martes, 21 de noviembre de 2006
Leamos un poema: "Estatua mutilada", de José Hierro
Autor: Juan Antonio González Fuentes - Lecturas[{0}] Comentarios[{1}]
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Hoy les propongo que leamos el poema de José Hierro "Estatura mutilada", un poema de amor que quien lo lee, jamás puede olvidar.

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Juan Antonio González Fuentes

"Para la cubana Amparo, una de mis lectoras predilectas"

Hoy les voy a proponer algo singular, especial, quizá para algunos inaudito, y por eso interesante. Les propongo leer y comentar un poema.

Se trata del poema de José Hierro "Estatua mutilada", perteneciente a su poemario Libro de las alucinaciones, publicado en 1964, el mismo año en el que yo nací. "Estatua mutilada" siempre me ha resultado un poema fascinante, bellísimo y muy significativo, provocador de múltiples lecturas y reflexiones; un poema que quiero compartir con todos ustedes. Anímense a la lectura y ya me dirán más tarde, quizá tomando un café en cualquiera de esas calles en las podríamos encontrarnos cualquier día teniendo algo en común: un poema.

Estatua Mutilada

Mujer de un funcionario romano, /recorriste la tierra /-sombra suya- de Gades a Palmira./Soles distintos te adoraron,/maduraron tu piel, fueron dejando/seco tu corazón.

Cómo sería tu cabeza, tu mano,/lo que fue carne tibia, vestidura del alma/y luego piedra silenciosa.../Ahora la mano ya no está en la piedra./Y la cabeza fue limada, desfigurada y corroída/por el agua que la albergó durante siglos./¿Cómo serías? Imagino que el escultor,/sumiso a los clientes, las rutinas,/los tópicos vigentes en la Roma de los Césares,/copió de ti la apariencia banal./¿Serías verdaderamente/-no quedan rasgos que dejen comprobarlo-/matrona dura que mandaba sus hijos a la guerra,/que prefería muertos valerosos,/soledad y desolación,/antes que amor, calor y compañía de cobardes?/¿O tu rostro impasible/revelaría otra verdad?

Ahora no tienes ojos,/ni siquiera de piedra,/para que en ellos se refleje y cante el mar,/el mismo que rompía en tus ojos humanos/y te vestía de llamas azules./(A la orilla del mar ocurriría aquel amor).

Un legionario, un soñador, un triste, /a la orilla del mar... Y le decías:/“Ráptame, llévame contigo, da a mi vida/sentido y esperanza, olvido y horizonte,/dale vida a mi vida”. (Él fingiría indiferencia/cuando subías con ofrendas al templo./Y te abrazaba, enloquecía, te daba vida y muerte/cuando estaba con él a solas.)

El día que marchaste, dócil al lado de tu esposo,/a otro sol y otra tierra del Imperio,/lloró desconsolado el que era fuerza tuya./Te hizo un collar de lágrimas./(Esto debió de suceder en la Imperial Tarraco.)

Ahora no tienes ojos,/ni siquiera de piedra./El mar y el tiempo los borraron./(Dentro del mar se pudriría aquel amor.)/Sólo te queda la impasibilidad con que te imaginaron/para edificación y pasmo de los hombres./Jamás podrá la piedra/albergar un soplo de vida./Y entonces, dónde ha ido tanta vida,/dónde está tanta vida que la piedra no puede contener,/no puede imaginar y transmitir./Tanta vida que fue la salvadora/del olvido y la nada, ¿habrá muerto contigo?

Cómo puede morir lo que fue vida./Quién puede asesinar la vida./Quién puede congelar en estatua una vida./Qué hay en común entre este bulto/-pliegues rígidos y elegantes,/rostro esfumado, manos mutiladas-/y aquella estatua de ola tibia,/aquel pequeño sol poniente,/aquel viento de carne pálida,/aquella arena palpitante,/aquel prodigio de rumores:/lo que tú fuiste un día,/lo que eres para siempre en un punto del tiempo y del espacio,/en el que escarbo inútilmente/con el afán de un perro hambriento.

Bien, yo no sé si ustedes conocen que el propio José Hierro estableció diferencias dentro de su obra poética entre "poemas reportaje" y "poemas alucinación".

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Los primeros, los poemas reportaje, son aquellos en los que Hierro pretende informar sobre algo, contar algo con un marcado tono narrativo. Son poemas compresibles para cualquier lector y relativamente directos, en los que se nos narran unos hechos, aunque no de forma fría y objetiva.

Los poemas alucinación, sin embargo, son aquellos en los que como señala el poeta, “todo aparece como envuelto en niebla”, creando una sensación nebulosa, de algo que habita en la imaginación y ayuda a penetrar o entender realidades que se sitúan más allá de lo visible. En principio, los poemas incluidos en Libro de las alucinaciones pertenecerían a este segundo apartado, aunque partimos de la idea de que es absurdo pretender enmarcar la poesía en los moldes de unas definiciones cerradas.

Por lo que respecta a Estatua mutilada, como otros del Libro de las alucinaciones, nos topamos con un poema que cabría definir como mixto, de transición, o, como dice Aurora de Albornoz, un reportaje alucinado. Es decir, un poema relativamente directo, en el que se nos cuenta una historia fácil de seguir en su desarrollo realista, pero en el que hay determinados elementos, un sentimiento de emoción que acaba dejando en el lector, gracias a la capacidad del poeta, una clara certidumbre de irrealidad, de reveladora y profunda ensoñación.

