Así pues, parece que con entusiasmo desbordante las principales fuerzas 
políticas de Cataluña, más allá de diferencias ideológicas, se han adscrito a la 
idea de que las balanzas fiscales son fundamentales para sustentar su actuación 
política. Sorprende esta unanimidad que nos obliga a evocar la vieja observación 
de Keynes quien, en las páginas finales de su Teoría general, 
anotó: «las ideas de los economistas…, tanto cuando son correctas como cuando 
están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree». E 
inmediatamente añadió que «los hombres prácticos, que se creen exentos por 
completo de cualquier influencia intelectual, son generalmente esclavos de algún 
economista difunto»; para después aludir a los políticos «que oyen voces en el 
aire, (y) destilan su frenesí inspirados en algún mal escritor académico de 
algunos años atrás». 
No es difícil encontrar, en este caso, al 
economista difunto, al mal escritor académico cuyas ideas erróneas han alcanzado 
un poder inusitado. Su nombre no es otro que el de Ramón Trias Fargas, 
Catedrático de la Universidad de Barcelona estrechamente vinculado, a través del 
servicio de estudios del Banco Urquijo, con la promoción en España de la 
economía regional —antes, naturalmente, de engrosar las filas de Esquerra 
Democrática de Catalunya, partido que se integraría en la Convergencia de Jordi 
Pujol—. Fue, en efecto Trias Fargas quien, en 1972, publicó una Introducció a 
l’economia de Catalunya que se tradujo dos años más tarde al español y tuvo 
una indudable difusión entre los economistas y políticos de la época. 
En 
su obra, el profesor Trias Fargas, partiendo de algunos trabajos anteriores 
sobre la balanza de pagos de Cataluña, realizados dentro del ámbito académico de 
la Universidad Central de Barcelona, sostuvo que el ahorro generado en la región 
superaba a la inversión y que tal situación perjudicaba el desarrollo económico 
catalán. En vez de razonar el los términos de una economía abierta —y, en 
consecuencia, constatar que ese desequilibrio se tenía que compensar 
necesariamente con un superávit comercial—, prefirió hacer caso omiso de la 
relación externa de la región con los demás territorios de España; es decir, 
ignoró el verdadero motor de los negocios catalanes que estaba en la base del 
superior nivel de desarrollo de Cataluña: la venta de las mercaderías 
manufacturadas en la que ya entonces era la «fábrica de España» en un mercado 
interior protegido de la competencia internacional. 
Trias Fragas parecía 
más bien imbuido de una idea autárquica. Y, por ello, sostuvo que, para impulsar 
el crecimiento catalán, era necesario «ahorrar más y procurar perder el mínimo 
posible de nuestro ahorro fuera de Cataluña». Cómo lograrlo era, en su singular 
análisis económico, muy sencillo: bastaba disminuir al máximo el déficit fiscal 
regional que, con dudoso rigor contable, estimaba en el 48 por 100 de los 
ingresos obtenidos por la hacienda del Estado. O sea, se trataba de que los 
impuestos pagados por los catalanes se gastaran exclusivamente en Cataluña y no 
se transfirieran al resto de España. Note el lector que esta propuesta —que ha 
pasado sin variación alguna al pensamiento político común de las diversas 
variantes del nacionalismo catalán— lleva implícita una idea falsa pero muy 
atractiva para las personas ignorantes de las florituras del análisis económico: 
la promesa de hacer ricos a los catalanes sin que éstos tuvieran que hacer nada. 
Y, sobre esa base, Trias pretendió asentar un «nuevo regionalismo» de 
carácter populista en el que confluirían los intereses de «la Cataluña de los 
ricos y la Cataluña de los pobres», pues «cuando decimos que el ahorro catalán 
debe permanecer en Cataluña, decimos algo que le conviene al empresario… y 
decimos algo que igualmente conviene al asalariado». Ni que decir tiene que el 
profesor barcelonés, como todos los demagogos de esta especie, eludió el 
incómodo problema de la distribución de la riqueza diciendo que «una vez 
incrementada la renta regional, (ya) veremos cómo la repartimos». Y proclamó, 
con euforia irrefrenable, que «el catalanismo como exclusiva de la burguesía ha 
terminado». Dicho de otra manera, es obvio que, en las ensoñaciones de este 
intelectual, la lucha de clases, el conflicto de intereses entre capitalistas y 
asalariados, se desvanecía en la armonía universal de la nación reencontrada, de 
la etnia aislada y libre de las ataduras que, de momento, la mantenían unida a 
una España concebida como poder opresor ajeno a la tradición catalana. 
