En las páginas finales del ensayo nos encontramos una cita de Negri y
Hardt: “Vampiros y zombis parecen, más que nunca, las metáforas más apropiadas
para caracterizar el dominio del capital”. En la medida en que refrenda el valor
del imaginario zombi como síntoma de algunas derivas de la experiencia del
sujeto contemporáneo, esta imagen podría servirnos como guía para descifrar las
claves de este texto ciertamente atractivo.
¿Podemos hablar de una
“filosofía zombi”? No es la primera vez que los elementos de un universo
figurado exitosamente en la esfera narrativa son convertidos en categoría
filosófica, es decir, en clave comprensiva del presente. Si acertamos a definir
el filosófico como un ejercicio crítico, la emergencia de una filosofía zombi o
-para ser más precisos, aunque menos snobs- de un discurso sobre el imaginario
zombi, nos puede ayudar a cumplir la vieja misión del pensador. En ese sentido,
los zombis habrán de lanzarnos a recorrer espacios intransitados hasta ahora por
la reflexión y dislocar la comodidad de los esquemas ya instituidos para abrir
la interpretación a sendas nuevas. Quizá -y el ensayo de Fernández Gonzalo
habita con soltura esta paradoja- lo característico del zombi sea precisamente
que carece de una filosofía, que su infección supone la renuncia a todo
discurso, pero es que acaso sea justamente ése, como ahora explicaremos, el
contagio que se extiende hoy entre las masas.
Si el
vampiro era un héroe del romanticismo individualista burgués, el zombi es
producto de la sociedad de
masas
¿Por
qué este desenlace apocalíptico para el relato de la hegemonía humana sobre el
mundo? Es la ausencia de respuesta, es decir, de razones, lo primero que
caracteriza al fenómeno zombi. Ahora bien, no sabemos qué exactamente
desencadena tan extraña y demoledora pandemia, pero sí intuimos que hay un
trasfondo en su avance implacable. Éste contiene en primer lugar claves
socio-históricas, por ejemplo el carácter depredador e insaciable que ha tomado
el capitalismo contemporáneo. En segundo lugar, podemos referirnos a una clave
antropológica, en tanto en cuanto se están desubicando las certezas respecto a
quiénes somos y qué pretendemos hacer de nuestras vidas, de manera que la
especie se deshumaniza porque ya no es capaz de definir el sentido de su
deambular por el planeta.
Esa desubicación deshumanizadora se percibe
con facilidad en esos relatos estremecedores, muy típicos del género, en los que
los zombis repiten como autómatas los actos que –como el de tirar una carta al
buzón o barrer el suelo- llevaban usualmente a cabo cuando aún no estaban
muertos. “... el zombi no es otra cosa que un autómata renacido, y su
mitología la de una pérdida de identidad, la del desequilibrio entre la otredad
y la mismidad” (página 35). En el zombi ya no hay identidad porque también ha
dejado de haber historia. Como el yonqui, que queda atrapado para siempre en un
presente espeluznante, el acontecimiento –para él la necesidad de agarrar a la
presa y devorarla- le convierte en un rehén del que sólo la muerte –la muerte a
todos los efectos- podría liberarle.
Es crucial marcar la diferencia
entre este monstruo y el héroe de la literatura vampírica. Las dos son figuras
de la llamada literatura de terror, pero no son figuras del mal o, al menos, no
lo son de la misma forma. El vampiro es hijo del modelo de narración gótico, que
nada tiene que ver con la obscenidad perseguida por el
gore. Precisamente
lo que el vampiro se niega a ser es obsceno. Necesita sangre, sí, pero la
atmósfera que le rodea no es la putridez de las vísceras y la pornografía de las
humores internos que se desbordan, sino la transgresión de las normas que nos
prohíben el pecado; el de la lujuria para empezar, y también el del poder o la
seducción.
