Juan José Millás: El mundo (Planeta 2007)

Juan José Millás: El mundo (Planeta 2007)

    TÍTULO
El mundo

    NOMBRE
Juan José Millás

    OTROS DATOS
Barcelona, 2007. 233 páginas. 21 €



Juan José Millás

Juan José Millás


Reseñas de libros/Ficción
Juan José Millás: El mundo (Planeta, 2007)
Por Justo Serna, sábado, 1 de diciembre de 2007
Juan José Millás es un novelista experimentado y un articulista eficaz y, en ocasiones, deslumbrante. La nueva novela de Tiene obra detrás y, desde luego, sus páginas no dejan indiferente. Ahora, con El mundo, ha escrito la novela de un individuo que se llama como él: alguien que narra en primera persona y con quien comparte numerosas vicisitudes y rasgos, hechos sospechosamente parecidos a los que le han ocurrido al novelista. ¿Es una autobiografía? ¿Es una ficción que aparenta ser verídica? En sus páginas se cuenta una infancia en Valencia y se relata la marcha a Madrid: la pérdida del paraíso original que, en las palabras del narrador, es un trasunto de la ciudad mediterránea. Se habla del frío; de la oscuridad de un tiempo de posguerra; de la vida callejera en la que el niño se las apaña; de la realidad gris, opaca, tras la que hay sorpresas; de la amistad y del amor, no correspondido; de las fantasías aventureras del infante, que no quiere renunciar a su necesidad, a su omnipotencia; del sentimiento de soledad y de desamparo, de esa muerte propia que ya llega, que siempre llega; y se habla, en fin, de la desaparición de los padres, el hecho atroz con el que hay que cargar: las cenizas de una incineración. Porque vivir es, en efecto, carbonizarse. Son asuntos que Millás ha tratado en sus obras e incluso en sus colaboraciones periodísticas que, cuando acierta, son auténticas epifanías.

Empecemos por algo aparentemente trivial. El mundo es una realidad que se nos viene encima cuando nacemos: todo un conjunto de objetos, de personas, de relaciones, de reglas y, especialmente, de significados que ignoramos. Al niño, todo le resulta extraño, incluso hostil, inexplicable: un repertorio de cosas simplemente amenazantes, un elenco de personajes en principio indescifrables. Todo ello habrá de ser objeto de aprendizaje: de largo, cansado, feliz o doloroso aprendizaje. Ese muchachito que irrumpe en el mundo no se percibe bien y, durante un tiempo, carece de identidad y de la noción misma de lo que sea la identidad. No distingue bien lo que es material o inmaterial, lo que es propio o ajeno, lo que es próximo o lejano, lo que es el amor y el odio, lo que es el entorno y el yo. De entrada, ni siquiera se observa como un yo: confunde su materialidad con el volumen mismo del mundo. El aprendizaje será un dilatado camino de frustraciones: el reconocimiento de lo que le separa del entorno y de los otros, la independencia de los demás. No somos el centro del universo y los restantes no giran alrededor nuestro. 

Repitamos algo sabido: en esa circunstancia, las familias desempeñan las funciones primarias, la transmisión de datos que el niño recibe. Pero, sobre todo, los parientes dan sentido, ordenan significativamente el mundo que rodea al infante: lo ordenan como pueden, con sus impericias o con sus competencias, con sus amonestaciones o con sus ternuras, con reglas propias o con las convenciones de una época o de una sociedad. Crecer es frustrarse, desde luego. Pero envejecer paulatinamente es también aprender a tolerar esas frustraciones. El psicoanálisis, por ejemplo, no nos salva de la miseria cotidiana; no nos evita las pequeñas o grandes tragedias que en efecto ocurren; tampoco nos quita la decrepitud o la muerte. Ayuda, sí, a rememorar los terrores, los deseos, las expectativas infantiles con entereza, con madurez, admitiendo la parte de daño necesario que tuvieron y aligerando el exceso de dolor que después nos infligimos.

El adulto ya formado siempre tendrá una socialización imperfecta: no aprende cualquier cosa; no capta todos los significados y éstos, además, son objeto de controversia, de conflicto. Ese niño puede madurar sintiendo su propia condición como normal o como extraña, como desajustada o como adaptada. Cuando la socialización es defectuosa o se experimenta así, entonces esos terrores o dolores, ese choque con lo real, esas frustraciones y esas decepciones condicionan severamente al adulto futuro. En ocasiones no nos recuperamos de dichas heridas; en otras, aprendemos a sublimarlas con sofisticación e ingenio. Si ocurre esto último, el hombre maduro que rememora las vivencias del muchacho  se aprovechará de sus propias laceraciones. Eso es lo que parece hacer Juan José Millás en su novela El mundo, premio Planeta 2007.

