Opinión/Editorial
Kosovo y el pasado del futuro
Por ojosdepapel, domingo, 2 de marzo de 2008
Cuando cayó el Muro de Berlín en 1989 y se disolvió como un helado a pleno sol el Imperio Soviético, muchos pensaron que se retornaba a la situación anterior a la Segunda Guerra Mundial, sin pararse a precisar mucho en el cálculo. Sin embargo, no es ahí realmente donde hay que buscar un parangón histórico, operación que siempre bordea el abuso interpretativo, cuando no el puro anacronismo, acerca de lo que pueden ser los antecedentes, sino en el mundo anterior a 1914.

La globalización ha permitido salir del agujero del subdesarrollo a nuevas potencias, predominantemente asiáticas, que, con la excepción de la India, constituyen regímenes no democráticos que, al menos de momento, han combinado con notable éxito modelos políticos autoritarios, no sólo comunistas, con la creación de riqueza y (pese a los problemas ecológicos, de desigualdad y atención social) la mejora de las condiciones de vida de sus poblaciones.

Estas nuevas potencias compiten arrolladoramente con los países occidentales por unas materias primas cada vez menos abundantes y costosas, lo que ha permitido en gran medida la recuperación del país que sustentaba el eje soviético, Rusia, y la aparición de potencias regionales, como Venezuela, con un potencial desestabilizador que es más fruto del precio de los recursos que de la influencia, en modo alguno despreciable, del discurso político-ideológico de quien lidera el país.

Por otro lado, esa creciente competencia por los recursos, especialmente energéticos, aunque no sólo, en combinación con el autoritarismo político de los países en desarrollo, ha abierto de par en par la puerta a la nuclearización de muchos estados, no sólo en lo que se refiere al uso civil de las instalaciones. La competencia por las materia primas no energéticas y los opuestos intereses geoestratégicos, además de las reivindicaciones territoriales, conducen inexorablemente al surgimiento de situaciones de grave fricción entre países que con pasmosa facilidad pueden desembocar en el estallido de conflagraciones.

Junto a la globalización, también se ha visto el retorno de las ideologías antiliberales y antiparlamentarias, que han tomado cuerpo con el reverdecer de las religiones tanto políticas como confesionales, muchas de ellas manifiestamente fanáticas. No es por casualidad que casi todas ellas vayan asociadas al terrorismo o a la práctica de políticas de limpieza más o menos velada de los considerados “enemigos”.

Unas de esas religiones, la que quizá mejor ha sabido llenar el vacío dejado por las de carácter totalitario, comunismo y fascismo, especialmente en Europa, es el nacionalismo o, para ser más exactos, los nacionalismos, la mayoría de sello etnicista, por muy disimuladamente que solapen el viejo principio racial con la hoja de parra de la cultura (costumbres, idioma,...). Con la moda ideológica multicultural y altermundialista, la onda se ha extendido hasta América a través de la irrupción masiva de un indigenismo de cartón piedra que no busca tanto la incorporación de sectores de la población marginados como su uso político en tanto que instrumento de poder, de deslegitimación y, por lo tanto, de exclusión.

La otra gran lacra es el fundamentalismo religioso. Aunque hay una corriente de índole cristiana cuya relevancia no se debe menospreciar, la amenaza capital procede del islamismo, en sus dos vertientes, la sunní wahabita y la chií. La primera encarnada por la red nebulosa inspirada por el grupo terrorista Al Qaeda y sus distintas franquicias territoriales en los países musulmanes y occidentales, la segunda por la peligrosamente expansionista teocracia iraní.

En este escenario mundial de modas etnicistas, de éxito de modelos autoritarios de desarrollo, de creencias fanáticas... no es extraño que los valores liberal-democráticos vuelvan, como lo fueron antes de 1914, a ser despreciados y minusvalorados y que los países que los encarnan, salvo Estados Unidos (que en estas circunstancias responde apostando por el unilateralismo), sean vistos como potencias débiles o en decadencia. Este es el caso de la Unión Europea, que de constituir el verdadero modelo a imitar (de prosperidad, bienestar y convivencia pacífica), ha pasado a ser uno posible y no el más apreciado. Eso se debe a la imagen que proyecta, caracterizada por la fragilidad política como potencia en el marco mundial, la enorme dependencia energética (de Rusia y Oriente Medio) la incapacidad para gestionar los problemas domésticos y la facilidad para ser minada por las nuevas lacras representadas por nacionalismos y fundamentalismos.

Y es aquí donde entra el problema de los Balcanes, zona de la que Winston Churchill decía que es un espacio que engendra más historia de la que puede digerir. El último episodio de esta ya larga historia, pero con toda probabilidad no el definitivo, se acaba de consumar con la creación del estado de Kosovo el pasado 17 de febrero. Vista como mal menor, fruto de la pulverización de la antigua Yugoslavia, ha incorporado a las agendas de todos los grupos con aspiraciones de soberanía la consumación de los afanes independentistas por la vía de los hechos a través de la violencia y sin respetar la legalidad internacional, que garantizaba las fronteras de Serbia. Así es como se ha visto “recompensada” la ciudadanía serbia que se rebeló contra la autocracia de Slobodan Milosevic, que entregó a los genocidas al Tribunal de La Haya y apoyó la instauración de la democracia, negando repetidamente el acceso al gobierno a los partidos ultrancionalistas.

En definitiva, esta decisión no hace otra cosa que abrir la Caja de Pandora en la región porque consagra la creación de estados étnicamente homogéneos. ¿Qué pasará ahora con los serbios y croatas de Bosnia-Herzegovina, con los serbios de Mitrovica en Kosovo, con los albaneses de Macedonia, con los serbios de la Krajina croata, con los turcos de Bulgaria, con la provincia serbia de la Voivodina (de población mayoritariamente húngara)...? Y lo mismo ocurre a escala europea y transeuropea, con el largo y latente conflicto entre Grecia y Turquía a cuenta de la división de Chipre o la defensa rusa de los intereses serbios, que, afinidades étnicas aparte, enmascara sus sentimientos e intereses expansionistas (Cáucaso) desde la renovada fuerza que le dan sus recursos energéticos, si bien es cierto que también cuenta el recelo defensivo por las bases que la OTAN y Estados Unidos están ubicando en las proximidades de sus fronteras. Ahora crúcese este totum revolutum con los planes de instalación de oleoductos, que respaldan muy distintos intereses nacionales y estratégicos (rusos, europeos y norteamericanos), que desde el mar Negro (procedente de Asía Central) llevarán petróleo hacia los países de la UE.

Se acabaron, por consiguiente, los discursos sobre la injerencia humanitaria y del respecto a la legalidad internacional. Todo esto que tanto ha costado instituir y desarrollar, y que se ha ido difuminando con los avatares mundiales de los últimos años, se ha extinguido definitivamente para Europa en Kosovo. ¡Buena digestión!