La propuesta del profesor Trias Fargas tuvo un indudable impacto entre 
las minorías políticas catalanas que, en aquellos años, se afanaban en la lucha 
contra el franquismo; y dado que esa propuesta impregnó tanto a la derecha como 
a la izquierda catalanista, no sería sorprendente que, en el imaginario 
nacionalista, la eliminación del déficit fiscal se identificara con el 
derrocamiento de la dictadura. Se expandió así un sentimiento victimista, una 
idea de expolio, el delirio de haber sufrido un despojo legendario, como si el 
resto de los españoles se hubieran aprovechado siempre de la laboriosidad de los 
catalanes. Quien con mayor claridad ha expresado esta idea es el también 
distinguido economista académico Xavier Sala i Martin, para el que «un 
argumento importante que se tendría que utilizar para valorar los costes y 
beneficios de la independencia —se refiere a la de Cataluña— es el déficit de la 
balanza fiscal… El beneficio principal, según dicen, es la “solidaridad 
interregional”. Pero una cosa es la solidaridad y otra que te roben la cartera». 
Pues bien, a partir de estas ideas simples y demagógicas, la cuestión de 
la balanza fiscal se convirtió en uno de los tópicos más relevantes en los que 
confluyeron los programas políticos de la derecha y la izquierda catalanista, 
incluyendo más tardíamente al socialismo. Y, puesto que, a partir de ellas, lo 
que se pretende argumentar es el saqueo de Cataluña, no sorprende que, como ha 
destacado el profesor Ángel de la Fuente, «exista la tentación 
de utilizar las balanzas fiscales de manera demagógica, manipulándolas para 
excitar la indignación ciudadana ante agravios reales o supuestos con la 
esperanza de obtener rendimientos electorales». 
Llegados a este punto, 
conviene avisar al lector que, aún cuando en apariencia la discusión sobre las 
balanzas fiscales sólo versa acerca de la oportunidad de su publicación o de su 
limitada utilización al no tener en cuenta los flujos reales interregionales de 
bienes y servicios, las cosas se complican mucho más. Ello es así debido a las 
dificultades metodológicas que encierra el concepto de balanza fiscal. Éste se 
presenta muchas veces como un instrumento contable de carácter imparcial u 
objetivo. Sin embargo, debe aclararse que tal objetividad es también una 
ilusión, pues los economistas están aún muy lejos de haber establecido un 
consenso sobre el asunto, una metodología estandarizada para determinar cuál es 
la contribución de los ciudadanos residentes en cada región a los ingresos de 
las Administraciones Públicas, y los beneficios que esos mismos ciudadanos 
obtienen a partir de los gastos que realizan esas Administraciones. 
En 
efecto, sin ninguna pretensión de exhaustividad, se puede señalar que los gastos 
de las Administraciones públicas se pueden imputar a un territorio teniendo en 
cuenta cuál es la localización geográfica de su realización o bien considerando 
dónde viven sus beneficiarios. Por poner sólo un ejemplo, según el primero de 
esos criterios el coste de la base naval de Cartagena se atribuiría a Murcia, 
pero de acuerdo con el segundo habría que repartirlo entre todas las Comunidades 
Autónomas debido a que la actividad de ese establecimiento militar proporciona 
un servicio de defensa a todos los españoles. Pero las complicaciones no acaban 
ahí, pues, además, para cada partida de gasto hay que tener en cuenta un 
criterio de reparto regional; y muchas veces son varias las posibilidades entre 
las que elegir. Y con los ingresos ocurre lo mismo, pues una cosa es dónde se 
declaran los impuestos y otra muy distinta quién los paga. 
Todo ello 
hace que los resultados del cálculo puedan ser divergentes según sea el criterio 
de imputación empleado. Así, tomando en consideración el caso de Cataluña como 
ejemplo indicativo, el profesor Ramón Barberán demostró que el saldo 
fiscal de esta región, estimado según las diferentes reglas de cálculo 
utilizables, tiene un recorrido que va desde una cifra positiva equivalente al 
0,4 por cien del PIB a otra negativa del 7,9 por cien de este agregado 
macroeconómico. Por tanto, para determinar cuál es el saldo fiscal de una 
región, son varias las orientaciones metodológicas que pueden seguirse y, 
paralelamente, varios los resultados que pueden obtenerse. Además, las 
metodologías se adscriben, en ocasiones, a las simpatías políticas de quien las 
adopta. Citemos a este respecto al profesor López Casasnovas, catedrático 
en la Universidad Pompeu Fabra, quien, con toda claridad, señala en uno de sus 
trabajos su interés en establecer, para el cálculo del saldo catalán, un 
«escenario soberanista… (con) derechos de recaudación y de participación en 
beneficios por parte de los diferentes territorios». 
En definitiva, en 
el actual estado de la investigación económica sobre este asunto, no es prudente 
lanzarse a la publicación oficial de las balanzas fiscales de las Comunidades 
Autónomas, toda vez que aún queda un amplio margen de discusión sobre su 
metodología contable. Más que realizar precipitadamente esas balanzas, el 
Ministerio de Economía debería nombrar un comité de expertos para tratar de 
llegar, en un plazo razonable, a las convenciones necesarias que hagan de esas 
balanzas un documento aceptable. Y, en ese mismo sentido, debería integrar las 
balanzas fiscales en un sistema completo de cuentas económicas que refleje la 
totalidad de los flujos económicos, reales y financieros, entre las diferentes 
regiones de España.
Pero no nos dejemos llevar por la racionalidad abstracta. Lo que 
verdaderamente está en juego, en este momento, con la discusión sobre las 
balanzas fiscales, es la integridad y la legitimación del Estado democrático en 
España, a la vez que la unidad y la dimensión del mercado interior nacional. 
Para entender esto, basta con tomar en consideración el hecho de que, como 
destacó en su día el profesor De la Fuente, tres cuartas partes de los flujos 
interregionales de ingresos y gastos derivados de la actividad del sector 
público son atribuibles exclusivamente a la redistribución personal de la renta 
—en virtud de la cual hay más equidad y se amortiguan las diferencias entre los 
ricos y los pobres que se derivan del mero funcionamiento del mercado, lo que, a 
su vez, legitima el sistema político y amplia el tamaño del mercado—; otro ocho 
por cien financia la creación de bienes públicos de carácter nacional y la 
regulación de la economía —haciendo que ésta corrija sus fallos de mercado—; y 
sólo queda una sexta parte para los gastos en los que cabe la aplicación de 
criterios discrecionales de reparto territorial. 
En consecuencia, en la 
práctica, el margen de actuación para aliviar supuestos agravios regionales 
—salvo que se quiera hacer más desigual la distribución personal— es demasiado 
estrecho como para satisfacer las aspiraciones nacionalistas. Si éstas, apoyadas 
en una visión simplista de los saldos fiscales, acabaran triunfando en el diseño 
de un nuevo sistema de financiación autonómica y se limitaran los flujos 
interregionales de ingresos y gastos públicos, ese margen puede verse 
sobrepasado. Entonces, el potencial de desarrollo económico de España, y de 
todas sus regiones, se estrechará; y, con él, las rentas de los ciudadanos y su 
nivel de vida. No sería sorprendente, entonces, que se levantaran voces contra 
el sistema que hubiera propiciado ese cambio, afectando así a la legitimidad de 
la democracia. Por ello, sería oportuno que quienes ahora nos gobiernan 
corrigieran el tortuoso rumbo que han emprendido y que nos puede conducir al 
desastre.