Todas las obras de Juan José Millás revelan una búsqueda psicológica y algunas, incluso, se presentan con un tono cercano al psicoanálisis: al menos desde El desorden de tu nombre (1986)  y, más claramente, desde La soledad era esto (1990). Ésas y las novelas posteriores exploran la realidad desordenada aceptando que no siempre hay esclarecimiento. Tienen humor y amargura y en ellas se procede a una reconstrucción fría y tierna, con homenajes simultáneos al objetivismo y al absurdo, con empleo del dolor y del humor

Los párrafos que ustedes acaban de leer tienen un inconfundible tono psicoanalítico (aunque a la vez haya evitado el lenguaje específico con que se nombra la psique). No ha sido una arbitrariedad mía: esa perspectiva freudiana que reconocemos cuando hablamos de tantos y tantos niños averiados, mal encajados, indispuestos ante una realidad que les incomoda, es un nutriente fundamental de la imaginación literaria de Juan José Millás. Y de todos nosotros, aunque sea para disentir. Años atrás, la editorial Siruela publicaba un entretenido y aleccionador volumen titulado Relatos clínicos (1997). ¿Su autor? Sigmund Freud, por supuesto. Era una recopilación de los casos tratado por el psicoanalista que fueron objeto de narración. En el análisis, la consumación es, sin duda, la curación, el alivio de las neurosis que aquejan al paciente. Pero en dicho tratamiento no menos importante es agrandar la experiencia clínica del terapeuta. Es decir, obtener datos y ejemplos: advertir las analogías ya aprendidas o descubrir otras nuevas. Escribir los casos fue una práctica habitual en Freud  y en sus discípulos. No me refiero sólo a las notas manuscritas que el analista toma mientras el analizado habla: aludo a su relato, a la puesta en orden narrativo de lo que fue el descubrimiento de los síntomas, de su etiología, de su alivio.

Freud fue un excelente escritor. No sólo le debemos ensayos polémicos de gran penetración y agudeza, textos discutibles que han servido para establecer el marco antropológico del hombre del Novecientos. Le debemos historias muy bien contadas que entretienen y enseñan, auténticas pesquisas que permiten acercarnos a las fuentes del dolor humano. Los Relatos clínicos publicados por Siruela son una muestra de esa pericia narrativa. Freud jamás recopiló esos casos –algunos de los más desconocidos de su carrera-- en un libro. El volumen de Siruela era, con toda propiedad, un rescate avalado por Juan José Millás, que firmaba el prólogo. El novelista destacaba el valor narrativo, su eficacia, y lo hacía como autor próximo a Freud y como creador interesado por las rarezas de los seres humanos, por sus obsesiones, por sus delirios, por las mezclas tan frecuentes que en los pacientes se dan entre lo real y lo fantástico. El libro contaba con un epílogo de la psicoanalista Isabel Menéndez, que precisaba algunas de los procedimientos y métodos seguidos por aquél cuando trataba a sus enfermos y examinaba sus síntomas.

“El historial clínico”, decía Millás, “tan pegado a la vida, no debería guardar en principio ninguna relación con la literatura, pero cuando uno lee los de Freud, advierte en seguida que, independientemente de sus virtudes clínicas, tienen un poderoso instinto narrativo. La atención al detalle, siempre significativo y ambiguo; el peso del pasado, siempre oneroso y multiplicador; la laboriosa reconstrucción del adulto, aquejado, triste, inevitablemente frustrado; las amenazas reales o potenciales, objetivas, enfermizas y fantaseadas con que la vida nos persigue. La existencia es, por supuesto, un campo de experiencia para el analizado, pero es también un vastísimo bosque para el terapeuta: adentrarse en él no garantiza hallar caminos, atajos, salidas, objetivos que premien el esfuerzo. Jacques Lacan decía que ni aun el analista más experimentado tenía la última palabra: era también la suya una figura del no saber, un tanteador que se adentra sin demasiadas señales que le auxilien. O, como nos recordaba Juan José Millás en el prólogo a los Relatos clínicos, la práctica del psicoanálisis es a la vez desconcierto y esclarecimiento. “En efecto, empezamos a  oír una historia [o a leerla]”, como dice Millás, y nos inquieta e interesa “porque hay algo en ella que nos desordena o sorprende”. Pero el analista no se queda en el desconcierto. Tampoco el analizado: los datos que reciben les obligan “a caminar hacia la zona de luz (el esclarecimiento), cuando la tiene”, precisa el novelista. O si es que la tiene, añadimos nosotros.

He abordado El mundo así: he hecho como si no supiera nada de su autor y como si la compra de la novela obedeciera sólo al galardón concedido. Planteada de este modo, la lectura es muy provechosa: dispensa placer gracias a una prosa eficaz y generalmente correcta; asegura entretenimiento, hechos, circunstancias, sucedidos; y confirma que el mundo es ciertamente un lugar hostil al que nos acomodamos como podemos, al margen de que nuestras condiciones materiales sean humildes o decorosas

“La literatura, como el psicoanálisis, constituye con frecuencia un viaje desde la superficie de la realidad, donde todo posee un carácter fragmentario, a su zona abisal, en busca de las conexiones ocultas que permiten una lectura del caos (o viceversa)”, concluye Millás. El caos es la infancia, pero es también el mundo desordenado de los adultos… ¿Le aceptamos a Freud sus diagnósticos? Desde hace tiempo no podemos hablar de la infancia real o fantasiosamente desvalida sin aprobar o desaprobar lo que aquél dijera. Su descripción  nos ha condicionado y, con toda probabilidad, evocamos nuestro pasado en clave forzosamente freudiana. Todas las obras de Juan José Millás revelan una búsqueda psicológica y algunas, incluso, se presentan con un tono cercano al psicoanálisis: al menos desde El desorden de tu nombre (1986)  y, más claramente, desde La soledad era esto (1990). Ésas y las novelas posteriores exploran la realidad desordenada aceptando que no siempre hay esclarecimiento. Tienen humor y amargura y en ellas se procede a una reconstrucción fría y tierna, con homenajes simultáneos al objetivismo y al absurdo, con empleo del dolor y del humor. Leer una novela de Millás –como escribirla para él— es una espera decepcionada: una búsqueda para la que se tienen indicios, huellas, síntomas; un recorrido a ciegas y una llegada que no ilumina suficientemente porque detrás del umbral no hay nada. Nada. En ocasiones, sus narraciones han acentuado lo que hay de vigilia alucinada; en otras, sin dejar de ser psicoanalíticas, el respeto a los cánones de la coherencia narrativa se impone.

Esto es lo que sucede con El mundo, una novela destinada a un gran premio muy bien dotado y con numerosos lectores: el Planeta. El desconcierto objetivo y el esclarecimiento fantasioso siguen siendo sus guías para narrar, pero la narración es más convencional que otras que la precedieron: rasgo que no reprocho. Creo que tiene razones comerciales bien fundadas y creo que tiene razones autobiográficas no menos poderosas.  Por lo que parece, hay lectores que siguen a los galardonados con el Planeta: quiero decir, que leen indefectiblemente a los premiados sin que haya conocimiento previo de dichos autores. He abordado El mundo así: he hecho como si no supiera nada de su autor y como si la compra de la novela obedeciera sólo al galardón concedido. Planteada de este modo, la lectura es muy provechosa: dispensa placer gracias a una prosa eficaz y generalmente correcta; asegura entretenimiento, hechos, circunstancias, sucedidos; y confirma que el mundo es ciertamente un lugar hostil al que nos acomodamos como podemos, al margen de que nuestras condiciones materiales sean humildes o decorosas.

De hecho, esta novela ha de leerse en esa clave freudiana de la que hablábamos. Es una visión agridulce de la infancia por parte de un adulto al que le duele su pasado. Es también y en ocasiones una rememoración alucinada de hechos de juventud. Es un relato contado en primera persona que encadena las palabras como si de una asociación libre se tratara; pues, en efecto, a veces tenemos la impresión de leer el monólogo del paciente ante un analista que escucha en silencio. Es una recreación deliciosamente arbitraria de la niñez, con homenajes a Franz Kafka y a Lewis Carroll, con parodias de aquella escritura absurda de la que fueron capaces autores tan cerebrales. Es una exhumación a ratos humorística de numerosos pasajes infantiles: un humor dañado, dolido, en parte amargo. Es un ejercicio de clarividencia actual y retrospectiva: quien cuenta posee agudeza, una visión sintomática del mundo, alguien dispuesto a distinguir la entretela del tejido real, alguien que sabe mirar después de una epifanía. Es una observación que renuncia a la evidencia, la mirada de quien no contempla las cosas con pereza o con familiaridad, sino con intuición o con estimulantes nerviosos, franqueando –como Aldous Huxley— las puertas de la percepción insólita. O es el escrutinio del niño que se vive extraño, alguien que quiere sentirse importante y que se cree protagonista de una intriga de espías o de misioneros para así darse rumbo o para justificar su existencia. Es un relato de acontecimientos ordinarios, hechos que suceden aquí, en la infancia previsible de cada uno, y que se convierten en aventuras sentimentales de lo cotidiano. Es un examen de la repetición, de las simetrías que nos fijan en un pasado del que no podemos evadirnos: esas sorprendentes circunstancias que se reiteran y que al narrador le hace vivir cíclicamente, con un cierto desamparo, con fatalidad.

Lo verosímil y lo coherente se respetan totalmente en esta novela (no siempre ha sido así en otras ficciones de Juan José Millás, más asilvestradas o delirantes) y, por tanto, el mundo descrito en El mundo es creíble y la voz narrativa parece muy convincente, incluso veraz

Pero sobre todo es un ejercicio de autoficción. La autoficción es una mezcla de invención y de memoria y, según nos recuerda Manuel Alberca en El pacto ambiguo (2007), se basa en un convenio impreciso. Como aprendimos de Philippe Lejeune, los géneros confesionales se fundamentan en una voluntad de veracidad: en un pacto autobiográfico en virtud del cual el autor se compromete a relatar al lector hechos ciertos, históricos, reales.  La autoficción es, en efecto, otra cosa: un texto híbrido que participa de rasgos y de convenciones de ambos géneros. ¿Verdad o mentira? Ya sabemos que la ficción no es equivalente a la mentira. Quien miente… engaña, hace como que es verdad lo que simplemente es falso. Quien idea ficciones no falsea la realidad, sino que establece un pacto con su lector gracias al cual le advierte de que aquello que cuenta es imaginado. Para que lo imaginado funcione ha de ser aceptado como tal por el lector. Quiero decir: el destinatario ha de saber que la invención es una libertad que se le reconoce al autor; ha de saber que dicha licencia permite mezclar cosas que efectivamente han ocurrido con otras que son fruto exclusivo de la fantasía.

Por eso, cuando el novelista capta la atención de su lector llevándole hasta el final, no lo logra por haberlo engañado, sino por haber vencido su incredulidad, por haberle obligado a aceptar la ficción. Pero, para que funcione, la narración ha de respetar, además, dos preceptos: el de la verosimilitud y el de la coherencia. La condición de lo verosímil es lo que se predica de aquellos relatos que cuentan algo que se asemeja a lo real, o a lo que podrían muy bien haber sucedido. La coherencia es la cualidad de la congruencia, esa que se mantiene de principio a fin. Como decía Umberto Eco en Seis paseos por los bosques narrativos, a una novela no le pedimos que sea verdadera, sino que su autor respete la coherencia de lo dicho. No buscamos su correspondencia con el mundo real, sino que sus elementos encajen internamente: que cada elemento tenga su relación con los otros y con el conjunto.

Lo verosímil y lo coherente se respetan totalmente en esta novela (no siempre ha sido así en otras ficciones de Juan José Millás, más asilvestradas o delirantes) y, por tanto, el mundo descrito en El mundo es creíble y la voz narrativa parece muy convincente, incluso veraz. ¿Por qué esa impresión? Porque quien habla, el narrador, se llama Juanjo y de apellido Millás, un tipo que se asemeja al autor empírico, cosa que, de entrada, nos permitiría leer la obra como una confesión. Yo no daría eso por supuesto: las novelas en primera persona tienen un alto poder de convicción, cierto, pero de ello no cabe extraer veracidad. Pip, en Grandes esperanzas, nos narraba su historia infantil con fuerza y verosimilitud, con detalle y con coherencia, pero no diríamos que aquel relato de niñez y juventud fuera un trasunto de la vida real de Charles Dickens, aunque éste también lo pasara mal en sus desvelos y ocupaciones infantiles. Lo mismo podríamos decir de Oliver Twist o de David Copperfield. ¿Que estos personajes tenían mucho del novelista? Por supuesto: los caracteres ficticios suelen estar concebidos consciente o inconscientemente como una condensación o como un desplazamiento de rasgos del autor o de individuos que él mismo conoce.  Como sucede con los sueños descritos por Freud… Pero esos materiales externos y el resto diurno que se incorporan al relato no son necesariamente lo que le da veracidad a la novela: lo que la hace creíble es la necesidad de lo que se dice y de cómo se dice. Leyendo El mundo, tenemos la impresión de que Juan José Millás ha sabido controlar de principio a fin los ingredientes de su relato, los datos de su narrador-protagonista, y ello sin escribir una historia realista o naturalista, sino una novela en la que la clarividencia algo patológica del personaje no contraría la quimera ordinaria en la que vive y que muchos podemos reconocer.