martes, 9 de enero de 2007
Wozzeck, de Alban Berg (Teatro Real de Madrid)
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
Artes en Blog personal por Música
La revolución que plantea la ópera Wozzeck no sólo no ha pasado a mejor vida, sino que toda la mejor música actual prosigue el camino iniciado por ella, el camino desbrozado por Alban Berg.

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Juan Antonio González Fuentes

Estos días se estrena en el madrileño Teatro Real la versión de la ópera Wozzeck de Alban Berg con dirección escénica y conceptual del polémico y talentoso director español Calixto Bieito. Se trata de la misma puesta en escena que pudo verse hace ya varios meses en el Liceo barcelonés, y que pudieron ver muchos alumnos de la Universidad de Cantabria a través de la red gracias al convenio suscrito con la institución barcelonesa en un ciclo que se denomina Opera Oberta. Yo fui el encargado de presentar dicha ópera a los alumnos, buscando familiarizarlos de algún modo con la ópera del siglo XX, tan exigente en tantos y tantos aspectos.

Un breve resumen de mi intervención es lo que ahora lanzo en forma de blog a la red, buscando así dar alguna información a los posibles interesados en la ópera de Berg que asistirán a la representación madrileña, pero también quizá le sea útil a cualquier aficionado, o incluso a cualquier lector con alguna inquietud por la música de verdad moderna del siglo XX. Ahí va el trabajo, que espero les guste y les sirva de alguna utilidad.

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Calixto Bieito

El músico Alban Berg nació en Viena el 9 de febrero de 1885 y murió en la misma ciudad el día de Nochebuena de 1935, es decir, cuando el nazismo de Hitler ya era una realidad más que constatable tanto en Alemania como en Austria, y cuando el músico sólo contaba con 50 años de edad.

Alumno de Arnold Schoenberg a partir de 1904, fecha también del inicio de su amistad con el músico Anton Webern, Berg se reveló rápidamente como alumno dotado de un talento único al servicio de una hipersensibilidad que se reflejaba en todo momento en su propia música. Apasionadamente atraído por la literatura, y muy en particular por la poesía, Berg consagró la mitad de su obra a la voz, a través de la composición de numerosos lieder (canciones) inspirados, por ejemplo, en poemas de Charles Baudelaire, así como a la ópera, género al que dio dos obras maestras del siglo XX: Wozzeck y Lulu, trabajo que dejó inacabado y cuya versión completa fue estrenada en la Ópera de París en 1979.

En cuanto a su producción instrumental, un amplio apartado corresponde a la música de cámara, al lado de obras orquestales entre las que figuran las espléndidas Piezas op. 6. La obra de Alban Berg revela una intensa expresividad cualquiera que sea el lenguaje utilizado, desde el tonal hasta el dodecafonismo serial, pasando por otras formas de lenguaje tonal. Berg, el más lírico y próximo estilísticamente al pasado de los tres compositores de la llamada Segunda Escuela de Viena (es decir, Schoenberg, Berg y Anton Webern, aunque hay historiadores que suman a Paul Hindemith), supo también imponerse por su extremada modernidad, de lo que es testimonio, por ejemplo, la prodigiosa Suite Lírica para cuarteto de cuerdas. El más “abordable” de los tres compositores de la segunda escuela vienesa no deja de ser el más complejo, tanto por lo que hay que interpretar en su música como por lo que hay que analizar en su pensamiento.

Bien, una vez dados estos pequeños datos sobre Alban Berg, pasaré ahora a desbrozar sucintamente el argumento de Wozzeck, ópera en tres actos con libreto del propio compositor basado en la obra de Georg Büchner, Woyzeck, y estrenada en la Staatsoper de Berlín el 14 de diciembre de 1925.

Aunque antes creo muy conveniente comentar algo sobre este escritor alemán, Georg Büchner, nacido en 1813 y muerto de tifus en 1837 con tan sólo 24 años de edad. Hijo de un médico al servicio del ejército de Napoleón y de la hija de un consejero de la Corte, Büchner conoció la atroz miseria de las clases populares estudiando medicina en Alemania y decidió dedicarse a organizar una revolución antifeudal y antiburguesa. Fundó en 1834 una Asociación para los derechos del hombre y escribió un opúsculo clandestino con el título El mensajero de Hesse. Esto hizo que fuese perseguido y se vio obligado a esconderse en la casa paterna, donde redactó la tragedia La muerte de Danton. Terminada la carrera de Medicina obtuvo un puesto de profesor de anatomía comparada en la Universidad de Zurich, ciudad en la que murió no mucho después. Su obra más importante fue la inacabada Woyzeck. Büchner es considerado como uno de los más extraordinarios escritores del siglo XIX alemán por su gran pasión política y su rebelión radical que había identificado como enemiga a la propia burguesía liberal.

