Olive Schreiner: <i>Historia de una granja africana</i> (milrazones, 2011)

Olive Schreiner: Historia de una granja africana (milrazones, 2011)

    TÍTULO
Historia de una granja africana

    AUTORA
Olive Schreiner

    EDITORIAL
milrazones

    TRADUCCCION
Margarita Martín Díaz

    FICHA TÉCNICA
ISBN 978-84-938927-1-5. Santander, 2011. 336 páginas. 17 €



Olive Schreiner, Sudáfrica 1855-1920 (foto procedente de www.milrazones.com)

Olive Schreiner, Sudáfrica 1855-1920 (foto procedente de www.milrazones.com)

Carmen Palomo García es doctora en Literatura (mpalomog@gmail.com)

Carmen Palomo García es doctora en Literatura (mpalomog@gmail.com)


Reseñas de libros/Ficción
Olive Schreiner: Historia de una granja africana (milrazones, 2011)
Por Carmen Palomo García, jueves, 1 de diciembre de 2011
Y aunque hayáis fracasado en grandes cosas, ¿diréis por ello que vosotros mismos sois unos fracasados? Y aunque lo seáis, ¿ha de serlo, por ello, el hombre? Y si el hombre lo es, pues bien, ¡adelante! (F. Nietzsche)

Existen en literatura dos tipos de emplazamientos exóticos: el exotismo del tiempo lejano (la prehistoria, la ciencia-ficción…) y el del espacio (Oriente para Occidente, las colonias, los lugares vírgenes…). Estas ubicaciones, a priori siempre atractivas, pueden dirigirse, a su vez, hacia dos direcciones opuestas: o bien nos conducen a fantasiosas elaboraciones colindantes con la literatura de evasión (que no tiene por qué ser deleznable) o bien se adentran en territorios introspectivos, propiciados por el efecto del extrañamiento ante gentes, costumbres y paisajes radicalmente ajenos, una excentricidad con vistas privilegiadas a lo que nos recorre por dentro. A fin de cuentas, ya decía V. Shklovsky que toda la literatura no era más que un juego de extrañamientos (otstranenie).
En esta segunda vía exótico-introspectiva, todos recordamos inmediatamente los personajes de Joseph Conrad, habitantes de los trópicos asfixiados por dentro y extraviados en una locura pastosa y sin salida. Pero esa introspección en el extrañamiento no aboca indefectiblemente al delirio. También en esta línea de interiorismo ensimismado puede inscribirse Historia de una granja africana, la primera novela de Olive Schreiner (y, por cierto, anterior a toda la obra de Conrad). Como con gran ironía dice ella en su prólogo a la segunda edición (1883), firmado con el pseudónimo de Ralph Iron, no se habla en esta novela de «encuentros con leones hambrientos y huidas por los pelos», asuntos para ser convenientemente tratados «desde Piccadilly», sino de algo, la Sudáfrica profunda que fue su realidad cotidiana, para cuya descripción creyó convenientemente «escurrir el color de sus pinceles y mojarlos en los grises pigmentos de su alrededor». Más que grises, esos pigmentos fueron ocres: la arenisca del karroo, las rocas ferruginosas, el sempiterno polvo de sempiternas sequías… Y con una gama tan limitada, como en una acuarela de contornos muy difuminados, Schreiner supo pintar el alma, vastísima, de sus extraordinarios personajes.

Criados en el culo del mundo (como reza la novela de Lobo Antunes, otro exotista de la desesperación), esos personajes pisan la tierra con una contundente levedad, la de quienes no tienen nada más que atesorar que sus propios sueños. La acción, mínima, sucede básicamente en una granja de ovejas y avestruces en medio de la nada, con gente adulta que se malentendería en varias lenguas (inglés, alemán, afrikáans, lenguas nativas…) si tuviera algo que decirse. Samuel Beckett podría darse por satisfecho con este ascético escenario. Los protagonistas son tres niños: Em, que se sabe heredera de la granja; la hermosa Lyndall, que aspira a escapar estudiando para encontrar un lugar mejor donde adornarse con conocimientos y diamantes, y Waldo, atormentado por esa teología dramática de los textos bíblicos mientras espera un milagro. Los adultos gravitan entre la estolidez de la bóer que manda, la candidez pueril del capataz o la perfidia sádica del extranjero aprovechado.

Ninguna lectura reduccionista hace justicia a una obra cuya amplitud de miras debe relacionarse con otra cuestión que la recorre de cabo a rabo: la del cuestionamiento de la identidad

Pero es en el retrato de la infancia donde la autora se adentra en los verdaderos claroscuros de la existencia: estos niños son, al mismo tiempo, sagaces e ilusos, santos y blasfemos, miedosos y libres, débiles y soberanos... Y, sobre todo, aman o desprecian a los demás con un silencioso aplomo que es el mismo con el que contemplan un futuro teñido de promesas. Con este equipaje de anhelos parten hacia el mundo, y el lector no puede dejar de recorrer también, con curiosidad y cierta aprensión, ese viaje que les llevará hasta el borde de sí mismos.

De ese núcleo duro de la primera parte salen varias líneas argumentales, entre ellas la historia de Lyndall, quien coge las riendas de su vida y acaba pagando por ello una factura demasiado cara. Sus lúcidos, sarcásticos y lamentablemente todavía válidos parlamentos sobre el estatus de la mujer han provocado que Lyndall se haya encumbrado como una de las primeras heroínas de la literatura feminista. Pero ninguna lectura reduccionista hace justicia a una obra cuya amplitud de miras debe relacionarse con otra cuestión que la recorre de cabo a rabo: la del cuestionamiento de la identidad. No se trata solo aquí el problema de la identidad social de la mujer frente al hombre, sino también el de la identidad de género desde una perspectiva íntima, y también el de la identidad metafísica de una persona ante Dios y ante la muerte, la del débil ante el prepotente, la de todo ser humano ante la responsabilidad de crear su futuro, de hacerse cargo de sus anhelos, de sus ideales, de sus sueños…

Al cerrar el libro, el lector levanta la vista y entiende. Entiende, por ejemplo, que la grandeza del fracaso es también la grandeza del ser humano

Toda la segunda parte de Historia de una granja africana es una larga colección de sueños rotos, descascarillados, podridos bajo el sol del karroo. Lo que páginas atrás se denunciaba como la gran mentira teológica, como la injusticia, como el reino de la estupidez, en esta segunda parte, perdido el tiempo de la infancia, se convierte en violenta fantasmagoría, en un absurdo y doloroso sinsentido, en un desierto interior por el que vagan solitarias figuras dando palos de ciego. La clave de la obra radica precisamente en ese existencialismo avant la lettre. La valiente, la brillantísima, la hermosa Lyndall acaba postrada en una interminable agonía en una pensión, al cuidado de un anónimo travestido y con el incondicional perro Doss a sus pies. Es el mismo Doss que, años antes, perseguía a un laborioso escarabajo pelotero y luego, inocentemente, le comía las patas traseras y lo decapitaba: «Y todo era un juego, y nadie podía contar para qué había vivido y trabajado. Esfuerzos, esfuerzos y terminar en nada».

Incluso el amor, en sus muchas variantes (la amistad, la pasión, la fe, la contemplación de la belleza del mundo, la aceptación de lo dado…, todo está en la novela), acaba arrasado por ese vendaval de la vida en cuyos brazos los humanos somos pobres muñecos dignos de compasión…, si la dignidad y la compasión no fueran otras fantasmagorías más.

Olive Schreiner escribió Historia de una granja africana antes de cumplir los 25 años. ¿Cómo es posible tener a esa edad una percepción tan hiriente y desangelada de la amargura existencial, una vivencia tan potente del fracaso? Tuvo un éxito literario inmediato. ¿Pero qué es lo que leyeron ahí sus contemporáneos, si no fue una ferocísima crítica social, un grito contra un Dios inexistente y contra las mentiras y las instancias de poder que interesadamente promovían y promueven la santa resignación? Schreiner siguió escribiendo… y enrolándose en todas las causas perdidas (incluido el «amor matrimonial», ante el que expresó, cómo no, sus más serias reservas) que encontró a su paso en una vida nada fácil, contra viento y marea. ¿Cómo vivir y seguir viviendo para «terminar en nada»?

Y, sin embargo, al cerrar el libro, el lector levanta la vista y entiende. Entiende, por ejemplo, que la grandeza del fracaso es también la grandeza del ser humano, que nuestra medida real no viene dada por lo que conseguimos, sino por aquello en lo que creemos y por lo que trabajamos. Nec spe nec metu, como quería el viejo adagio. Quizá, con suerte, con cierta serenidad. Y adelante.