Tememos a la plaga que amenaza con
diluir nuestra condición de sujetos –esa por la que tanto ha luchado Occidente-
en el anonimato imbécil de una colectividad postmoderna, desestructurada e
indiferente
Frente a la atracción del mal que encarna el vampiro se
diría que el zombi democratiza el horror precisamente porque carece de la
elegancia de aquel malvado dotado de una romántica aureola. “Frente a la
dignidad y juego de los vampiros, estos engendros sin alma ni rostro no eran
otra cosa que peleles guiados por el ansia de devorar a los vivos, sin mayor
relieve como personajes dentro del amplio bestiario cinematográfico del horror.
Sin embargo, es en esa extrañeza donde el zombi romeriano gana terreno como mito
de las modernas sociedades de consumo” (página 25).
El Conde Drácula
quiere sangre, la necesita, pero como necesitan satisfacer su deseo los seres
lujuriosos y transgresores; por lo demás apenas tiene necesidades. Por el
contrario, el zombi es un desagradable autómata que sólo quiere sobrevivir. El
suyo es un deseo sin alma ni proyecto, un deseo amoral porque no dispone del
mapa de valores que requiere la inmoralidad vampírica, destinada a morder y
convertir a su proyecto de poder a las más bellas e inocentes vírgenes, las
cuales se volverán libidinosas y perversas tras sucumbir a los colmillos del
Conde. El zombi no pretende ser superior a sus víctimas, no puede concebir el
desprecio. Nada de esa soberbia queda en el no-muerto democratizado, el cual
cosifica a sus presas precisamente porque él se siente también como una cosa. En
suma, el espacio lógico dentro del cual deambula el zombi, el gore, no
propone el miedo desde el juego de sombras del vampiro, sus equívocos, su
engaño, sus oportunas ausencias y el porte aristocrático de su cortesía. El
gore, más real que lo real, nos lo muestra todo: no sólo hace correr la
sangre con una efusión que ofende al admirador de los vampiros, también las
vísceras, las escoriaciones, los humores y los jugos internos. Las estancias
donde el vampiro se nos anuncia huelen a muerte y a cerrado, alrededor de las
multitudes de zombis sólo huele a pútrido.
Al margen de que nos atraiga
más el monstruo decimonónico que el de las películas de Romero de los años
sesenta o setenta, debemos saber reconocer la evidencia de ese giro cultural. Y
no se trata de un simple cambio de gustos en el espectador o, en todo caso, tal
cambio obedece a causas sobre las que conviene profundizar.
Este vaciamiento no puede dejar de
tener consecuencias políticas. El zombi encarna en grado sumo esa indiferencia
de las masas que se asocia a las democracias
catódicas
Si el vampiro era un héroe del romanticismo individualista burgués, el
zombi es producto de la sociedad de masas. Tememos, acaso sin ser conscientes de
ello, el ansia desaforada de la horda consumista, la cual amenaza con devorarlo
todo. De igual manera, este miedo puede extenderse al que tenemos a la invasión
de las masas famélicas del sur del mundo. El zombi es nauseabundo, y lo es
porque encarna el más contemporáneo de nuestros horrores. Tememos a la plaga que
amenaza con diluir nuestra condición de sujetos –esa por la que tanto ha luchado
Occidente- en el anonimato imbécil de una colectividad postmoderna,
desestructurada e indiferente. Buscamos claves en nuestra biografía que nos
pongan aparte de esa horda, pero presentimos por todas partes la amenaza de
infección, ese mordisco que nos convierta en un igual más, que nos
incorpore a ese ejército de autómatas al que siempre hemos temido pertenecer.
Ese peligro es hoy mayor que nunca debido a la globalización, la cual
supone que una serie de pautas de conducta muy básicas y empobrecedoras nos
emplazan a formar parte de una trama colectiva que ahora se hace mundial. Nada
se comparece mejor con ese arrasar con todo de la horda zombi que el capitalismo
contemporáneo, empeñado en extenderse por todos los espacios de nuestras vidas
públicas y privadas para convencernos de que no hay alternativa ni escapatoria.