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Alban Berg

Woyzeck, fragmentaria e inacabada (el manuscrito propone tres finales diferentes) es inseparable de la misma esencia del lenguaje poético de Büchner. Inspirada en un caso verídico ocurrido diez años antes (el barbero Woyzeck había sido decapitado en Leizpig por el asesinato de una viuda), la tragedia, en un primer nivel de lectura, es una rápida y patética narración naturalista de celos, sensualidad y violencia sanguinaria. Sin embargo, en una segunda lectura propone una visión del mundo de los pobres, alienados por la moral de las clases dirigentes feudo-militares, de las que la burguesía se hace mediadora en la persona del cruel médico que, en nombre de la ciencia, es el culpable de que Woyzeck pase hambre. En una tercera lectura es la laceración universal del hombre, que no sólo pervierte los valores sino que divide y destruye todo lo que toca, ideas manifestadas por medio de los símbolos del cuchillo, la putrefacción y la afasia.

Alban Berg, encontró un nuevo sentido para la nueva música que estaba naciendo gracias a su maestro Schoenberg: integrarla en una obra teatral, hacer con ella ópera y drama. Ya en 1913 Berg incluyó una obra suya en un audaz concierto experimental con Schoenberg y Webern. Berg había hecho una reducción para piano de los complejos Gurre-Lieder de Schoenberg (una obra que en su estreno requirió 150 instrumentistas, tres coros masculinos de cuatro voces, uno mixto de ocho, triángulo, xilófono, tam-tam, juego de cadenas, además de una orquesta normal). El público de la época no estaba preparado para tamaños experimentos y reaccionó hasta de forma violenta, con silbidos y pateos.

La finalización de la Primera Guerra Mundial, y el inicio de lo que se llama la etapa de entreguerras, marca la desaparición histórica de un mundo, de un universo de ideas y conceptos, de una forma de ser y de estar en la vida. Ese final de etapa histórica está perfectamente simbolizado en la desaparición del imperio austriaco, en ese Finis Austriae que es la metáfora perfecta de lo que estaba entonces sucediendo, un periodo cuyo verdadero fin puede quizá establecerse en el horror de los campos de concentración y en la guerra fría que se instaló en el planeta tras la segunda gran guerra mundial.

Ponerle música a ese intervalo histórico es lo que a fin de cuentas hizo Alban Berg. Desde 1914 hasta 1920 Berg fue traduciendo a música su experiencia de guerra inspirándose en el texto de Büchner, y lo hizo en 15 escenas en las que nos narra la historia de un pobre soldado, ingenuo y místico, Wozzeck, que sufre la crueldad de sus jefes y la infidelidad de su compañera, que le ha dado un niño engendrado probablemente por su jefe inmediato. Wozzeck la mata, y al tratar de quitarse una mancha de sangre en un estanque, se ahoga.

Obra de un lenguaje duro y elemental, que Alban Berg desarrolla en un alarde de experimentación musical: el primer acto se basa en formas militares y tradicionales, trasladadas al sistema atonal; el segundo toma estructura de sinfonía en cinco movimientos; el tercero desarrolla invenciones y variantes sobre un acorde, un ritmo, una nota.

Desde la ópera más tradicional a la que escribió Alban Berg hay un salto escalofriante: se han acabado las ilusiones, las bellas tradiciones, los ornamentos, el concepto de belleza formal. Ahora, en la nueva ópera, todo es un duro juego de formas con unas voces trágicas que vienen a expresar el horror del mundo. La vida se quita por fin su careta, y su nuevo rostro lo dibuja con genialidad la terrible, pero en su modernidad hermosísima música de Alban Berg.

Wozzeck es un icono de la creación operística moderna y la demostración palpable de que la ópera (calificada muchas veces como género reaccionario) puede ser el mejor espejo para reflejar la realidad más escabrosa e innovadora, sin refugiarse en la cómoda colcha del pasado ni abdicar, como dice el crítico Stefano Russomanno, de su condición de espectáculo de amplia aceptación.

