Carmen Domingo: Mi querida hija Hildegart (Destino, 2008)

Carmen Domingo: Mi querida hija Hildegart (Destino, 2008)

    TÍTULO
Mi querida hija Hildegart

    NOMBRE
Carmen Domingo

    EDITORIAL
Destino

    GÉNERO
Biografía

    PROLOGO
Almudena Grandes

    OTROS DATOS
Madrid, 2008. 332 páginas. 20 EUROS




Reseñas de libros/No ficción
Carmen Domingo: Mi querida hija Hildegart (Destino, 2008)
Por Rogelio López Blanco, lunes, 5 de mayo de 2008
La periodista Carmen Domingo reconstruye un episodio singular de la Segunda República en el que se entrelazan la crónica de sucesos y la disputa política e intelectual, el asesinato de Hildelgart Rodríguez, de dieciocho años, a manos de su madre, Aurora Rodríguez Carballeira el 9 de junio de 1933. A partir de ahí recorre las biografías de ambas, que en realidad constituyen, por la estrechísimo vínculo que existía entre ellas, una misma historia de vida. Evidentemente, lo sustancial del trabajo va más allá del simple parricidio, por morbosas y poco descifrables que resulten las circunstancias que lo precipitaron. La autora se sirve con habilidad de esta pequeña historia para, tirando de los hilos que la trenzan, dibujar su percepción de la Segunda República como ámbito de eclosión en el avance de los derechos femeninos y de elemento primordial en el gran impulso que adquirió la mujer en la vida pública española. Y lo hace a través del estudio de la labor publicística y política de Hidegart y su progenitora, del papel que desarrollan en la disputas ideológicas del momento, primordialmente en torno al debate sobre la eugenesia coactiva, muy en boga en todos los países occidentales en el primer tercio del siglo XX, y la participación de aquélla en la vida política del momento, primero en el partido socialista y luego en la extrema izquierda republicana. Aquella parte del espectro político más radical al que decepcionó por su tibieza el plan de reformas aplicado en el primer bienio por la coalición social-republicana presidida por Manuel Azaña.

De familia acomodada, pero con notables tensiones en las relaciones afectivas y fuerte temperamento, Aurora Rodríguez Carballeira, conforme a sus ideas eugenésicas adquiridas de forma autodidacta, concibió una hija a la que llamó Hildegart (que en alemán significa “Jardín de sabiduría”), con el objeto expreso de convertirla en redentora de la humanidad. Siguiendo su instinto, inteligencia natural y conocimientos, la educó de tal forma que la niña pronto despuntó como un prodigio. Baste decir que leía a los veintidós meses, escribió su primera carta a los tres años, “con cuatro años era la mecanógrafa más joven titulada por la casa Underwood” (p. 52) y “antes de cumplir los diez años leía y escribía en cuatro idiomas” (p. 152). Acabó los seis cursos que componían el bachillerato en tres años, para matricularse en Derecho a los catorce y licenciarse a los diecisiete. La madre ejercía un férreo control sobre ella, acompañándola en todo momento y lugar, incluso en las aulas y reuniones de partido. Enseguida los progresos de Hildegart llamaron la atención de la prensa y los políticos por su preparación intelectual, conocimiento de idiomas y madurez tanto para expresarse en público, era buena mitinera, como por escrito, labor en la que más descolló. Gente tan significada como el doctor Marañón y H. G. Wells supieron apreciar sus excepcionales condiciones.

Los problemas llegaron cuando Hildegart quiso emanciparse del asfixiante dominio e influjo de Aurora y se planteó su propio proyecto de vida. Esta la había creado y formado para cumplir una misión. Carmen Domingo pone de relieve que es difícil distinguir qué artículos y partes de la producción de libros son de una y otra. No pone en duda en absoluto la brillantez de la muchacha, pero es cierto que parte de su proyección pública se debía a su madre. De ninguna forma estaba dispuesta a que, como pensaba, nadie la separara de su hija, ni siquiera la propia Hidegart, a quien veía progresivamente manipulada por un misterioso entorno hostil. Trató de apartarla de la política y volverla a concentrar en los temas relacionados con la profilaxis social, la sexualidad, el control de natalidad, etc., pero cuando la joven se negó a abandonar la idea de un viaje a Inglaterra, puso fin a su vida de cuatro disparos mientras dormía. El crimen conmocionó a la sociedad, aparte de la índole y circunstancias, por la personalidad de la asesinada.

Lo objetable del acercamiento de Carmen Domingo a esta historia es la idealización que subyace en todo lo referente a la Segunda República –la mayor parte de los avances que le atribuye pertenecen en rigor a la Restauración-- y el tratamiento acrítico de la figura de Hildegart. Basten un par de ejemplos. Para justificar la inhumana creencia eugenésica coactiva de la joven apela al contexto: “...la moral que establecía preconizaba el establecimiento de un orden biológico y la supervivencia sólo de los más aptos (...) habría viveros infantiles, en los que se generaría una raza absolutamente superior a la actual (...) Con esta argumentación Hildegart se aproximaba a las tesis que después defenderían los nazis, que poco después reclamarían el exterminio de las vidas sin valor vital. Pero no era sólo ella, sino todos los científicos de la época...”

Desaparecida la joven, la autora recupera el papel de la madre a través del estudio del juicio. En él se enfrentaban dos posiciones diametralmente opuestas en el mundo de la psiquiatría española del momento, la de los peritos que respaldaban al fiscal, que consideraba que los elementos paranoicos de la personalidad de Aurora no le impedían ser responsable de los hechos, y los de la defensa que, a pesar de que la acusada reconocía y se vanagloriaba de su acción proporcionando un sinfín de detalles, no la consideraban dueña de sus actos.

El enfoque de Carmen Domingo sobre el asunto sería adecuado si no tuviera el problema de que no es concluyente para el lector. Plantea el polémico juicio, que tuvo lugar en mayo de 1934, en el marco de las vivas luchas ideológicas de la etapa. La defensa quería evitar que se asociara el homicidio con la ideología eugenésica que, como durante toda su vida adulta, postulaba la asesina en el juicio y así disculpar a las personalidades, médicos y psiquiatras, que profesaban dicha teoría, con los que Aurora se había relacionado a fondo en tertulias y en la Liga Española para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas, que había fundado conjuntamente con su hija y en la que participaban activamente lumbreras de la psiquiatría avanzada de la época (sin que, por cierto, ningunao detectara el desvarío de la madre). La acusación dejaba caer que las causas últimas de la personalidad psicopática radicaban en el “ambiente que le había inundado de ideas eugenésicas”. El jurado popular condenó a Aurora por asesinato y ésta fue trasladada a prisión. Más adelante, una nueva evaluación psiquiátrica, a petición de las autoridades carcelarias debido al comportamiento agresivo de la presa, la condujo al manicomio de Ciempozuelos donde falleció en 1954. El libro, muy bien escrito y documentado, cuenta en el anexo con unos informes psiquiátricos sobre la parricida tan atractivos como poco esclarecedores, pero no conviene dejarlos de lado porque ayudan a comprender algo más acerca de la personalidad de la asesina.

No hay forma, por mucho que la autora se empeñe, de encontrar digna de admiración la figura de Hildegart, como no sea por su carácter de niña prodigio y, en ocasiones, por alguna de las posiciones relacionadas con la sexología y la liberación de la mujer. Mas bien inspira lástima por su suerte final y sus ideas delirantes y a menudo despiadadas. Hasta sus posiciones políticas son ferozmente radicales y antidemocráticas, mostrándose partidaria de la lucha violenta, la acción directa y la revolución social, fruto de la simpatía por el movimiento libertario. La joven justifica y alienta los levantamientos contra la República orquestados por la CNT y expresa paladinamente su admiración por la FAI

Lo objetable del acercamiento de Carmen Domingo a esta historia es la idealización que subyace en todo lo referente a la Segunda República –la mayor parte de los avances que le atribuye pertenecen en rigor a la Restauración-- y el tratamiento acrítico de la figura de Hildegart. Basten un par de ejemplos. Para justificar la inhumana creencia eugenésica coactiva de la joven apela al contexto: “...la moral que establecía preconizaba el establecimiento de un orden biológico y la supervivencia sólo de los más aptos (...) habría viveros infantiles, en los que se generaría una raza absolutamente superior a la actual (...) Con esta argumentación Hildegart se aproximaba a las tesis que después defenderían los nazis, que poco después reclamarían el exterminio de las vidas sin valor vital. Pero no era sólo ella, sino todos los científicos de la época...” (pp. 115-116). Páginas antes, la autora describe así el pensamiento de Hildegart: “Frente al suicidio de la raza –disgenesia— al que se dirigía la sociedad española, había que oponer la eugenesia, buscando la creación de un tipo superior de hombre (...) Hildegart defendía la esterilización obligatoria de todos aquellos que representaban un peligro para la sociedad, con el consiguiente ahorro, claro está, en los gastos de beneficencia (...) El amor y la libertad debían supeditarse a la mejora de la especie” (p.  61). En realidad, confirma la autora, la eugenesia no era otra cosa que “una ciencia para el control social” (p. 109).

No hay forma, por mucho que la autora se empeñe, de encontrar digna de admiración la figura de Hildegart Rodríguez, como no sea por su carácter de niña prodigio y, en ocasiones, por alguna de las posiciones relacionadas con la sexología y la liberación de la mujer. Más bien inspira lástima por su suerte final y sus ideas delirantes y a menudo despiadadas. Hasta sus posiciones políticas son ferozmente radicales y antidemocráticas, mostrándose partidaria de la lucha violenta (p. 118), la acción directa (p. 119) y la revolución social (p. 101), fruto de la gran simpatía por el movimiento libertario. La joven justifica y alienta los levantamientos contra la República orquestados por la CNT (pp. 96 y 98), expresa paladinamente su admiración por la FAI (p. 122), denuncia las corruptelas (al que denomina “socialenchufismo”, p. 94, 96 y 97) y el entreguismo socialista a los intereses dela burguesía, una vez que fue expulsada de sus filas (octubre de 1933) por las críticas, momento en que recuerda la complicidad y colaboración de Largo Caballero con la dictadura de Primo de Rivera (p. 97), algo que había obviado oportunamente mientras había militado en las Juventudes Socialistas desde enero de 1929. Por supuesto, se opuso al sufragio femenino “debido a su escasa formación e ideas retrógradas” (p. 77), planteando idénticos argumentos que aquellos que, en su momento, defendieron el sufragio censitario o desposeer del derecho al voto a los analfabetos. Luego, están las incoherencias de tipo personal, su postura de que “el dinero no puede producir dinero” (p. 245) se contradice flagrantemente con el hecho de que ella y su madre hubiesen vivido de las rentas del patrimonio heredado de la familia materna que Aurora había sabido invertir con acierto (siendo una parte del mismo constituido por acciones, como las de Tabacalera, p. 161).

En fin, la conclusión es que hay cierto tipo de libros de historia escritos por no profesionales en la materia que cuentan con el beneplácito o, cuando menos, la pasividad (por omisión) de parte de los historiadores, siempre que no sean manufactura de Pío Moa y seguidores de su tendencia revisionista (por más que la Hisotoria como saber no sea otra cosa que una continua revisión del pasado a partir de nuevas metodologías y enfoques). Es decir, los periodistas de izquierda, como Carmen Domingo, no sólo vuelan libres para reconstruir una historia de la Segunda República a medida, sino que cuentan con el aliento oficial y la casi total falta de oposición crítica del gremio académico para la recreación de una historia acomodada a sus presupuestos ideológicos. Estas versiones no tendrían la menor trascendencia si no fuera porque no tienen tanto que ver con el pasado como con una reinterpretación del mismo para usarla a modo de instrumento para incidir en el presente con fines políticos muy obvios. Tal es el caso del ya sobado e incongruente concepto de memoria histórica.