Gabriel García Márquez: Cien años de soledad (Alfaguara, 2007)

Gabriel García Márquez: Cien años de soledad (Alfaguara, 2007)

    AUTOR
Gabriel García Márquez

    GÉNERO
Novela

    TÍTULO
Cien años de soledad

    OTROS DATOS
Madrid, 2007. 756 páginas. 9,75 €

    EDITORIAL
Alfagura, Real Academia Española y Asociación de Academias de la Lengua Española



Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez


Reseñas de libros/Ficción
Gabriel García Márquez: Cien años de soledad (Alfaguara, 2007)
Por Justo Serna, miércoles, 4 de julio de 2007
Cuatro décadas después de su edición original, ¿es posible leer Cien años de soledad con la misma inocencia, con el mismo entusiasmo que la primera vez? Los clásicos tienen la facultad de influirnos incluso aun cuando no los hayamos leído: de ellos y por vía indirecta hemos recibido el mundo, su realidad y su fantasía y, por eso, son capaces de instruirnos a pesar de no haberlos disfrutado. Dejan expresiones que se hacen comunes y dejan imágenes colectivas en la esfera cultural, expresiones e imágenes de las que nos valemos para representarnos o designar lo que nos pasa: lo sepamos o no lo sepamos. Pero hay más: las obras duraderas que efectivamente hemos leído tienen la cualidad de conmovernos cuando regresamos a ellas, casi como esa primera vez…
Tengo ante mí la nueva edición, la edición conmemorativa, de Cien años de soledad, que han publicado las Academias de la Lengua en colaboración con Alfaguara. El texto del autor (revisado) está precedido por distintos prólogos de Álvaro Mutis, de Carlos Fuentes, de Mario Vargas Llosa, de Víctor García de la Concha, de Claudio Guillén: es decir, de amigos o de colegas que fueron antiguos en otro tiempo. Los textos son inevitablemente laudatorios y, a la vez, postulan diferentes lecturas de una obra que ya es clásica. Hay también glosarios, un árbol genealógico, una bibliografía y otras colaboraciones que aclaran la influencia de este libro en la literatura latinoamericana. ¿Qué deberíamos hacer si fuéramos nuevos destinatarios de la novela? O también: ¿qué debería hacer si fuéramos viejos lectores de esta obra? De entrada, recomiendo prescindir de esos textos de apoyo, de esa hermenéutica y de esa filología que nos amenazan. Sólo al final, si uno quiere llevar la cocina a la mesa, si uno desea distinguir el porqué de la ficción, podría echar un vistazo a las interpretaciones amistosas que rastrean el origen. Quizá entonces nos sirvan… Lo que no aclararán es la fascinación y la prevención que simultáneamente provoca esta novela: tampoco la causa de su frecuente relectura.

Yo, en particular, me planteo la relectura de Cien años de soledad (¿la cuarta, la quinta, la sexta?) en estos términos: debe ganarme como hace treinta y tantos años, que fue cuando la descubrí. ¿Ocurre el prodigio? El acto de leer es la acción de recrear algo que estaba inerte, escritura muerta que vivifica el destinatario, cada destinatario. Pero el acto de releer es la acción de reutilizar un texto sabido, conocido, con el fin paradójico de reproducir lo ya experimentado. Digo paradójico porque esa reproducción no se da, no puede darse: a pesar de que el texto permanezca sin cambios aparentes, cada lector lo transforma cada vez que reanuda su lectura, cada vez que emprende su relectura. Es en dicho instante cuando la obra cerrada, consumada y fija se abre a nuestra propia experiencia y es entonces cuando la cambiamos adaptándola a nuestra circunstancia de ese momento lector. De ahí la pregunta aparentemente banal.
Cien años de soledad es una novela concebida como un cuento. O, en otros términos, es un relato que adquiere las dimensiones de una obra inacabable. El propio título parece más bien un homenaje a los cuentos, a la tradición de Las mil y una noches, con narraciones encadenadas de personajes distintos, cada una de las cuales tiene su propia moraleja

