Julio Camba: Aventuras de una peseta (Alhena Media, 2007)

Julio Camba: Aventuras de una peseta (Alhena Media, 2007)

    NOMBRE
Julio Camba

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Villanueva de Arosa, 1884-Madrid, 1963

    CURRICULUM
Considerado una de las plumas imprescindibles de nuestro país, Camba forjó un estilo inimitable que confirió al periodismo rango de literatura. Desempeñó su labor para distintas cabeceras, como España Nueva, El Imparcial y ABC. Fue corresponsal en Estambul, Londres, París y Nueva York, y siguió la Primera Guerra Mundial y el crack de 1929. Entre sus obras destacan La rana viajera (1921), Sobre casi todo (1927), Sobre casi nada (1927), y La ciudad automática (1932).



Julio Camba

Julio Camba


Magazine/Nuestro Mundo
Julio Camba: Aventuras de una peseta (Alhena Media, 2007)
Por Julio Camba, viernes, 2 de noviembre de 2007
Si hay un rasgo que distingue a Julio Camba del resto de escritores de su época es la extraña combinación de humanidad e inteligencia Es humano porque compadece a quien observa; es inteligente porque se sabe que en el otro se observa a sí mismo. Aventuras de una peseta recupera para el lector de nuestro país las crónicas que el genial escritor dedicó a Alemania, Gran Bretaña, Italia y Portugal. En ellas Camba se propone desmenuzar la realidad con precisión de cirujano, haciendo que las cosas, las gentes y los pueblos revelen su lado oculto y con frecuencia más absurdo. Lo mismo dedica su prosa a una salchicha que a la depreciación de la moneda, lo mismo a la flema inglesa que a la «superioridad dramática del té respecto al chocolate», lo mismo a la pintura renacentista que a la «filosofía napolitana del robo al turista» o a un curioso hipopótamo lisboeta.
De cómo la peseta se lanzó a viajar

¿Quién no recuerda la catástrofe económica que a raíz de la guerra del 14 se produjo en el mundo? Todas las monedas de los países beligerantes comenzaron a perder valor, y la peseta, que hasta aquel entonces no se había atrevido casi nunca a salir de España, comenzó a viajar. De Italia, donde valía varias liras, se iba a Alemania, donde la estimaban en cientos de marcos. Los escudos portugueses tenían que reunirse en grupos de dos o tres para hombrearse con la peseta, y la peseta invadió Portugal. En Austria, la peseta podía adquirir diez o doce coronas con cada céntimo, y no hablemos de Rusia ni de Polonia.

Había países donde la peseta tenía categoría de duro; países donde equivalía a cincuenta duros, y países donde era sencillamente millonaria. ¿Cómo quieren ustedes que, en vista de esto, la peseta no se lanzara a correr el mundo? Nadie es profeta en su tierra, y mientras la peseta valía un millón en ciertas latitudes, aquí seguían dándole a usted por ella las mismas diez mugrientas perras gordas de 1914. Por eso fue por lo que la peseta se dedicó a viajar, y sus viajes por las tierras de moneda más depreciada no carecían de encanto ni de emoción. Como Gulliver en el país de los pigmeos, la peseta se sintió gigante de la noche a la mañana. ¡La pobre peseta, para quien, unos cuantos años atrás, eran gigantescas todas las otras monedas!

El autor de este libro ha ido en pos de la peseta por algunos países, observando sus andanzas y sus aventuras. Teutonia, Britania, Italia, Lusitania … Tales son las tierras que, después de la guerra, hemos recorrido juntos la peseta y yo. Y ahora, reintegrados ya a la triste calderilla nacional, permítasenos recordar aquellos días gloriosos, aunque sólo sea para endulzar un poco nuestra nostalgia.


LA PESETA EN TEUTONIA

El colosalismo

La huelga ferroviaria me detuvo algunos días en Colonia.
—¿Me pueden ustedes indicar algún buen café? —pregunté en el hotel.
—Váyase usted al Germania —me dijeron—. Es el mejor café de Colonia. En el extranjero no hay ninguno comparable. Kolossal!…
A pesar de la derrota, los alemanes seguían siendo aficionados a estos cafés colosales, y en el Germania yo comprendí la guerra. Los alemanes hicieron la guerra con el mismo espíritu que antes, y después de ella, les llevaba a estos cafés. Al alemán le gusta sentarse en una silla muy alta y muy dorada, entre estatuas de gigantes y de guerreros, y allí, ofreciendo al reflejo de las luces la mayor superficie posible de tela almidonada, poner una cara muy fea y muy importante y quedarse inmóvil, oyendo la música de una banda militar. Y todo esto en un local tan vasto y tan lleno de humanidad como si fuese nada menos que el mundo entero…
El café Germania, de Colonia, venia a ser algo así como un café pangermanista, al igual de tantos otros cafés y restaurantes alemanes. Su fundación responde a este deseo alemán de expansión y de importancia, siguiendo el cual los ejércitos del Kaiser se hicieron, durante tres años, dueños de medio mundo. Luego vino la derrota; pero a nadie se le ocurrió convertir los cafés colosales en estaciones de ferrocarril. Alemania, o no se había dado cuenta de lo que representaba su colosalismo, en relación con la guerra, o no se había arrepentido. Los cafés colosales seguían llenos de un público muy almidonado, que, a falta de buenos pasteles con crema montada, comía pasteles y bebía infusiones Ersatz. Las luces brillaban, los dorados resplandecían, las músicas atronaban… El camarero continuaba cuadrándose militarmente para tomar nuestras órdenes y nosotros continuábamos llamándole «Señor camarero superior»…
—¿Qué? —me preguntaron al día siguiente en el hotel —. ¿Estuvo usted en el Germania?
—Sí.
—¿Verdad que no hay en el extranjero cafés comparables?
-No, no los hay; pero ya los habrá. A mí no me extrañaría el que un día de estos los franceses construyesen uno igual en pleno París.

Un caos metódico

¿Y la contrarrevolución? ¿Y la huelga general?
A mi llegada a Alemania se hablaba mucho de esto, pero el pueblo continuaba siendo el mismo de siempre. Yo llegué a Alemania cuando los periódicos decían que allí había el caos; pero ¡qué caos tan metódico y tan ordenado! Era un caos verdaderamente alemán. Las gentes compraban los extraordinarios de los periódicos y se sentaban, para leerlos, en los bancos de las plazas públicas. Todo el mundo estaba muy excitado; pero, a pesar de la excitación, ningún adulto se sentaba en un banco de los que las municipalidades destinan a los niños, ni ningún niño, tampoco, a pesar de representar la Alemania futura, se sentaba en un banco de adultos. Cada cual leía las graves noticias del momento en el banco que correspondía a su sexo, y a su edad. Luego se levantaba, buscaba un canasto dedicado a recoger papeles, leía el letrero que explicaba cómo tenían que echarse los papeles en el canasto y lanzaba hacia el canasto su periódico, siguiendo la dirección de la fl echa. Y yo veía esto y me decía: «¿Dictadura militarista? Imposible. ¿Dictadura del proletariado? También imposible. Ejercer una dictadura es gobernar por la fuerza, y no hay medio de gobernar por la fuerza a Alemania. Alemania está siempre dispuesta a dejarse gobernar.»
Yo no sé los cambios políticos que experimentará todavía Alemania. Lo que sé es que, con casco o con hongo, con gorro frigio o con chistera, las cabezas alemanas no variarán fácilmente de forma. Hasta la fecha de mi viaje seguían con estas mismas abolladuras que uno considera superfluas y que, sin embargo, parecen indispensables para el estudio de algunas ciencias, como, por ejemplo, la filosofía. Lejos de mi ánimo la intención de pretender que las cabezas alemanas son inferiores a las otras, pero indudablemente son distintas, y quizá si no fuesen distintas no hubiese habido la guerra. Son unas cabezas en las que se confeccionan ideas que nosotros, con nuestros cráneos alargados, no podremos producir nunca. Anatole France anhelaba ver el mundo con el ojo a facetas de una mosca. Yo quisiera, por un instante, poder comprenderlo con el cerebro de un alemán, porque estoy seguro de que el mundo me parecería entonces algo completamente insólito, como si me lo hubiesen pintado de nuevo.

La moralidad de la brutalidad

En Colonia vi al «odiado invasor» y me pareció que se daba muy buena vida.
—¿Cómo es posible —se preguntaban algunos— que, después de haber invadido medio mundo, los alemanes se resignen tan fácilmente a ser invadidos a su vez?
Probablemente por eso mismo: por haber invadido antes medio mundo. Cuando uno admite la licitud de machacar al prójimo, tiene que admitir también la licitud de que el prójimo le machaque a él. Los alemanes creen en la fuerza, y si su derrota les parecía injusta, era quizá, principalmente, porque no la consideraban una derrota militar.
—¡Si los aliados nos hubiesen vencido militarmente!… —se les oía decir con frecuencia—. Pero nos vencieron porque todo el mundo se puso de su parte…
Es decir: «Bien que Fulano me pegue, en el caso de que sea más bruto que yo. Lo inadmisible es que me pegue porque, en una querella entre ambos, él demuestre que es quien tiene razón…»
Sea ello como sea, lo cierto es que en Colonia no se advertía hostilidad ninguna hacia los ingleses. Quizá se les mirase, en general, con más simpatía que en el propio París. Frecuentemente, en el restaurante o en el cabaret, el gerente colocaba a un oficial inglés en la mesa de una familia alemana, y no pasaba nada. El vino no se aguaba. La choucroute no se indigestaba. La fiesta no se interrumpía… Los soldados, bien alimentados y bien vestidos, quizá no hubiesen vencido a Alemania en el campo de batalla; pero de que hacían conquistas durante la ocupación no cabe la menor duda. Yo vi a uno que, traduciendo literalmente del inglés al alemán, le llamaba «mi cara, vieja, pequeña cosa» a una joven alemana dos veces mayor que él, y evidentemente barata.
En Colonia se comprendía la estupefacción de Alemania cuando el mundo entero protestaba contra sus ejércitos invasores. ¿No era ella la más fuerte? Si no lo fuese, podría producir extrañeza el verla dominar a Bélgica, por ejemplo…, pero, siéndolo, la cosa resultaba perfectamente lógica…
Yo estuve en Colonia cuatro o cinco días. Por fin se restablecieron las comunicaciones con Berlín, y una buena mañana, el tren que debía dejarme en la gran ciudad a las ocho y treinta y uno me dejaba a las ocho y treinta y uno, efectivamente. Y era un tren medio huelguista, todavía, e iba arrastrado por una de estas locomotoras prehistóricas que los aliados le dejaron a Alemania. Yo descendí, maravillado, en la estación de la Friedrischstrasse, y poco después me paseaba por unas calles limpísimas, donde no se veía ni un papel de fumar y en las que la semana anterior se había sublevado un ejército y después había habido una huelga general.

Cocaína con salchichas

Si la encefalitis letárgica hubiese estado inventada ya en julio de 1914, y, atacado por ella, yo me hubiera quedado hasta el 1920 dormido en París, al despertarme no sabría exactamente lo que durante mi sueño había ocurrido en el mundo; pero de que había ocurrido algo muy grave, me daría cuenta en seguida. En cambio, si me hubiese dormido en Berlín, me despertaría sin experimentar el menor asombro.
En Berlín dijérase que no había pasado nada. Al Gobierno imperialista había sucedido un Gobierno republicano; se había limitado un poco la vida nocturna; escaseaban algunos artículos de primera necesidad, y los guardias ya no llevaban en la cabeza aquellos pinchos en virtud de los cuales ellos se consideraban, más bien que personas, edificios públicos protegidos con pararrayos contra la electricidad atmosférica. Pero, fuera de estos pequeños cambios, que hubieran podido ocurrir también sin guerra y sin derrota, en Berlín no se advertía que el mundo hubiese pasado por ningún trance extraordinario. Yo había oído contar que los berlineses se habían lanzado a una vida de orgía y de depravación; que el vicio más desenfrenado reinaba en Berlín; que el consumo de morfina y de cocaína alcanzaba allí proporciones fabulosas. Y al llegar a la gran ciudad, no vi que se consumiese más que Sauerkraut, salchichas de hígado de ganso y cosas por el estilo. La gente procuraba divertirse de día, porque no podía divertirse de noche, pero no se divertía a la desesperada y para olvidar. Se divertía igual que antes, con una alegría perfectamente normal, perfectamente sana y perfectamente germánica.
A veces, en uno de aquellos locales tan cursis del Berlín nuevo, al ver a la gente tan feliz y tan dichosa, comiendo pasteles y oyendo la música, yo sentía ganas de decir:
—Pero ¿no saben ustedes lo que ha pasado?
E informar al público de la guerra terrible que acababa de sostener Alemania, y de sus espantosas consecuencias…
Pero luego, pensaba que quizá no se me creería, y que, además, acaso fuese preferible dejar a Berlín en aquella dulce ignorancia que revelaba tanta salud, tanta fe y tanto optimismo.

La eterna Alemania

Cuando estalló la guerra europea yo me encontraba en Alemania. Hasta entonces los alemanes nunca me habían parecido tan alemanes, ni nunca tampoco creo que me lo volverán a parecer. El idioma, que en la pronunciación berlinesa se había suavizado un tanto, recobró toda su aspereza, como si de pronto se hubiese erizado de consonantes. Los oficiales, más estirados que de costumbre, dijérase que habían crecido medio palmo. Hasta las mismas estatuas de gigantes y de guerreros que en los grandes restaurantes suelen presidir las comidas alemanas, resultaban más feroces por aquellos días.
Las calles retemblaban constantemente al paso de unos ejércitos formidables, que estaban destinados a ganar todas las batallas y a perder la guerra. La luz de los cafés, al dar en los cráneos desnudos de los alemanes que entonaban himnos guerreros, producía reflejos de un carácter evidentemente metálico.
Yo no había encontrado jamás en Alemania la choucroute tan agria, ni las puertas tan pesadas, ni el pan tan negro, ni los cuellos que me traía la lavandera tan cargados de almidón, y tuve la sensación de que, hasta entonces, Alemania me había sido desconocida.
El odio al extranjero revistió formas curiosas. Un estudiante español, que había seducido a una dactilógrafa valiéndose de un vino catalán y de un sombrero cordobés, recibió de ella una carta suspendiendo toda clase de relaciones hasta que España definiera su política internacional. Al principio se odiaba casi exclusivamente a Rusia. Luego vino la noticia de la intervención inglesa y los periódicos publicaron un bando diciendo: «Inglaterra: ése es nuestro verdadero enemigo, el enemigo a quien siempre hemos profesado un odio implacable…» Y al día siguiente los alemanes leyeron el bando y comenzaron a odiar a Inglaterra desde toda la vida… Un alemán enseñó a su loro a decir: «¡Muera Inglaterra!», y lo puso en el balcón. El loro gritaba, y nunca faltaba quien le respondiese.
¡Días magníficos y terribles aquellos primeros días de agosto de 1914! Yo me fui hacia mediados del mes y no volví hasta seis años más tarde. Después de seis años yo estaba un poco más gordo y Alemania estaba un poco más flaca;
pero, en el fondo, no habíamos cambiado gran cosa. Había cambiado Francia, el país de la democracia. Había cambiado Inglaterra, el país de la libertad. Había cambiado Rusia, el país de la tiranía… Nosotros, en cambio, amiga Alemania, éramos los de siempre…

El «cocottentum»

Antes de la guerra, Berlín aspiraba a ser una Babilonia, y por una Babilonia ya se sabe lo que entiende la gente: una ciudad con muchos bares americanos, en los que se bailen muchos fox-trots y se beban muchos cocktails. Berlín bailaba y bebía. A las seis de la mañana, cuando los establecimientos nocturnos cerraban sus puertas, abríanse otros establecimientos en los que se podía prolongar la noche hasta el mediodía. En estos establecimientos no se dejaba penetrar ni un rayo de sol y era indispensable, para entrar en ellos, el que las mujeres estuviesen en traje de soirée y los hombres vistieran de frac.
—Los parisienses presumen mucho —me dijo un día un señor en uno de aquellos locales —; pero seguramente a estas horas —serían las diez de la mañana— ya no trasnoche nadie en París…
El objeto era ser más trasnochadores, ser más viciosos, ser más perversos que los parisienses. Pero Alemania tenía demasiada salud. Algunas chicas descubrieron por aquel entonces los paraísos artificiales. Tomaban a puñados la cocaína; pero como si tomasen bistecs con patatas. Sus mejillas eran cada día más sonrosadas. Su alma, más inocente…
—Somos depravadísimos —parecía que querían decirle a uno los berlineses—. ¿No se horroriza usted de nuestra depravación?
Y uno pensaba:
—¡Quia!…

________________________________________________
Nota de la Redacción: agradecemos a Alhena Media la gentileza por permitir la publicación de este capítulo del libro de Julio Camba, Aventuras de una peseta (Alhena Media, 2007).