De forma aparentemente sencilla, una voz anónima habla con una estatua a la que el tiempo ha mutilado. Al leer imagino una escena casi fordiana: un personaje, ante la tumba de su mujer, mantiene un largo y tierno diálogo con ella. La Voz del poema, al hablar con la estatuta, también habla con la mujer representada en la piedra. Por la conversación empezamos a saber que era mujer de un funcionario romano y que como tal recorrió buena parte del imperio. La Voz interroga a la estatua y le pregunta cómo fue en vida la mujer que representa. Los estragos del tiempo en la piedra no dejan hacerse una idea al respecto. Toda esta primera parte del poema incide en el tema clásico del paso del tiempo, y de manera indirecta, en uno de los “argumentos” poéticos por excelencia, el carpe diem, la conciencia del paso implacable del tiempo y, en consecuencia, la necesidad de aprovechar y gozar la juventud. La poesía del siglo de oro español, que tan bien conocía José Hierro, abunda en este asunto. Y me viene a la memoria también, para ponerlo en relación con el poema de Hierro, aunque de forma un tanto tangencial, el famosísimo Salmo XVII de Quevedo, el que comienza: “Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes, ya desmoronados...”.

Pero de repente, en un punto y aparte que establece con claridad una segunda parte en el poema, se nos narra por sorpresa un elemento nuevo: una trágica historia de amor.

La mujer representada por la estatua vivió una historia de amor con un legionario soñador y triste. Una historia de amor que se nos obliga a calificar de apasionada, ya que ella le suplicaba: “ráptame, llévame contigo, da a mi vida sentido y esperanza, olvido y horizonte, dale vida a mi vida”. La mujer que es estatua, no era una mujer feliz. La mujer que es estatua no tenía vida recorriendo el imperio junto a su marido funcionario. Pero la mujer que es estatua, como tantas y tantas mujeres del pasado era una mujer dócil, y cuando llegó la hora de marchar junto a su esposo abandonó al legionario, abandonó al que era su fuerza y le daba la vida. Y con su decisión dejó al legionario más soñador y triste que nunca, tanto, que el legionario le hizo un collar con sus propias lágrimas. Para poner punto final a la narración de la historia de amor, la enigmática voz aporta un dato geográfico para que nos situemos en un espacio determinado: “debió suceder” nos dice “en la Imperial Tarraco”.

Esta historia de amor me parece maravillosa, porque es un melodrama en el que la Voz cree muy intensamente, y no se sitúa con ironía o cinismo por encima de él. Tanto cree en esta historia de amor que el detalle del collar de lágrimas, tan modernista, tan camp en un tiempo en el que los Beatles pregonaban con alegría su celebérrimo She love you (ella te ama a ti), tan propio de un cuento triste y perfumado de Oscar Wilde, no se nos transforma en algo baladí y amanerado, sino en algo exquisito, en símbolo terrible y hermoso de toda la historia: un collar, sí, pero de lágrimas.

De repente, la Voz, de forma un tanto brusca, olvida la historia de amor y se centra, en lo que es una tercera parte del poema, en preguntarse mientras contempla la estatua mutilada a dónde ha ido a parar tanta vida, vida que la piedra no acierta a contener, ni siquiera a representar de forma aproximada. La voz mira la piedra que representa a la mujer que amó, que se apasionó, que hizo el amor, que lloró, que cantó, que sufrió..., y no ve en ella nada. Para qué tanta vida, se pregunta la voz, ¿cómo puede morir lo que fue vida? Y estos versos, estas preguntas, como un chispazo hacen que recuerde el soneto que cierra Cuaderno de Nueva York, titulado Vida, y en el que Hierro parece responderse a sí mismo más de treinta años después: “Qué más da que la nada fuera nada, si más nada será, después de todo, después de tanto todo para nada”.

De nuevo, como si de una estructura de sonata se tratase, la voz retoma el tema del comienzo, e inicia una variación reflexiva sobre el paso del tiempo, la muerte, la desaparición de la belleza, y se pregunta qué hay en común entre la estatua mutilada y lo que fue la mujer representada, lo que esa mujer representó un día. La pregunta es retórica, ya que el poema nos está explicando, casi desde su principio, que no hay nada en común, que no hay correspondencia.

Pero falta el golpe de efecto final del poema, los tres últimos versos, un golpe sutil pero demoledor, que viene a dejarnos completamente sobrecogidos y entregados como lectores a la alucinación, a lo nebuloso, y que en lo impactante me ha recordado a la aparición final del Comendador en el Don Giovanni de Mozart.

“...lo que eres para siempre en un punto del tiempo y del espacio,
en el que escarbo inútilmente
con el afán de un perro hambriento”.

La Voz que ha estado hablando con la estatua y con la mujer que luego es estatua, es la de un fantasma que regresa del pasado, es la voz del legionario enamorado que, a la vez, esto es indiscutible, es la voz de José Hierro. Hierro es el legionario enamorado, y éste, indiscutiblemente, es la voz anónima que desde una supuesta distancia nos cuenta la historia. Tres personas distintas pero un solo poeta verdadero.

Un legionario-voz-poeta que sí dota de significado final la vida de la mujer romana muerta y amada, ya que la sitúa “para siempre” en un punto del tiempo y del espacio: la memoria (que es la casa de la poesía), el recuerdo caliente y vivo del legionario fantasma que es voz narradora y es poeta, que es José Hierro. Un lugar en el que este sólido fantasma vive, aún enamorado, escarbando inútilmente en los recuerdos, con el delirio de un amor hambriento que, volviendo a Quevedo, hambriento será por siempre, pero también perenne y vivamente enamorado.

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NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente .