E. L. Doctorow: <i>Homer y Langley</i> (Miscelánea, 2010)

E. L. Doctorow: Homer y Langley (Miscelánea, 2010)

    TÍTULO
Homer y Langley

    AUTOR
E. L. Doctorow

    EDITORIAL
Miscelánea

    TRADUCCCION
Isabel Ferrer y Carlos Milla

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 203 páginas. 18 €



E. L. Doctorow

E. L. Doctorow


Reseñas de libros/Ficción
E. L. Doctorow: Homer y Langley (Miscelánea, 2010)
Por Alejandro Lillo, viernes, 3 de septiembre de 2010
El 21 de marzo de 1947 los vecinos de un barrio de Nueva York hicieron una llamada telefónica a la policía. Los hermanos Collyer, Homer y Langley, propietarios de un inmueble de cuatro plantas situado en la Quinta Avenida, hacía días que no daban señales de vida. Los policías acudieron dispuestos a averiguar lo que pasaba, pero no imaginaban lo que iban a encontrarse allí. Tras llamar al timbre y no obtener respuesta, los agentes probaron a forzar la puerta, pero descubrieron que estaba bloqueada por ingentes cantidades de periódicos, centenares de miles hallaron después en el interior de la mansión. Tampoco consiguieron colarse por ninguna de las ventanas, pues la casa entera estaba atestada de muebles, decenas de miles de libros y discos, todo tipo de electrodomésticos y un sinfín de objetos de todas las formas y tamaños. Los bomberos, que finalmente lograron acceder a la casa a través de la azotea, extrajeron más de 200 toneladas de materiales diversos.
Doctorow se inspira en este caso real para escribir Homer y Langley, su última novela, una obra emotiva que impresiona por la sensibilidad que desprende. A través de la voz de Homer, uno de los hermanos Collyer, el escritor neoyorquino hace un divertido y lúcido recorrido por la historia de los Estadios Unidos a lo largo del siglo XX: desde la Primera Guerra Mundial hasta el movimiento hippie, pasando por la época de la Ley Seca, la Gran Depresión, la llegada de la televisión o el conflicto de Corea.

“Soy Homer, el hermano ciego. No perdí la vista de golpe, fue como en el cine: un fundido lento”. Así comienza Homer Collyer a contarnos la historia de su vida y la de su hermano. Una historia relatada de forma muy particular, con mucha originalidad. No sólo porque Homer perdió la vista antes de cumplir los veinte años y por tanto describe una realidad que no puede ver, sino porque esos grandes acontecimientos del Novecientos a los que irá haciendo referencia son narrados desde un lugar muy concreto, el hogar familiar, sito, como ya hemos visto, en un barrio residencial de la ciudad de Nueva York con vistas a Central Park. El enfoque, pues, es más bien local, centrado en las repercusiones que esos importantes sucesos históricos tuvieron en la vida cotidiana de la gente, en cómo afectaron al común de la ciudadanía

Por qué Homer cuenta su historia, qué le mueve a plasmarla por escrito, cuándo y cómo lo hace, es algo que el lector tendrá que averiguar conforme avance en la lectura de la novela. Lo que enseguida se aprecia es la lucidez y agudeza de las que constantemente hace gala Homer a la hora de describir el mundo en el que vive, subrayando aspectos que otros observadores, quizá, pasarían por alto. Así, cuando evoca la época de la Ley Seca, afirma: “… entablé amistad con un gánster que me dijo que lo llamara Vincent. Yo supe que era auténtico porque cuando reía, los otros hombres de la mesa reían con él”. Homer además, posee un gran sentido del humor, a veces irónico y sutil, que impregna todo el libro y que vuelca tanto hacia sí mismo (“Verse atado e incapaz de moverse lo induce a uno a la reflexión…”), como hacia el exterior (“Nuestros padres pasaban un mes al año en el extranjero, viajando en tal o cual trasatlántico. Se despedían desde la barandilla de algún barco con tres o cuatro chimeneas -¿el Carmania? ¿el Mauritania? ¿el Neurastania?...”). Con estas características -y otras que se van perfilando conforme avanza la narración-, Homer Collyer aparece como un personaje muy interesante y complejo.

