarla o analizarla un auténtico reto porque abordando un tema todavía candente, la memoria de la guerra civil y de la represión franquista, y habiendo sido escrita desde la pasión, acaba por resultar un retrato fiel de una realidad objetiva y de profundo alcance. La propia subjetividad del autor en cuanto a cómo debe interpretarse el pasado, reflejo de una forma recientemente renacida pero extendida de contemplarlo --que ha calado con fuerza en la generación nacida en democracia-- y a su negativa valoración del modo en que ha sido abordado a través de un olvido obligado, reprobando de este modo los fundamentos de la propia Transición democrática, acaba transformándose en un acto positivo, y podría decirse que hasta catárquico, si se repara en el sentido de la oportunidad en la aproximación al tema: el olvido consciente de un hecho histórico de la magnitud de la represión franquista, por muy nobles y justificadas que fueran las causas que lo hayan exigido en su día para abrir un futuro de convivencia, en las actuales circunstancias, cuando se ha creado una vigorosa sensibilidad hacia los derechos humanos y el enaltecimiento de la democracia, ha quedado obsoleto.

El periodista y escritor Miguel Veyrat cuenta magistralmente la historia de un pobre hombre, Paulino Lafrenta, tipo humilde, decente, de escasa educación y discreto que lleva prácticamente toda su vida malviviendo en Madrid de su oficio de limpiabotas y de algunos pequeños trapicheos con el tabaco de contrabando por medio. Paulino ya tiene setenta y cinco años, está viudo, sólo y en unas condiciones precarias, cuando pierde su trabajo. Encuentra una posibilidad de buscarse la vida valiéndose de su experiencia en el Madrid nocturno, entre el café Gijón y los teatros del distrito centro, que conoce al dedillo de tanto patearlo en la brega diaria y los contados ratos de esparcimiento. Su naturaleza inofensiva, el tipo de servicios que puede prestar a través del conocimiento del terreno y su actitud sumisa son estimados y aprovechados por el hampa que contrata los servicios del viejo limpiabotas para vigilar e informar sobre la red de prostitución de la banda y las previsibles incursiones de los grupos rivales. La noche es bronca y requiere vigilancia e información continua sobre las incidencias. La descripción del ambiente de ese Madrid nocherniego es un logro verdaderamente admirable del autor. Ya solamente por esa reconstrucción, que abarca la primera mitad de libro, vale la pena enfrascarse en la lectura.
Los herederos políticos de la derecha actual, no me refiero a los que tramitaron la Transición, que eran muy conscientes de dónde venían pero que redimieron responsabilidad consiguiendo el objetivo de una nueva convivencia, no se han sentido nunca concernidos por aquel pasado, revelando muchas veces su desprecio hacia quienes combatieron pacíficamente el franquismo, sin tener reparo posteriormente en vanagloriarse de la condición de demócratas, cuando nunca se enfrentaron a la dictadura pese a haber tenido la oportunidad

Realmente, Paulino no sabe dónde se mete, sólo pretende ganarse el sustento y regalarse algún pequeño lujo como una televisión con DVD. A cambio de sus prestaciones, recibe reducidas porciones de cocaína que él ha de vender, labrándose una clientela de consumidores cuyas apetencias le son completamente ajenas y cuya dependencia no llega nunca a entender. No pertenece ni encaja en ese mundo del lumpen y de su clientela. Deambula con miedo y desconcierto a medida que va descubriendo el ambiente. No contaba que lo que había concebido como algo sencillo se complicara tanto y le introdujera en una vorágine de tensión y temor que terminará afectando su existencia a través de una cadena de sucesos que darán un giro súbito a su vida. Las limitaciones de la personalidad de Paulino proceden de un trauma en la infancia. Es un ser atormentado por sueños y pesadillas recurrentes en la que se vislumbra el horror. Las pesadillas son producto de un bloqueo de la personalidad que ha persistido toda su vida. De repente, una serie de muertes que le rozan, localizadas en el mundillo de la gente del bronce en el que se desenvuelve, trastoca su existencia.

La principal es la muerte de Abel, un cliente de buena familia pero echado a perder con el que mantiene una cierta relación de simpatía que le permite el acceso inesperado al cuartucho que habita Paulino y a su mercancía. Tras haber pasado varios días consumiendo sin descanso, con el deseo ciego de poder continuar en estado de euforia, acude el joven, enviado por uno de los sicarios de la banda, a reponer provisiones y saciar de inmediato su apetito. Después de aspirar una dosis de droga con la que traspasa el límite de resitancia de su cuerpo a la sustancia, fallece entre convulsiones. Presa del pánico, Paulino, que no se atreve a llamar a las asistencias, sale huyendo de su casa. Dentro de su elemental escala de valores, distingue perfectamente el bien del mal y se siente culpable por la muerte del muchacho (“Se siente avergonzado por sentirse vivo, sabiendo que Abel ha muerto”, p. 82). Este sentimiento de culpa comienza a abrir la puerta a los recuerdos contenidos que también giran sobre una sensación idéntica.

Más calmado, llama a su único amigo, Andrés, un avezado periodista, desencantado con la izquierda institucional y el curso de la política después de la muerte de Franco. El veterano plumilla, al que conoce de antiguo, acude en su socorro, le ofrece apoyo humano y una forma de huida. Paulino, después de vaciar todo las lágrimas de sufrimiento que llevaba conteniendo desde la infancia mediante esa suerte de amnesia, ya se encuentra preparado para dar el paso final de revivir su experiencia traumática.
Lo que muestra el libro de Miguel Veyrat es esto precisamente, que el pasado todavía no es historia, que aún gravita sobre la existencia de los españoles actuales porque no se ha enfocado de la forma adecuada. De ahí que se continúe hablando y discutiendo de la memoria histórica: “Hay que abrirla, Paulino. La fosa, habrá que abrirla. Ahí dentro, está, también, con tu memoria, la mía, la de todos”

El azar acude en su ayuda cuando Andrés le ofrece el refugio de un molino que ha rehabilitado durante años en una comarca del sur de la provincia de Soria, cerca del pueblo de Laína. Cuando Andrés evoca los nombres de los lugares y el del molino Blanco, alimentado por el río del mismo nombre, afluente del Jalón, las luces se abren paso en medio de las brumas del recuerdo enquistado y, una vez allí, reconociendo el lugar donde nació y reconociéndose a sí mismo, Paulino rememora el funesto episodio del que se siente culpable. Cuando, a los diez años, en 1939, casi al final de la guerra, se producía la limpieza de los enemigos del bando vencedor, el niño presenció durante una noche cómo su padre, Dimas, ejecutaba por rojos a dos familiares, su cuñado Sotero y el hijo de este de catorce años, Leoncio. Les hizo cavar una gran fosa y, sin atender a las súplicas del padre para que perdonara la vida del niño, los mató con su escopeta. Poco después, un camión conducido por falangistas descarga una saca de presos y detenidos que también fueron asesinados y posteriormente enterrados por el padre y dos falangistas más. Al día siguiente, el niño descubre que su madre, mujer siempre maltratada por el salvaje de su marido, se ha suicidado. Pronto caerá el padre de una cuchillada vengadora y el niño y su abuela se trasladan a Madrid, donde esta muere al poco y Paulino acaba recogido en un hospicio.

La evocación permite ubicar con exactitud la fosa común y el periodista, además de mantener la creencia de que el pasado olvidado de la guerra civil debe ser recuperado, encuentra rápido eco a su pretensión por la creciente marea de excavaciones que se extienden por toda España. Obtiene los permisos pertinentes y el apoyo de la Foro de la Memoria para recuperar y tratar de identificar a los asesinados en presencia de sus descendientes. Andrés sostiene un discurso en el que establece un paralelo entre el despertar de los recuerdos de Paulino, que logra restablecer su conciencia y liberarse del peso de una culpa de la que otros son responsables, y la necesaria catarsis por la que debe pasar el país recuperando la memoria perdida para combatir el miedo que amenaza y que mantiene “joven a la muerte”. Considera que precisamente ese miedo es lo que mantiene atenazada a la sociedad española en un sistema político viciado de origen por los apaños de la Transición, según su discurso: “Como a millones de españoles de ahora –que votan nuevamente cada cuatro años, trabajan, oran y sueñan, ven, aprenden que fueron rescatados para la monarquía liberal por la consigna del atado y bien atado, sin mover un solo dedo, que olvidan y no leen--, a Paulino se le habían dormido en la memoria las escenas que relata bajo el nogal (...) Se le había dormido la memoria y con ella la propia vida, como un sueño la había vivido, sin enterarse de nada. Sin vivirla, su propia vida” (p. 107). La historia de Paulino, pues, continúa Andrés, “Podría ser también la historia del propio pueblo español, si hubiera luchado por sacar a la luz toda la porquería que llevaba pegada a la ropa desde la guerra civil, si la hubiera lavado a tiempo y tendido al sol” (p. 120).

