El tren
nocturno de la Vía Láctea recoge tres
relatos que tienen como denominador común historias ligadas con el mundo
infantil en las que las fronteras de la
fantasía y la realidad quedan difusas. Combinando elementos fantásticos,
espirituales y de la Naturaleza, Miyazawa Kenji nos traslada a un mundo onírico donde la vida se torna
más brillante e intensa que en la propia realidad y donde la imaginación y la
espontaneidad de los niños es su guía. Una suerte de El Principito de Saint-Exupery a la
oriental (obra con la que inevitablemente se relaciona) que tiene muchos menos
puntos en común con la célebre narración del francés de lo que se ha
apuntado.
El primero de los relatos, “El tren nocturno de la Vía Láctea” (Ginga tetsudō no
yoru, 1924-1933), se caracteriza por su
potencia lírica y narra la historia de Giovanni, un niño que sueña “con
marcharse lejos” y con que su padre ausente vuelva a casa. Una noche, cruza de
manera inesperada la realidad para montar en un tren mágico junto a su amigo
Campanella. En su viaje atravesarán paisajes singulares y oníricos, espacios de
ensueño ligados con la mitología y el folklore japonés repletos de imaginación y
misterios. Un viaje entre dos mundos, el real y el soñado, que tiene algo de
iniciático.
En “El tren nocturno de la Vía Láctea” Miyazawa teje una
narración en la que la infancia y la
inocencia impregnan de una manera sutil el relato y en la que realidad y
fantasía se mezclan hasta quedar sus límites difusos, como si de un sueño de
tratase.
Destaca en este relato el personal tratamiento de las texturas sensoriales
del discurso narrativo, que fortalecen la riqueza del cuento y son capaces de
evocar en el lector las mismas sensaciones que viven los protagonistas. Así,
Kenji no escatima la paleta de colores en sus descripciones de los paisajes que
recorren Giovanni y Campanella a bordo del tren de la Vía Láctea, recordando en
ocasiones al tratamiento de los colores llevado a cabo por Akutagawa Ryūnosuke en su
relato “Las mandarinas”, incluido en la recopilación de textos del maestro
japonés Vida de un
idiota y otras confesiones, también editada por
Satori.
El segundo de los relatos incluidos es otro cuento
protagonizado por niños, un universo muy querido por Miyazawa. “Matasaburo, el genio del viento” (1924)
centra su historia en una pequeña escuela rural en la que los alumnos viven sus
primeros días de clase con la alegría del reencuentro con sus compañeros y la
curiosidad que despierta un nuevo alumno, un extraño niño vestido a la occidental al que la
pandilla protagonista identifica de inmediato con Matasaburo, un genio del
viento, por su aspecto físico y porque en su presencia siempre hay un misterioso
golpe de viento involucrado. Como en el anterior relato, en éste el autor
retrata un universo infantil en el que la realidad y la fantasía se entremezclan
de manera coherente y hermosa. La narración es capaz de retrotraer al lector al
mundo infantil de sus recuerdos donde los juegos, el descubrimiento y el compañerismo se vivían como emoción y
alegría. Un bello cuento en el que un niño puede corporeizar la delicadeza y
fuerza del viento.
Por último, la recopilación se cierra con el breve “Gauche, el violoncestista” (Seo hiki no
Goshū, 1934), un pequeño cuento que tiene como protagonista a
un músico que un día recibe la visita de varios animales que, con sus
comentarios e intromisiones, cambian su manera de
interpretar.
Los relatos de Miyazawa Kenji están tejidos con una
urdimbre aparentemente ligera, donde esa sencillez propia de los cuentos
infantiles envuelve discursos más complejos que apuntan hacia la espiritualidad (en las narraciones del
autor nipón se mezclan conceptos o imágenes procedentes del budismo y el
cristianismo), la reflexión sobre las
fronteras de la realidad y la fantasía y el significado de la muerte. Según
se apunta en la web The World of Miyazawa Kenji, la
fantasía no es para el autor nipón una ilusión, “sino un espacio y un tiempo
donde la mente ha viajado anteriormente”. Más allá de lo imaginado se
encontraría así un elemento de verdad que el sueño nos permite recuperar o
revivir.
Hay además en sus páginas una sutil relación de sus
seres con la naturaleza, en una armonía de la que emana la felicidad de sus
personajes. Kenji habla de campos, árboles, montañas, viento, nubes o estrellas
y nos transmite una sensación de armonía y vitalidad al mismo
tiempo.
El tren
nocturno de la Vía Láctea, erróneamente
comparado con el célebre Principito
de Saint-Exupéry, en un delicioso conjunto de relatos que se lee con el placer
del que recuerda momentos felices e infelices de la infancia. Una narración que
esconde más que lo que muestra y que puede (y debe) leerse tanto por pequeños
como por adultos. Un mundo mágico e irresistible que nos conecta con la
naturaleza y con una espiritualidad sencilla que nos deja con ganas de más obras
de Miyazawa Kenji.