La primera vez que disfruté Cien años de soledad, creí leer una novela; la sexta vez que regreso a ella (porque es la sexta vez) creo leer un cuento. Aunque esta percepción ya la tuve tiempo atrás. ¿Hay diferencias? ¿Son interpretaciones incompatibles? En toda novela --una estructura verbal en prosa de una cierta extensión en la que se narran hechos ficticios que les ocurren a unos personajes inventados--, el lector se adentra en un mundo más o menos amplio y reconocible que funciona con una lógica interna, con una cronología específica, con un espacio delimitado. Es un mundo en el que hay individuos a los que les pasan cosas y que nosotros vamos descubriendo según las revelaciones de un narrador o narradores que administran la información según cierto punto de vista. En el cuento –una estructura verbal en prosa de corta extensión en la que se narran hechos igualmente ficticios que les ocurren a unos personajes también inventados--, el lector se adentra en un espacio imaginario del que tiene pocos datos, del que se le suministran escasas noticias, la suficientes –en todo caso— para comprender qué sucede y qué lección cabe extraer de la vicisitud narrada. Según la tradición, las novelas se caracterizan por su densidad inagotable, por las numerosísimas informaciones que nos proporcionan, por los apuntes enciclopédicos que nos dan y que sirven para reconstruir ese mundo en el que nos aventuramos. Lo que importa es la experiencia abundante de la que nos valemos y que reemplaza lo que de otro modo nosotros haríamos en el mundo real. Según la tradición, del cuento son propios el fragmento, la escasez, la falta: como mucho se nos proporcionan detalles de un todo mayor que ignoramos, de un espacio recortado en el que los personajes actúan sin que sepamos gran cosa de ellos. Lo que importa en los relatos es la impresión, la consumación, la paradoja que son lección humana y que tomamos como enseñanza.

Cien años de soledad es una novela concebida como un cuento. O, en otros términos, es un relato que adquiere las dimensiones de una obra inacabable. El propio título parece más bien un homenaje a los cuentos, a la tradición de Las mil y una noches, con narraciones encadenadas de personajes distintos, cada una de las cuales tiene su propia moraleja. Pero, como en los relatos, de cada uno de esos actores o ejecutantes sabemos poco, lo suficiente para hacernos una idea cabal que vale para el caso y para el conjunto. Las vicisitudes de cada uno son cuento en el sentido de que nos ilustran con una narración moral. Todos los personajes tienen un rasgo definitivo que se combina con otros distintivos también heredados: por tanto, no nos hace falta saber gran cosa de cada uno porque todos son, en el fondo, una repetición mejorada o agravada de otros individuos que los preceden, con características reconocibles y con nombres que, al reiterarse, facilitan expresamente la confusión y la fatalidad del tiempo y de la genética. De hecho, en Las mil y una noches, el relato sucesivo es un intento de frenar la muerte, de impedir el avance de la cronología, de modo que el eterno retorno de lo mismo nos aleje de la consumación. Una novela como Cien años de soledad, con numerosos personajes que repiten hasta la extenuación los nombres propios de una familia --los Buendía en Macondo--, provoca pronto el efecto de déjà-vu: la sensación irreparable de que uno tras otro son los mismos o con leves variantes, la impresión de que estamos encadenados a la herencia genética y a la confusión cíclica.

El resultado, por tanto, es el de un círculo que no acaba de cerrarse, atrapados todos en una fatalidad que se cumple por encima de la voluntad y de la diferencia. La moraleja es el cierre de la determinación, el destino que nos sobreviene. Todos los cuentos y todas las novelas de Gabriel García Márquez tienen ese rasgo como dato preferente: hay una amargura ante la evidencia de la repetición o, si se quiere ver de otro modo, hay la osadía, la temeridad de quien hace lo que quiere con gran libertad justamente porque sabe que, en todo caso, será corregido por el destino, enderezado por un hado que sólo vislumbra. Los personajes se conocen en parte, saben cuáles son sus limitaciones, las repeticiones que reproducen de generaciones anteriores; saben que el orden es cíclico y que el mundo se reproduce cada vez. Es por eso por lo que en ese orbe en chiquitito que es Macondo todo se inventa, se descubre, se ensaya, se prueba: desde el hielo hasta los imanes o el daguerrotipo. Con Macondo, fundado en una ciénaga primordial, salvaje, primitiva, aun por urbanizar, uno tiene la impresión de que los hallazgos humanos, los adelantos, los logros, pero también los desastres, ocurren sin referencia alguna, ocurren como si sucedieran por vez primera: no hay conocimiento de lo que pasa más allá de la ciénaga y, por tanto, todo descubrimiento es una novedad verdaderamente fundadora, desde la alquimia hasta el ferrocarril.