Para el autor, con toda la subjetividad y vehemencia que desborda el sentimiento de injusticia histórica y de deuda moral (pp. 120 y 123), hay un pasado que se ha querido ocultar, por lo que persisten unas culpas que han quedado impunes y unas víctimas que no han obtenido ningún tipo de reparación simbólica de carácter permanente. Mientras ese reconocimiento no se produzca de esa forma no episódica, el cimiento moral de la democracia española continuará siendo frágil, al no poder superar el trauma de la guerra civil y de la experiencia franquista que, como se ve pasado el tiempo, pervierte sus raíces. En mi opinión, no es otra la causa de las continuas cesiones ante las exigencias populistas del etnonacionalismo vasco (la peor versión de esa España retrógrada y clerical que representaba el absolutismo carlista), ni otra la explicación del mucho tiempo que tardó en erosionarse la imagen del nacionalismo terrorista vasco ni los años de desapego hacia el sufrimiento de las víctimas del mismo.
Hoy la democracia no debe asentarse ya sobre el olvido, debe fundarse sobre una lección de índole moral, sobre el desmentido absoluto de lo que fue y significó la dictadura de Franco, una auténtica barbarie inicuamente prolongada en el tiempo

Según interpreto, el autor, insistiendo tercamente en ese aspecto tan aparentemente superado, acaba dándonos las claves de la debilidad del actual sistema, pese a la actitud tan partidista de su lectura del pasado, instrumentalizándolo como arma política contra la actual derecha democrática. A propósito de esto, conviene recordar que el libro fue escrito durante el verano de 2003, tras la guerra de Iraq y las masivas movilizaciones contra la misma. Andrés, una suerte de portavoz de Veyrat, cuenta un proyecto: “...pensé que sería bueno desarrollar la poca información que poseía sobre las ejecuciones de Laína en un gran reportaje, aprovechando que la derecha nuevamente en el poder, por vía democrática, reeditaba su vieja costumbre de amenazar, enredando al mismo tiempo con armas y soldaditos. Aunque esto último con la buena excusa de misiones humanitarias en el extranjero, bloqueando al parlamento y privatizando el ejército de modo lento pero seguro” (p. 55). Y más adelante es paladino diciéndole a Paulino: “Ahora que se cumplen sesenta y cinco años de la matanza de la chopera, ¿no es tiempo ya de denunciarlo? Hay que denunciarlo como sea, para que los neofascistas, y también los que se creen demócratas sólo porque votan, no pisen, felices, el suelo democrático que ya creen tener dominado. El suelo del olvido les consolida, ¿entiendes? ¿lo entiendes? Les hace sentirse seguros. Y capaces de volver a empezar. La mantienen muy joven a la muerte, Paulino. La muerte sigue gozando de buena salud, mejor que la nuestra” (p. 113).

En un primer momento, los herederos políticos de la derecha actual, no me refiero a los que tramitaron la Transición, que eran muy conscientes de dónde venían pero que redimieron responsabilidad consiguiendo el objetivo de una nueva convivencia, no se han sentido nunca concernidos por aquel pasado, revelando muchas veces su desprecio hacia quienes combatieron pacíficamente el franquismo, sin tener reparo posteriormente en vanagloriarse de la condición de demócratas, cuando nunca se enfrentaron a la dictadura pese a haber tenido la oportunidad. El caso más ejemplar es el del anterior presidente del gobierno, José María Aznar, quien en su último libro, Retratos y perfiles, afirma: “He tenido la fortuna de no haber sido nunca marxista, comunista, ni socialista (...) Nunca he adornado mi casa con carteles de Castro ni del Che Guevara” (p. 255). Aquí ataca a Castro, pero también a parte de la población española que combatió, como pudo, al franquismo. Aznar desprecia implícitamente la aportación de ese sector a la consolidación democrática tras su abandono del maximalismo radical, en gran parte intensificado por el propio franquismo. Diciendo eso, Aznar, se muestra como un demócrata de oportunidad, no de convicciones, pues no ejerció como tal cuando había una dictadura.