El neoliberalismo, en tanto que se pretende universal no contempla la
posibilidad de alternativas, se entiende a sí mismo como pensamiento único.
¿Pero es que acaso sólo existimos ya como deseo de consumo, es
decir, como demandantes de mercancías? En todo caso ya se encarga el sistema de
procurar que no seamos otra cosa, pues más que producir los objetos y los signos
que satisfarán nuestros deseos, se encargará mediante la sugestión publicitaria
de construir esos deseos, lo cual retroalimenta la máquina para convertirla en
infalible. Pero, en una aparente paradoja que podría remitir a los textos de
Jacques Lacan, es el hecho de que creamos no ser simples consumidores el arma
secreta que el sistema consumista utiliza para seguir funcionando. En la medida
en que fomenta el efecto ilusorio de la distinción, se reproduce a sí mismo con
una recurrencia interminable de la que no hay manera de salir. Como el zombi, no
sabemos que somos zombis: “... esa falta que recorre a los individuos de las
sociedades posmodernas, la vaciedad que hace de cada uno de nosotros un
caminante más, un vagabundo en los espacios mediáticos sin destino ni promesa
alguna.” (página 55) Y más desoladora es todavía la consecuencia: “La sociedad
parece, toda ella, una horda errante que, en la saturación de productos, marcas
y objetos de lujo hubiera perdido la capacidad de elaborar sus propios discursos
e ideologías, el territorio de su intimidad o los recursos afectivos necesarios
para tomar las riendas de sus vidas y abrir los ojos ante el relato de lo que
les rodea” (página.63).
Forma parte de una horda, pero ésta
no configura una comunidad, más bien es lo asocial que se
aglomera
Este vaciamiento no puede dejar de tener consecuencias
políticas. El zombi encarna en grado sumo esa indiferencia de las masas que se
asocia a las democracias catódicas. No se le puede convencer, ni reclutar, ni
tan siquiera manipular… No es productivo, no sujeta su conducta a ningún tipo de
proyecto institucionalizador. Forma parte de una horda, pero ésta no configura
una comunidad, más bien es lo asocial que se aglomera.
Tampoco es lo que
clásicamente se ha entendido por un antagonista. Su condición ansiosa no es la
de un narcisista que se rebela contra aquellas estructuras que pretenden
reprimirle. Sus movimientos automáticos, recurrencia maquinal mediante la que el
capitalismo regulariza nuestras vidas, le permiten continuar en su apática
condición de mónada. Es cierto que siempre ataca en masa, una masa abierta donde
el sospechoso es aquél que se encierra tras una puerta para permanecer sólo
siquiera unos instantes. Pero no es un individuo que se incorpora a la masa.
Lleva la masa dentro, no se ha subsumido en ella a través de una mediación
subjetiva, pues lo subjetivo no ha existido nunca en él. No hay alteridad en esa
masa, solo seguimiento pasivo de una corriente general por la que se deja
arrastrar.
Dos conclusiones coronan el texto de Fdez Gonzalo. En primer
lugar el zombi es uno de los epítomes posibles de una sociedad caracterizada por
la sumisión al capitalismo, el deterioro de las relaciones personales y la
mediatización de nuestras vidas cotidianas. Alejados de nuestras funciones
primarias, nos hemos vuelto extraños a nosotros mismos, de tal manera que la
verdadera infección es la del hombre convertido en amenaza para sí mismo. En
segundo lugar, y en directa relación con lo anterior, el zombi encarna la
amenaza de ese “final de la historia” que celebró en su momento Fukuyama. El
walking dead ha roto con todos sus antecedentes, ha dejado de producir
huellas o, mejor, ha dejado de preocuparse por dejarlas. Como esos pastiches
subculturales que fagocitan los artefactos históricos con propósitos
divulgativos, comerciales o supuestamente artísticos, con lo que se intenta
ocultar la falta de atrevimiento para crear nada nuevo, el zombi cree en la
historia solo para devorar sus productos.