Porque es cierto que los hermanos Collyer parecen unos chalados que se dedican a acumular basura, unos tipos que no representan nada más que a ellos mismos en su propia individualidad, en su propia condición de seres humanos extraños, aislados. Sin embargo, la narración de Homer desvela otra realidad

Aún más misterioso e interesante resulta Langley, su hermano mayor. La pluma de Homer lo describe como una persona inquieta, inteligente y culta, con gusto por la filosofía y por ciertas teorías estrambóticas y muy divertidas. Dejemos que su propio hermano nos explique las peculiaridades de su carácter y comportamiento: “Cuando Langley trae a casa algo con lo que se ha encaprichado –un piano, una tostadora, un caballo de bronce chino, una enciclopedia-, no es más que el comienzo. Sea lo que sea, lo adquirirá en varias versiones, porque hasta que pierda el interés y se centre en otra cosa, buscará su máxima expresión (…) Es posible que haya en esto un origen genético. Nuestro padre también coleccionaba objetos (…) Aún así, estoy convencido de que Langley pone en esta pasión por el coleccionismo algo muy suyo: es patológicamente ahorrativo. (…) Guardar dinero, guardar cosas, encontrar un valor a objetos que otros han desechado o que de un modo u otro puedan tener un uso futuro… todo ello forma parte de lo mismo”.

Desgraciadamente la vida de Langley va a quedar marcada por una traumática experiencia en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial: “… cuando mi hermano regresó, ya no era el mismo de antes (…) Me avergoncé al darme cuenta que (…) yo no había entendido cómo eran las cosas allí. Langley me lo contaría en las semanas posteriores”.

En efecto, los hermanos se tienen mucha confianza y un gran aprecio. La relación que sus progenitores, unos burgueses acaudalados, mantuvieron con ellos contribuyó sin duda a cimentar esos lazos. Frente a la frialdad que les demuestran sus padres (“No eran (…) del todo desatentos, ya que siempre nos traían regalos a Langley y a mí”), la relación que se establece entre ambos es muy intensa, muy próxima y cercana, hasta el punto de que, según afirma Homer, “era mi hermano, no mi madre ni mi padre, quien tenía por costumbre leerme cuando yo ya no pude leer por mi cuenta”. Eso es algo que nunca se olvida.

Homer y Langley son unos acumuladores. Almacenan trastos, atesoran pertenencias, compran y consumen cosas. La diferencia es que en ellos esos rasgos están exagerados y, sin habérselo propuesto, su conducta constituye una crítica feroz del capitalismo consumista

La temprana muerte de sus progenitores va a permitirles heredar una considerable fortuna, pero también la enorme mansión en la que pasarán el resto de su vida. Este hecho va a contribuir a unir a los hermanos todavía más. La ceguera de Homer, por un lado, y la traumática experiencia de Langley en la guerra, por otro, van a provocar que cada uno proteja, cuide y se preocupe por el otro, demostrando así la extraordinaria estima y respeto que se tienen, más allá de las rarezas y excentricidades de cada uno.

Porque es cierto que los hermanos Collyer parecen unos chalados que se dedican a acumular basura, unos tipos que no representan nada más que a ellos mismos en su propia individualidad, en su propia condición de seres humanos extraños, aislados. Sin embargo, la narración de Homer desvela otra realidad. Pronto se nos muestran entrañables y simpáticos, despertando en el lector ternura y compasión y, con esos sentimientos, surge la chispa de la comprensión: entonces nos damos cuenta de que Homer y Langley representan mucho más de lo que aparentan.