Pero a la vez todo lo que pasa acaba por reiterarse al estar los personajes encerrados en esa fatalidad de repetición. Por eso mismo, la cronología es deliberadamente confusa: con varias generaciones de Buendías que viven en Macondo, aunque a la vez con una cohabitación temporal de todos ellos. Unos son centenarios (Úrsula, la gran matrona) y otros perviven más allá de su vida activa y de su celebridad (el coronel Aureliano Buendía), gozando de un tiempo que no se acaba o que, en todo caso, se acabará para todos igual, cuando Macondo desaparezca, cuando el relato cíclico se cierre. Por eso, insisto, lo que se presenta como novela --género moderno que hace de la progresión su sentido-- es en realidad una suma de destellos o fragmentos que remiten a una cronología redundante, un repertorio de cuentos unidos por la escritura cervantina de una historia que pasa porque alguien la escribe y la predice incluso con su prosa premonitoria: la del gitano Melquíades, ese personaje secundario de quien descubriremos sus dotes narrativas en unos pergaminos que habrán de ser descifrados. Todo el cuento es eso, precisamente: “una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras”; o, mejor, “una realidad inmediata que entonces le resultó más fantástica que el vasto universo de su imaginación”.
Les estoy haciendo la hermenéutica modesta de una obra desmesurada, exagerada, con excesos que perdonamos al autor. En García Márquez no hay término medio y, sin duda, esta novela está aquejada de un mal maravilloso: esta obra, como dijo algún analista, es estilísticamente inmoderada


El éxito de Cien años de soledad se debe en parte a lo anterior, a esa fabulosa recreación del mundo gracias a la cual a los personajes se les hace pasar por las mismas etapas por las que ha pasado el género humano. ¿Marionetas, autómatas que obedecen a un plan de un sumo hacedor (el narrador o, externamente, el escritor)? Para algunos, esa impresión es el lastre de esta novela, dado que en el fondo los hilos de los personajes los movería un demiurgo que con su poder omnipotente y omnisciente convierte en moralmente irresponsables a los individuos. En realidad, el sentido con que García Márquez escribe esta obra es la percepción que él parece tener de un mundo que funciona sin avances palpables, sin libertades reales. Estaríamos condenados a repetir porque el destino nos impide ejercer esa ficción en la que queremos creer: la libertad, el último refugio de la fantasía humana lamentablemente desmentida por la obstinación de los hechos, de la genética y de la repetición. La novela tiene, pues, un sentido primordial, y, en efecto, el narrador parece ser plenamente consciente de estar fundando el orden y la realidad, con la impresión de estar reiterando cada vez, en cada generación, lo que cada individuo o cada cohorte de individuos está condenado a emprender. El mundo, efectivamente, lo recrea cada una de esas generaciones de emprendedores, de ingeniosos…, tanto que los individuos de esta novela viven desvinculados de lo ya inventado o descubierto o ensayado, atados a un destino que hace imposibles el progreso o la acumulación del ingenio. Esto es algo que García Márquez comparte con William Faulkner, como tantas veces se ha dicho y él mismo ha reconocido. Un mundo comunitario, de vínculos primarios, rural, cíclico, sometido a la lógica de la pertenencia; y a la vez un mundo trastornado por las novedades progresivas de la modernidad y de la urbe, por los adelantos confusos de la ciudad, pero también por las tentaciones con que los ociosos dilapidan su patrimonio.

Ab urbe condita, como decían los clásicos. En las primeras páginas de esta novela está todo en embrión, todo lo que después volverá suceder o se agravará. En esos capítulos iniciales se narra, en efecto, la fundación de la ciudad, de Macondo; pero se cuenta también el origen de la dinastía, que se remonta a la Rioacha del siglo XVI, cuando los bisabuelos de José Arcadio Buendía y de Úrsula Iguarán se conocen. Por tanto, muchos años después, cuando José Arcadio y Úrsula se casen, el temor de la boda entre primos estará presente: es el suyo un matrimonio en riesgo, temerosos ambos de tener hijos con cola de cerdo (tal como le había sucedido a un tío…). Ese temor retrasará la consumación del matrimonio provocando habladurías sobre la impotencia del varón, pero sobre todo desatando una tragedia: José Arcadio matará a uno de los que se mofan. Los Buendía-Iguarán abandonan Rioacha, el mundo propiamente urbano y colonial, para regresar a la naturaleza, para adentrarse en la ciénaga. Es un avance, ¿hacia el Oeste? América es un espacio escaso de tiempo y, por ello, su recreación es en el fondo una creación. Cuando surgen las primeras dificultades, el americano no debe acarrear un pasado de siglos: puede muy bien abandonar la ciudad y empezar de nuevo, fundando incluso otra población. Frente a la tradición europea, que es la de la voz, la de la protesta (según Albert O. Hirschman), las Indias son el Continente de la salida (al decir de este mismo sociólogo). El mundo siempre puede comenzar allí, virginal, puro, aún incontaminado: un “mundo tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”.

Y, en efecto, comienza allí la historia de los hijos de los Buendía-Iguarán: la de José Arcadio, Aureliano, Amaranta, y con ella la vicisitud de las consortes, de los hijos, de las amantes, de los amigos y de los enemigos, la historia mil veces contada y repetida de generación en generación, con una Úrsula que como matrona custodia la casa --primero de barro y cañabrava y luego de ladrillo-- que es ese lugar originario al que todos regresan, esa residencia “hospitalaria y fresca”. Como el Edén. En esos primeros capítulos, ya digo, está todo, todo lo que culturalmente nos ha preocupado a lo largo de los siglos y que García Márquez condensa en pocas páginas: Dios y su silencio; la fundación del mundo y el tabú del incesto; el homicidio original, y con él, el peso del linaje y de la tradición; la llegada de tantas y tantas novedades que no alteran el destino; el sexo furioso y el amor no siempre correspondido, folletinesco; el poder como disputa de suma cero, esa tensión entre la comunidad y el Estado; la violencia como partera de la historia, origen de una guerra inacabable; el apetito, la rapiña, el egoísmo, condenados al modo bíblico, con plagas; la soledad del ser humano, es decir, la muerte y la fantasía de la inmortalidad.

Los varones de la casa son de dos tipos: atolondrados y machotes, incluso monumentales, tipos viriles, expansivos, como José Arcadio; o retraídos pero batalladores, minuciosos, aunque casi siempre osados, lúcidos y a la vez delirantes, desastrosos, como el coronel Aureliano Buendía, responsable de numerosos alzamientos, de numerosas guerras civiles siempre perdidas. Las mujeres de la familia también son de dos clases: pequeñas, fuertes y obstinadas, sensatas, clarividentes, tercas y fatalistas, como Úrsula Iguarán o como su hija Amaranta, que se pasó parte de la vida bordando una interminable mortaja; o, por el contrario, hermosísimas, dotadas de halo celestial, de un aura particular, herederas de una cualidad indiscernible que las hace reinas severas, como Fernanda o ángeles ingrávidos, como Remedios la bella.

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Ese incipit es célebre, muy célebre, y con él el narrador introduce la cronología imprecisa, el destino de la muerte, la familia y las novedades ignotas que cambian aparentemente el curso de los acontecimientos… Frente al pelotón del fusilamiento es una suerte de ritornelo que se repite a lo largo de las páginas sirviendo para puntuar una y otra vez los momentos que cíclicamente vuelven y que tanto se asemejan: es, desde luego, una alegoría de la muerte que a todos nos espera, la que a todos nos iguala, pero no cuando creemos que nos ha llegado, sino cuando el destino nos sorprende. Arrojados, valientes, temerarios o atolondrados, todos moriremos, como el coronel Aureliano Buendía, aunque no fusilado, sino después de una larga agonía senil, retirado en su taller de orfebre avenado, fabricando pescaditos de oro. Mientras tanto, a Macondo llegarán, entre otros adelantos, el hielo, el daguerrotipo, la electricidad, el cine, el gramófono, el teléfono, todo aquello que trastorna superficialmente, aquello que, sin embargo, no cambia la estructura profunda de las cosas. Ni el hielo, ni el daguerrotipo, ni la electricidad, ni el cine, ni el gramófono, ni el teléfono nos evitarán ese tránsito, como tampoco impedirán la desaparición de Macondo, prevista, anticipada, como la de todos nosotros…

¿Pero qué hago? Les estoy revelando cosas que ustedes mismos pueden descubrir o redescubrir. Les estoy haciendo la hermenéutica modesta de una obra desmesurada, exagerada, con excesos que perdonamos al autor. En García Márquez no hay término medio y, sin duda, esta novela está aquejada de un mal maravilloso: esta obra, como dijo algún analista, es estilísticamente inmoderada. Insisto: se lo disculpamos. Me veo, pues, escribiendo un comentario humilde que jamás podrá evitar o completar la historia primordial, ornamentada y ribereña de García Márquez. Lo mejor, sin duda, es que olviden las pistas que yo les he dado, que abandonen esta escritura menesterosa con que toscamente parafraseo y que se deleiten o se recreen en algo que conocen o creen conocer. Tal vez a dicha novela le sobren cien páginas de reiteración, por cada año que allí se cuenta en crónica fabulosa, pero les garantizo que, al final, las disculparán también.