En un segundo momento, la izquierda, viendo amenazada su hegemonía, podría fecharse entre la última victoria de Felipe González, 1993, y la primera victoria de José María Aznar, 1996, fomentó el recuerdo del franquismo para socavar las posibilidades electorales de la derecha. Sólo tuvo éxito en la primera oportunidad, pero el discurso, con altibajos, se mantuvo, cobró renovadas fuerzas y se agudizó hasta el paroxismo a partir de la mayoría absoluta de la derecha en el año 2000. La ilegítima instrumentalización política del franquismo y de Franco, asimilándolos respectivamente a la derecha y a la figura de Aznar, alcanzó cotas escandalosas. Cabe citar, en cuanto ejemplo más significativo por su éxito de ventas y la relevancia del autor, La aznaridad, de Manuel Vázquez Montalbán, libro caracterizado por su efectividad y simpleza (ya reseñado en esta revista; véase link).
Esta disputa sobre legitimidades en términos de memoria socava el sistema y corroe las bases de la democracia española. Es hora de reconocerse mutuamente en las víctimas del bando contrario. Eso requiere, en primer lugar, despolitizar el pasado para pasar a conocerlo en profundidad, en todos los detalles del horror

En paralelo a esa ofensiva, intelectuales, investigadores y publicistas vinculados a la derecha, cuyas tesis sobre las culpas de la izquierda en la Segunda República y la guerra vivil se vieron encumbradas por el éxito de público, han proyectado una suerte de rehabilitación sobre Franco y el pasado franquista como mal menor. Algunos de ellos, los más significados, habían militado en las filas izquierdista durante la dictadura y eran perfectamente conocedores de que en el ánimo de la mayoría de los opositores al régimen, hasta el día de la muerte del dictador, pesaba poco el afán democrático, dominando más bien el desprecio hacia un sistema político que era tachado despreciativamente de “democracia burguesa” o “formal” en oposición a la autenticidad de las “democracia popular” o el “socialismos autogestionario”. Este factor, alimentó aún más esa contraofensiva que blanqueaba, por compensación, el periodo franquista.

Por uno y otro lado, se ve a diario en la prensa y se escucha cotidianamente en las ondas, el pasado se actualiza de modo constante, distorsionado el debate político, que arrastra el incómodo y gravoso lastre del pretérito, que cobra un peso desmesurado en el discurso político, oscureciendo un horizonte que debería estar despejado para afrontar los graves retos que plantea el futuro. La memoria, al no haberse transformado en historia, ha vuelto, finalmente, a estar entre nosotros, alimentando la visión deformada de los adversarios políticos en términos maniqueos y agudizando, todavía más, las diferencias sobre cómo abordar las cuestiones que verdaderamente preocupan a la sociedad española. Lo que muestra el libro de Miguel Veyrat es esto precisamente, que el pasado todavía no es historia, que aún gravita sobre la existencia de los españoles actuales porque no se ha enfocado de la forma adecuada. De ahí que se continúe hablando y discutiendo de la memoria histórica: “Hay que abrirla, Paulino. La fosa, habrá que abrirla. Ahí dentro, está, también, con tu memoria, la mía, la de todos” (p. 111). En términos morales, que no históricos, no se puede aceptar que la democracia provenga del franquismo (Pío Moa, ver link), aunque debe subrayarse que la oposición colaboró y, en parte, forzó la salida democrática. Hoy la democracia no debe asentarse ya sobre el olvido, debe fundarse sobre una lección de índole moral, sobre el desmentido absoluto de lo que fue y significó la dictadura de Franco, una auténtica barbarie inicuamente prolongada en el tiempo.

No basta conformarse con decir, como ocurría durante la Transición, por causas más que razonables, que tanto unos como otros tuvieron idéntica culpa, no es suficiente limitarse a proclamar que fue un inmenso error colectivo, sobre todo porque hubo muchos que no tuvieron ninguna responsabilidad en ambos bandos. Ahí está Paulino, hijo de un miembro del bando vencedor, que también perdió la guerra, pero no la vida, como tantos inocentes. Ya no es suficiente apelar a esa justificación para cubrir el expediente, porque, sencillamente, no es toda la verdad y, por eso, volvemos a Veyrat, resurge de nuevo el problema en términos de memoria histórica.
Es preciso establecer una forma de expiación que nos libere definitivamente de la perpetua actualización del pasado, manteniendo de modo permanente el recuerdo del sinsentido del horror y tributando homenaje a los que lo han padecido. Esto necesariamente afecta a la esfera educativa y al plano simbólico, a los lugares de la memoria y a las celebraciones. Sólo así las jóvenes generaciones, presentes y futuras, incorporarán el recuerdo de la tragedia y no se verán obligadas a rehacer el pasado desde la visión particular que determine la coyuntura política en cada momento

¿Cómo es posible que desenterrar los restos de los muertos y fusilados de la guerra civil de las fosas comunes para identificarlos y darles un sepelio digno desencadene, según viene sucediendo, un conflicto entre las actuales fuerzas políticas? Porque existe un complejo de culpa en la derecha que la izquierda conoce y explota políticamente, dando pie a que los conservadores busquen explicaciones alternativas que alivien su mala conciencia en los numerosos errores de sus adversarios, tanto durante la República y la guerra civil como, en menor medida, en el franquismo.

Esta disputa sobre legitimidades en términos de memoria socava el sistema y corroe las bases de la democracia española. Es hora de reconocerse mutuamente en las víctimas del bando contrario. Eso requiere, en primer lugar, despolitizar el pasado para pasar a conocerlo en profundidad, en todos los detalles del horror, el episodio descrito al principio del penúltimo capítulo que cuenta los asesinatos es muy aleccionador, pero asimismo lo es saber que tres cuartas partes del personal eclesiástico español fue aniquilado durante la guerra y que en esas fosas también hay muchos asesinos (en una de ellas acabaron los que ejecutaron a José Robles, según Ignacio Martínez de Pisón en Enterrar a los muertos, Barcelona, 2005). Disponiéndose a mirar atrás con esta actitud, no puede ser más oportuna esta cita del historiador Justo Serna: “Sólo así, la historia dejará de ser materia de reconocimiento patriótico o de enfrentamiento colectivo para convertirse en disciplina de conocimiento humano y de apaciguamiento común, un saber que no oculta la distancia que me y nos separa de los antecesores. El pasado no es ya esa patria primera a restituir, ese paraíso por cuya pérdida me apeno; el pasado es siempre un país extraño y generalmente espantoso, un lugar cuya iluminación se me resiste, una época que me destierra, un auténtico objeto de pesquisa, un revulsivo contra la memoria y sus falsas continuidades e identidades” (Los Archivos de Justo Serna, 8-4-2005; ver link).

En segundo lugar, es preciso establecer una forma de expiación que nos libere definitivamente de la perpetua actualización del pasado, manteniendo de modo permanente el recuerdo del sinsentido del horror y tributando homenaje a los que lo han padecido. Esto necesariamente afecta a la esfera educativa y al plano simbólico, a los lugares de la memoria y a las celebraciones. Sólo así las jóvenes generaciones, presentes y futuras, incorporarán el recuerdo de la tragedia y no se verán obligadas a rehacer el pasado desde la visión particular que cada momento determine la coyuntura política. El saneamiento de la democracia española así concebido supondrá el abandono del sectarismo y la tradición antiliberal de la izquierda española y la renuncia de la derecha a su herencia autoritaria, a los reflejos intolerantes y a abandonar el monopolio de la preocupación por la subsistencia de España como proyecto común. Sólo así se podrán abordar las reformas de la reorganización del Estado en relación a las necesidades de los ciudadanos, del respecto a la pluralidad cultural dentro del país y de las propias comunidades autónomas y no en función de las demandas de los populismos nacionalistas que llevan inscrito en su seno la señal de Caín.

En Paulino y la joven muerte el autor no sólo nos cuenta una parte del pasado más dramático de nuestro país, también echa en el tapete el punto de vista de una generación, la de los nacidos durante y al poco de acabar la contienda civil, concretamente de aquellos militantes de izquierdas que participaron en la lucha contra la dictadura, y la forma en la que considera que debe ser abordado ese pasado que cree olvidado, fruto del coste político de la Transición. Sin embargo, el interés de la obra no se limita a estos aspectos ya de por sí atractivos, por debajo de ese mensaje se cuela, como inadvertidamente, una historia particular brillantemente contada, con un pulso narrativo decidido, al servicio de la acción y de la descripción de los ambientes y personajes, que sostiene el armazón de la novela y le da un portentoso hálito de vida y autenticidad.
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