miércoles, 11 de junio de 2008
Leones, leopardos, poesía y José de Ciria y Escalante en Santander
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
Sociedad en Blog personal por Sociedad
El poeta José de Ciria y Escalante tenía un amigo, José López Escajadillo, que pasó una temporada en África, en Fernando Póo, de donde trajo a Santander un leopardo que dejaba andar suelto por su casa

Juan Antonio González Fuentes 

Juan Antonio González Fuentes

Fundador de la revista Reflector y miembro destacado a comienzos de los años 1920 de la oleada de ultraístas españoles junto a poetas como Gerardo Diego o Guillermo de Torre, el poeta José de Ciria y Escalante nació en Santander en 1903 y murió en una habitación del madrileño hotel Palace en 1924. Su temprana desaparición provocó un gran número de lamentos en la joven poesía española de aquel tiempo, destacando el magnífico poema que le dedicó uno de sus grandes amigos en Madrid, el también muy joven Federico García Lorca.

El padre de Pepín Ciria, quien se ganaba la vida en la Delegación santanderina de Hacienda, se metió en negocios de carbones y el desastre de la Primera Guerra Mundial hizo que se enriqueciera de verdad con enorme rapidez. La familia se trasladó a un piso del desaparecido nº 9 del Paseo de Pereda, avenida que albergaba entonces a toda la alta burguesía santanderina, próspera sobre todo con los negocios de exportación e importación a diferentes lugares de América.

Cuando Pepín Ciria marchó a Madrid para estudiar en la Universidad Central, sus padres alquilaron permanentemente habitaciones en el exclusivo hotel Palace, donde pasaban toda la temporada del curso académico, regresando a Santander durante el largo verano. Pero toda la infancia y adolescencia del malogrado poeta transcurrieron en una ciudad de Santander que vivía los resplandores de los llamados felices años 20: veraneo regio en el Palacio de la Magdalena, aristocracia madrileña con casas y palacetes en la zona del Sardinero, el Hotel Real, el juego en el Gran Casino, las cacerías del rey en los Picos de Europa, las mañanas soleadas en la Primera Playa del Sardinero, las tardes en el hipódromo de Bellavista, las noches de gala en el club de Tenis, las noches de ópera y teatro en el teatro Pereda, las tertulias en el ateneo y los cafés del centro comercial...

Así que el que sería jovencísimo poeta vivió una infancia feliz y despreocupada en el Santander de los años Veinte. Siendo apenas un niño, por ejemplo, ya conducía con guantes de sport el Stoevert de su padre, quien había hecho grabar en la portezuela del vehículo el escudo de los Ciria. Muy amigo en esa época de José de Ciria fue el hermano del con el tiempo también poeta y escritor Leopoldo Rodríguez Alcalde, José María. Los dos, Pepín y José María, tuvieron la misma profesora de francés, Marie Jacomet, y los dos amigos formaron pandilla con otros niños y adolescentes privilegiados de la ciudad.

De esa pandilla formaron parte el rico y filantrópico José Uzcudun, quien, si no recuerdo mal, legó su estupenda biblioteca a la ciudad tras su muerte, ocurrida no hace muchos años. Otro de aquellos amigos fue José López Escajadillo, en parte el verdadero protagonista de este escrito por las cosas que de él se cuentan.

Santander: Playa del Sardinero

Santander: Playa del Sardinero

López Escajadillo pasó una temporada de su adolescencia en la antigua colonia española en África Fernando Póo, y unas de las consecuencias de dicha estancia africana fue que a su regreso a Santander se trajo un leopardo que dejaba andar suelto por su casa, adelantándose así unos años a alguna escena desternillante de una de las más grandes comedias de la historia del cine: La fiera de mi niña (1938), de Howard Hawks, protagonizada por Cary Grant y Katherine Hepburn.

El mismo López Escajadillo se paseó toda una temporada por las principales calles de Santander con un zorro atado a una correa, animal que me cuentan cayó un día del balcón de la casa familiar encontrando la muerte en el encuentro con el duro asfalto. Pepe López Escajadillo, niño o adolescente, le contaba a quien quisiera escucharle que su amigo el zorro se había suicidado durante un brote de neurastenia.

El niño o adolescente Pepe López tuvo en vilo a sus familiares durante una larga temporada, al advertirles de que en el desván de la casa guardaba unos animales muy bravos y peligrosos. Teniendo en cuenta los antecedentes, nadie osó abrir la puerta del desván durante un tiempo bastante prolongado. Sin embargo, un día quiso la casualidad que se descubriera la naturaleza de los bichos, siendo tales unas modestas y civilizadas gallinas.

Quien lea esta crónica de un Santander ya borrado de la faz de la tierra, en la que adolescentes privilegiados y con afanes literarios se paseaban por las calles del “balneario santanderino” conduciendo coches con escudos heráldicos en las puertas, paseándose con zorros y leopardos, o esperando bajo el sol de las playas cercanas a la realeza y los hipódromos la muerte que al final les alcanzaría en plena juventud en una habitación del Palace, pensarán sin duda que en el relato hay más de leyenda belle époque que de verdad, más de fantasía propia del Fitzgerald del Gran Gastby o de Hermosos y malditos que de sencilla verdad.

No lo sé, no podría asegurar la veracidad del relato, y sí puedo achacarle bastante inverosimilitud. Pero nada más escribir esta frase, me viene a la memoria mi propia infancia y adolescencia. Me viene a la mente mi gran amigo Ricardo Sánchez de Movellán, ahora ejerciendo de sevillano desde hace mucho tiempo. Con Ricardo pasé toda mi infancia y toda mi adolescencia formando pandilla. Él vivía en la Ciudad Jardín de Santander, muy cerca del colegio en el que compartíamos aula. Pues bien, Ricardo tenía leones en su casa. Sí, leones. Primero cachorros que enseñó un día de gloria en el colegio, y luego, ya creciditos, los guardaba en el garaje de su casa junto a unos cuantos perros, un palomar y algunas aves rapaces. Recuerdo estar muy cerca de los leones ya con melena, separados ambos mundos sólo por unos barrotes. Y recuerdo a Ricardo apretarle con el palo de la escoba las zarpas al león, gesto que hacía surgir de aquellas manazas unas uñas como navajas albaceteñas. De noche, cuando paseabas por las cercanías de la casa de Ricardo, de repente oías unos rugidos a los que no podías dar crédito y que te retumbaban dentro de la caja torácica. Estos leones pasaron con el tiempo a formar parte del mini zoo instalado en el Palacio de la Magdalena, y una noche de verano, bajando de paseo con el escritor Juan Manuel de Prada desde el palacio real hacia la zona de las playas, con el mar sonando a un lado y un espeso bosque de coníferas al otro, oímos los rugidos de los felinos que estaban muy cercanos. Esa noche Juan Manuel de Prada no murió del susto por pura casualidad.


NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.