La realidad es que su comportamiento no es tan distinto al nuestro. En las primeras páginas de la novela, cuando su hermano regresa de la Primera Guerra Mundial, Homer escribe: “…coloqué su fusil Springfield sobre la repisa de la chimenea en la sala de diario, y allí se quedó, casi la primera pieza de la colección de artefactos de nuestra vida americana”. La clave de esta frase hay que buscarla en las tres palabras finales. Como hemos visto, Homer y Langley nunca han salido de los EE.UU. (a excepción de esos meses de guerra). Son norteamericanos al cien por cien. ¿Qué quiere decir entonces Homer cuando adjetiva su forma de vida como “americana”? Pues que ellos no hacen nada sustancialmente distinto a lo que hace el americano medio y, en la medida en que la cultura estadounidense ha sido exportada a todo el mundo, no hacen nada distinto de lo que hacen los ciudadanos del mundo occidental: Homer y Langley son unos acumuladores. Almacenan trastos, atesoran pertenencias, compran y consumen cosas. La diferencia es que en ellos esos rasgos están exagerados y, sin habérselo propuesto, su conducta constituye una crítica feroz del capitalismo consumista. Se convierten así en una amenaza para ese modo de vida, una amenaza mucho más efectiva que la de aquellos que lo combaten directamente, pues al elevar los rasgos de esa sociedad a su enésima potencia, manifiestan lo absurdo de ese afán acumulador y egoísta que parece no tener límites, lo ridículo de ese individualismo exacerbado que se sitúa al margen de la propia sociedad.

Aunque vistos desde fuera los hermanos Collyer puedan parecer dos locos viviendo en un mundo de cuerdos, tal vez convenga reflexionar si no es al revés, si no son dos cuerdos viviendo en un mundo de locos, pues si algo conservan y transmiten ambos es humanidad y cariño

Homer y Langley, aunque en cierto modo la representan e incluso la ponen en práctica, rechazan de plano esa forma de vida. Ya en las primeras páginas de la narración se advierte una dura crítica al afán de riqueza, a los destrozos y al daño que la industrialización desmedida causa en nuestro entorno, una situación que irrita a nuestros protagonistas: “Cuanto más enterrado se hallaba nuestro país bajo capas de humo industrial, cuanto más carbón se extraía ruidosamente de las minas, cuantas más locomotoras descomunales atronaban en la noche y más cosechadoras enormes surcaban los campos de cultivo y más coches negros pululaban por las calles, dando bocinazos y estrellándose unos contra otros, tanto más veneraba la Naturaleza el pueblo americano”. Esa idea del respeto a la naturaleza, de la lucha y la preocupación por su conservación, simbolizada por el espacio verde de Central Park, se repite cada cierto tiempo en la novela, y dice mucho de la sociedad que describe.

Aunque vistos desde fuera los hermanos Collyer puedan parecer dos locos viviendo en un mundo de cuerdos, tal vez convenga reflexionar si no es al revés, si no son dos cuerdos viviendo en un mundo de locos, pues si algo conservan y transmiten ambos es humanidad y cariño. Es cierto que en ocasiones se ganan a pulso la ira de las instituciones, que toman decisiones equivocadas, pero no hacen daño a nadie. Su comportamiento a menudo es absurdo y disparatado, una parodia del pensamiento clásico norteamericano, aunque en otros momentos actúan y razonan con extraordinaria lucidez. Chocan así con una sociedad que les decepciona y contra la que se rebelan. Emprenden entonces una lucha titánica que saben perdida de antemano, conscientes de que el futuro se burlará de ellos tratándolos de chiflados y maniáticos. Bastante de eso hay, qué duda cabe. Sin embargo, su destino nos emociona, nos impacta y nos turba, pues todos llevamos dentro algo de los hermanos Collyer.

Doctorow ha conseguido que veamos la realidad de nuestro mundo con otros ojos, haciéndonos dudar sobre quiénes son verdaderamente los ciegos en esta historia. Y lo ha hecho como sólo los grandes escritores pueden hacerlo. Interpretando la vida de los hermanos Collyer tras más de medio siglo de burlas y desprecios, ha demostrado lo maravillosa que puede llegar a ser la literatura; ha demostrado cómo, devolviéndoles la dignidad a Homer y Langley, nos la está devolviendo a todos.