Wenceslao Fernández Flórez (La Coruña, 1879 - Madrid, 1964)

Wenceslao Fernández Flórez (La Coruña, 1879 - Madrid, 1964)

    AUTOR
José Antonio Llera

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Badajoz (España), 1971

    BREVE CURRICULUM
Es profesor e investigador en la Universidad Complutense. Ha publicado tres monografías: El humor verbal y visual de La Codorniz (2003), El humor en la obra de Julio Camba (2004) y Los poemas de cementerio de Luis Cernuda (2006). Preparó la edición del epistolario selecto de Miguel Mihura y una antología de la obra articulística de Wenceslao Fernández Flórez

    OBRA POÉTICA
Es autor de tres poemarios: Preludio a la inmersión (1999), El monólogo de Homero (2007) y El síndrome de Diógenes (2009). Su obra ha sido difundida en revistas literarias y antologías

    NUEVOS LIBROS
Próximamente, aparecerán sus libros Poesía e imagen: Lorca en Nueva York y Rostros de la locura: Cervantes, Goya, Wiseman



José Antonio Llera (fuente de la foto: liliputcontrablefescu. blogspot.com)

José Antonio Llera (fuente de la foto: liliputcontrablefescu. blogspot.com)


Tribuna/Tribuna libre
Wenceslao Fernández Flórez en el purgatorio
Por José Antonio Llera, jueves, 1 de marzo de 2012
La primera vez que me topé con la firma de Wenceslao Fernández Flórez en prensa fue hojeando La Codorniz, la revista fundada por Miguel Mihura en 1941, sobre la que escribí mi tesis doctoral. Mihura lo mimaba con una página completa en el semanario, pero Wenceslao era un satírico y no encajaba con el humorismo lírico y absurdista de raíz ramoniana que se exhibía en La Codorniz. Inmediatamente consulté historias literarias y me di cuenta de que apenas había sitio para él. ¿Qué ocurría? Quise indagar más. Advertí que el nombre de Wenceslao y su literatura, en cierto modo, habían sido falsificados. Amarga ironía. El franquismo no quería saber nada de aquel narrador agnóstico y antimilitarista, ácido con los valores tradicionales, que aparece en sus novelas y relatos de antes de la guerra. Prefería, claro está, las sátiras antirrepublicanas, sus invectivas contra Azaña y, sobre todo, Una isla en el mar rojo (1939), relato autobiográfico de una dolorosa vivencia que el propio autor, con el tiempo, marginó de sus obras completas. Era mejor identificar a Wenceslao con el cronista deportivo burlón y con el crítico taurino excéntrico que leer y contextualizar novelas como Las siete columnas (1926) o Relato inmoral (1927).
Estaba claro que la crítica oficial de posguerra había manipulado el sentido de esas novelas. Pero no sólo la crítica. También el autor cantó su palinodia tratando de volcar su sentido hacia posiciones más ortodoxas. Mucho peor fue su suerte con el paso de los años. Su novelística y su inmensa labor en prensa fueron postergadas casi en su totalidad. ¿Cómo podía plantearse el rescate del autor de Una isla en el mar rojo? Era más sencillo identificarlo con la dictadura. Segunda falsificación. Y se hizo el silencio. La historia literaria española ha sido muy dada a este tipo de operaciones de inclusión y exclusión según sus intereses ideológicos, impregnada de ciertos usos judiciales. Surgieron los fiscales y mandaron al escritor al purgatorio, allí donde sólo es audible la afonía de los muertos. Aparecieron después unos pocos promotores del incienso. A la condena le sucedió la hagiografía, el relato de un hombre sin contradicciones, los beneficios de la elipsis. También se equivocaban.

Dentro de Wenceslao hay muchos Wenceslaos. Individualista, rebelde, dandi, tímido, escéptico, antirrepublicano. ¿Conservador? Sí, pero no siempre ni en la misma medida. Imposible agotar el retrato, porque el modelo es cambiante. Wenceslao vivió la Restauración, la dictadura de Primo, la República y el franquismo. Su pensamiento y su literatura se encuentran inscritos en una evolución que no puede reducirse a un corte sincrónico, a un adjetivo totalizador.

Wenceslao es sobre todo un maestro de las formas breves, del cuento y del artículo. Su talento brilla hasta la excelencia en los espacios cortos

Novelista mediano, Wenceslao es sobre todo un maestro de las formas breves, del cuento y del artículo. Su talento brilla hasta la excelencia en los espacios cortos. Las Acotaciones de un oyente, que se extienden a lo largo de veinte años, representan una historia de España pasada por el tamiz del sarcasmo. Su lectura es como aventurarse en el tren del miedo: un trayecto marcado por el asombro, la carcajada y la amargura. El humorista es siempre el hombre que sabe demasiado; por eso se le teme o se le desprecia. Nadie como Fernández Flórez vapuleó a una clase política egoísta y ágrafa. Mientras Valle-Inclán perfilaba su esperpento a través de la figura de un poeta ciego con la voz templada por el aguardiente, él asistía cada mañana, desde su tribuna de prensa en el Parlamento, a una sesión interminable y grotesca con personajes reales que graznaban delante de sus ojos. Fue un regeneracionista mesiánico: a su juicio, sólo Antonio Maura poseía el carisma político para emprender una purificación nacional que pasaba por la derrota del endémico caciquismo. La estación final de ese viaje por los baldíos del desengaño, una crónica titulada “El redactor de sucesos” que Wenceslao publica en ABC en abril del 36, aprieta todavía hoy en la garganta del lector como un torniquete: ante la inminencia de la tragedia, las palabras ya no sirven, se pudren en el papel o en la boca. Moribundo país.

Sobresaliente en la crónica política, Fernández Flórez también es un notable costumbrista, aunque se reserva un poco más el acero y no pretende hacer sangre. Fue un crítico teatral ágil en la nota reporteril y justamente despreciativo con géneros como el astracán. Cerrado el grifo de la crónica política, se interna en la crónica deportiva y taurina armado de una distancia benévola, sin el ardor satírico y caricaturesco de otros tiempos. ¿Fue entonces un satírico que se quedó sin tema? ¿Se autocensuró, como señala Díaz-Plaja? Nos faltan datos para sostener una afirmación así. Más bien, parece que se adaptó a su público y exprimió su ironía —ya no ácida, sino melancólica— donde otros cayeron en la soflama política o murieron de inanición literaria.