Y es que aunque nos resulte difícil de creer, Wozzeck, en su día, fue una ópera muy popular, a pesar de las polémicas y escándalos que acompañaron su estreno, y a las acusaciones que recibió de parte de la crítica: “anarquía sonora”, “destrucción formal”, etc, etc… Al escribir Wozzeck, el principal objetivo de Alban Berg era en esencia el que persiguen todos los operistas: “Mi intención –escribió Berg– no era sino devolver al teatro lo que le pertenece, estos es: articular la música para hacerla consciente en cada instante de su deber de servir al drama”. Palabras muy parecidas a estas pueden encontrarse en escritos de Monteverdi, Mozart, Wagner o Verdi.

Pero, y esta es un pregunta clave para aplicarla a la ópera, ¿cómo hacer que estructuras musicales cerradas y fijas se amolden a las exigencias de una acción escénica y narrativa que debe ir hacia delante? La solución tradicional había consistido siempre en aunar dos formas diferenciadas y casi opuestas: el recitativo y el aria. Wagner fue quien rechazó esta estructura y en su lugar construyó un continuo abierto basado en la aparición y transformación de un motivos musicales conductores de la narración.

La solución propuesta por Alban Berg fusiona las dos perspectivas y las sobrepasa. Berg regresa a la solución formalista, pero se sirve de ella, como dice el crítico Stefano Russomanno, para plasmar de manera orgánica y global el ritmo, el carácter y la expresión de cada una de las escenas. Las 5 que conforman el primer acto se basan en otras tantas formas musicales características (suite, rapsodia, marcha, passacaglia, rondó); las del segundo acto configuran los movimientos de una sinfonía (sonata, invención y fuga, largo, scherzo y rondó); las del tercero son invenciones sobre un tema, una nota, un ritmo.

La rígida coherencia interna de esta estructura no impide que se adecúe al contexto dramático y narrativo correspondiente, propiciando un discurso muy denso, pero compacto y sobrio a la vez. Como buen autor dramático, Alban Berg antepone la eficacia comunicativa al respeto de unos principios abstractos: por ello no tiene reparos en usar la tonalidad si el contexto lo requiere (por ejemplo, cuando Marie habla a su hijo en la primera escena del acto III). Y por otro lado, la incisividad brutal de los ritmos, las cortantes aristas de las disonancias, el opresivo misterio de unos timbres que nos sumergen en un clima de pesadilla, o el tono chirriante de voces como la del Capitán, sirven para plasmar una idea de devastación absoluta tanto del mundo interior de los personajes como del contexto social, político e histórico en el que estos se mueven. Pero también hay en la música de Wozzeck piedad y un sentimiento de profunda participación en el dolor de los personajes por parte de Berg, actitud que encuentra su encarnación más lírica y poética en el personaje de Marie. Su “Nana” del primer acto es un ejemplo perfecto.

El final de la ópera es uno de los más extraordinarios de la toda la historia del género. Esta protagonizado por un personaje secundario, el niño de Wozzeck y Marie, que simboliza claramente el fruto del mundo que desaparece devastado por el crimen, la ignominia y la sordidez moral de sus progenitores y de su universo. Mientras el niño juega en el patio le informan de la muerte de sus padres; y él, ignorando el sentido de la tragedia, continua jugando impasible mientras de la orquesta surge un monótono sonido que de repente termina bruscamente ahogado. No es posible un final menos retórico, más salvaje, significativo y metafórico.

Al contrario de otros músicos del siglo XX, Alban Berg nunca trató a la ópera como un género pasado de moda y obsoleto al que había que destruir y reconstruir con otros cimientos. Wozzeck, y sigo citando a Stefano Russomanno, devuelve al canto y a la voz el protagonismo que les corresponde en buena lógica tratándose de lírica. Es una ópera que no se avergüenza de serlo. Alban Berg pertenece a la categoría más selecta y duradera de innovadores: los que no se proponen serlo. Muchos de los mayores dislates artísticos del siglo XX nacieron al pretender que lo novedoso fuera la última causa del artefacto artístico y no una consecuencia natural. Prácticamente todas las innovaciones con tal vocación en el mundo del arte han fracasado a largo plazo. La revolución que plantea Wozzeck no sólo no ha pasado a mejor vida, sino que toda la mejor música actual prosigue el camino iniciado por ella, el camino que hace más de ochenta años desbrozó para todos un joven músico austriaco llamado Alban Berg.

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .