No he conocido 
otras experiencias semejantes con este libro, sino más bien expresiones de lo 
difícil que es. Lo platiqué con Fuentes a mediados de 1996 durante una cena en 
la casa de Pepe Carreño. Me dijo que un libro puede elegir a sus lectores. 
Respondí que algunos azotan la puerta en la nariz a los intrusos –pensando en Ulises- y esto le 
causó gracia. Fue un intercambio breve. Me dediqué a escuchar su conversación 
con García Márquez. No lo volví a ver.
 
Pero la relación 
del lector es con la obra y no con el autor. Cuando se coloca el punto final, 
sea una obra maestra como Terra Nostra 
o un artículo periodístico como éste, el escribidor sabe que renuncia a 
cualquier título de propiedad. Es igual que con los hijos: se les construye para 
que tengan vida propia.
 
Así que con la 
tristeza de que llega a su fin una vida productiva, celebremos que sus frutos se 
quedan entre nosotros. Nadie que abra Los miserables o Las verdes colinas de África o Piedra de sol o Aura, sufrirá por que ya no caminan en 
la tierra Víctor Hugo, Hemingway, Paz o Fuentes, pues en realidad no murieron. 
En donde está el rasgar de vestiduras, el crujir de huesos y las cenizas en la 
testa, es en la legión de los no-lectores y los busca-reflectores. Ya los 
escuchamos compitiendo en la construcción de panegíricos, disputándose el premio 
al lamento más original, codeando un lugar en el daguerrotipo de la posteridad. 
Si quiere verlos en acción acuda a las reseñas del “Homenaje Nacional de Cuerpo 
Presente a Carlos Fuentes en Bellas Artes”. (Escucho en la radio que el nuevo 
presidente galo, Hollande, lamenta la muerte del escritor, “acaecida el mismo 
día” en que el político tomó posesión. ¡Válgame Dios! Creo que ya extraño a 
Sarkozy.)
 
Yo por mi parte 
volveré a las páginas de La región más 
transparente, pero no a las de Gringo 
viejo; tocaré a la puerta de Artemio 
Cruz pero me seguiré de largo frente a La silla del águila. Y no dejaré de 
cavilar sobre el misterio mayor: ¿cómo se construye un escritor? Acompáñeme el 
lector en la respuesta que me dio Edmundo Valadés, publicada en mi libro de 
1996, En estado de gracia (*): 
 
“¿Por qué 
escribí? Porque me nació la necesidad desde niño. A los doce años escribía 
cuentos, proyectos de novela, obras pequeñas de teatro. Pero no tuve quién me 
guiara. Para mí fue una revelación. Tuve la conciencia de que es un don que uno 
trae. Ignoro si se dé el caso de que alguien se pueda hacer escritor por otro  camino.  
 
“Leía mucho, 
vorazmente. Conforme fui creciendo, seguía escribiendo todo lo que puede 
escribir un chico de catorce, quince o dieciséis años, incluso versos. Además me 
gustaba mucho el periodismo y compraba periódicos y revistas con el dinero de mi 
mesada. Me acuerdo que compraba una revista que se llamaba Fantoche, que hicieron una serie de 
caricaturistas, entre ellos Cabral. En la secundaria Siete fundamos una revista 
de la que sólo apareció un número –creo que se llamaba Encuentro- donde quizá está mi primer 
cuento. Y seguí escribiendo. Mandaba mis colaboraciones a revistas como México al  Día, a una llamada Continental –que publicaba versos de los 
lectores- en donde debe haber versos míos de esa época, y al suplemento de El Nacional. 
 
“Mi primer 
acercamiento a la literatura fue vía la poesía, a los quince o dieciséis años, 
estando en la secundaria Siete, donde daba clases Xavier Villaurrutia. Un día me 
le acerqué con toda la timidez y actitud respetuosa de un adolescente a un poeta 
famoso, para informarle que yo escribía versos y que quería que los viera. Y 
entonces Xavier, que fue un hombre muy cordial, muy generoso, me dijo: «Bueno, a 
verlos». Debo haber mostrado unos de ellos, y me hizo una crítica tan 
inteligente que sin molestarme, sin minimizar mi persona, me hizo ver que no era 
poeta. Porque yo… bueno, era la edad de la imitación, claro. Yo trataba de hacer 
versos, o copiaba versos de otros poetas en una época en que se rompieron las 
formas clásicas –imperaba eso que llamaban «versolibrismo», verso libre, sin 
asonancias ni consonancias-.  Y me 
dio una lección. Dijo: «Nosotros, mi generación, hemos podido transformar la 
poesía, la lírica mexicana, porque primero nos sometimos a las formas clásicas. 
No se puede ser un poeta sin dominar antes el soneto, la décima. Usted tiene que 
empezar por conocer y dominar las formas clásicas, porque sólo dominándolas se 
logra instaurar nuevas formas de expresión. Usted ha empezado al 
revés».
 
“La del escritor 
es como una voz interior. Claro, la puedes tener sin saberlo, pero si te pones a 
trabajar, a escribir y a escribir, haces que esa voz interior se despierte. Y 
ella acaba por dictarte prácticamente todo. Empieza a manar. Te dice cosas tan 
extraordinarias que te asombras. Es como un diálogo con esa voz 
interior.
 
“Yo siempre he 
puesto el ejemplo de que el escritor es como un minero: tiene que hallar la veta 
de oro que lleva dentro. ¡Pero cuesta un 
carajo! Tiene que estar dale y dale, quitando la tierra para, de pronto, 
gracias a esa disciplina, a ese esfuerzo, tocar la veta de oro. ¡Carajo! 
Entonces, te falta tiempo para captar lo que quieres decir. Pero no es inspiración, es trabajo. Es dale y dale… 
Yo lo he sentido: cuando uno encuentra la veta –aunque para ello deba haber 
permanecido encerrado, aislado, días, meses-, en ese momento de diálogo del 
escritor con su voz interior, ¡es Dios!, pues está fabricando mundos. En esos 
instantes el escritor no piensa en el lector. En ese momento el lector no 
existe. El acto de escribir es un acto tan solitario, que es Dios creando 
mundos. En este momento en que se empieza a crear viene una exaltación, una 
emoción, un instante de gracia… Uno está construyendo mundos. Ya lo del lector 
es posterior.
 
“El escritor no 
tiene excusas. No le queda más que escribir. Debe ser fiel a esa necesidad. Se 
puede evadir con mil excusas que uno se da a sí mismo: porque estoy cansado, 
porque tengo problemas familiares, por mil cosas… Pero… el escritor no puede 
excusarse. Tiene que escribir. Bien o mal, no importa. Tiene que decir: «Aquí 
está esto: es lo que fui capaz de hacer y lo hice».
 
“Uno sabe que es 
escritor cuando va sintiendo que domina el oficio, que va encontrando un estilo. 
Como digo a mis alumnos: «La conquista final del escritor, es la de su estilo, 
es la de poder expresar su voz a su propia manera, con su propia sensibilidad». 
Tienes atisbos, tienes metáforas, comparativos afortunados. Cuando te vas 
adueñando de tu propia capacidad de expresión, cuando vas logrando una conquista de tu manera de expresar, al 
ejercer el oficio, va a empezar a manar más y más, se te van a ocurrir más y más 
cosas. Quizá empiezas sin plena conciencia, tal vez con cierta timidez, con 
cierta reserva, pero al irte soltando, al sentir la posibilidad inmensa que 
tiene el idioma, que tienen las palabras –cuando las vas dominando y ordenando 
de una manera muy tuya-, en ese momento es cuando empiezas a estar del otro 
lado. Pero tienes que pasar por un proceso de disciplina de trabajo hasta que 
surja ese diálogo de los dedos con la máquina de escribir, cuando los dedos son 
una prolongación de lo que se está pensando… lo destilas en los dedos: las 
metáforas, el adjetivo, la descripción. Porque has tenido antes la disciplina de 
trabajar, de buscar. Y sólo se puede saber escribiendo, 
publicando.
 
“Otro 
instrumento importantísimo para el escritor es la lectura. Son otros escritores 
quienes nos empujan. Primero no tenemos los elementos propios, son prestados por 
esos escritores y nos van a ayudar a que nosotros inventemos nuestra técnica, 
nuestro estilo. La meta de un escritor es la conquista de su estilo. Cuando uno 
lee un texto suelto, dice: «Esto es de Borges», «esto es de Rulfo», «esto es de 
Cortázar». ¿Por qué? Porque ellos conquistaron un estilo propio. Cuando Borges 
escribió: «Fatigué bibliotecas…», antes de llegar a utilizar el verbo «fatigar» 
así, él se fatigó cantidad, no  le 
fue dado gratis. Tuvo que leer mucho, tuvo que reflexionar, que pensar. 
Finalmente él es un inventor.
 
“Es preciso 
capturar a diario todas las cosas que uno ve, que uno oye, que uno siente. Así 
se van acumulando esas tarjetas que son los ladrillos del escritor. Llega un momento 
en que una de esas frases es la precisa para tal personaje. Hay que estar 
absorbiendo de nuestro alrededor elementos y descripciones que van a servir para 
reinventar. Un escritor no puede inventar todo. Tiene que partir de una serie de 
elementos. Y escribir, escribir. O quizá, como decía un amigo: proponerse, al 
escribir un cuento, buscar cinco desenlaces diferentes. Como una técnica. O 
cinco principios diferentes. Jugar con las palabras. Enriquecer el idioma. 
Hacerse de un instrumental que va a servir maravillosamente a la hora de 
sentarse frente a la máquina a recontar. Hay que leer haciendo altos de 
reflexión. Por ejemplo, ahora que estoy releyendo a Proust 
–si a algún autor he leído ha sido a él, desde 1940-, digo caray, ya definí algo 
muy importante, que no recuerdo que nadie lo haya hecho: diría que En busca del tiempo perdido es, además 
de una novela, una de las más grandes reflexiones que se ha hecho un hombre ante 
todas las circunstancias de la vida. El libro de Proust es una fabulosa 
reflexión. Lo que he hecho en esta relectura –cuando mi memoria es más débil-, 
es llenar el libro de anotaciones y sugerencias para escribir –escribiría otro 
libro sobre En busca del tiempo 
perdido- y sobre todo podría hacer ahora una antología de los momentos 
culminantes de En busca del tiempo 
perdido: dónde nacen los celos, dónde nace el sadismo, esto, lo 
otro…”
 
Las reflexiones 
de Edmundo llenan muchas páginas y tienden a lo laberíntico, pero no tengo la 
menor duda de que son suscritas en su integridad por Carlos Fuentes, y que 
ambos, en el Walhalla de las Letras, están a la mesa de los creadores en la 
animada deliberación que las musas–valkirias obsequian con vinos del Valle de 
Guadalupe.
 
(*) Con mucho gusto enviaré una copia en pdf a quien la solicite al 
correo juegodeojos@gmail.com.