No es la primera vez que Abel Hernández se ocupa del complejo periodo que
llevó a la democracia ni de sus gestores políticos, pues al mismo autor
pertenece
Fue posible la concordia (Madrid, Espasa Calpe, 1996) en la que
se sistematizaban las principales alocuciones de Suárez en relación a su
Presidencia del Gobierno, contextualizándolas a partir de un constructo formado
de informaciones conocidas y anécdotas personales. En esta nueva obra,
Suárez
y el Rey, se mantiene el riguroso análisis de estos discursos, así como el
uso de fuentes cercanas a la acción política, y por tanto privilegiadas, a las
que se une el propio testimonio del autor. Todo ello a través de una magnífica
prosa, más literaria que en obras anteriores, que sin duda contribuyó a que en
el libro recayera el premio
Espasa Ensayo de 2009 y que la hace destacar
entre el incesante goteo de
libros sobre la
Transición.
Sin embargo, en esta ocasión el análisis va más
allá y se embarca en una crónica que descubre mucho más de la relación entre
ambos porque, entre otras cosas, cubre una cronología más amplia: arranca en el
momento previo a que unos jovencísimos Adolfo Suárez y Juan Carlos de Borbón se
conocieran y finaliza en la actualidad. En efecto, este drama, esta casi
“tragedia griega de tres actos”, por seguir una expresión del autor, no es un
ensayo biográfico de uno y otro, sino la narración de una de las amistades
políticas que más peso han tenido en la reciente historia española.
Al mismo tiempo que Suárez acentúa
su fulgurante ascenso, utiliza sus recursos para afianzar la imagen del futuro
Rey de España, quien, a su vez, potencia la carrera de
Suárez
Siguiendo el camino que se nos
propone, la época del encuentro se inicia cuando las motivaciones de Adolfo
Suárez se orientaron hacia la política –ya con el apoyo de Herrero Tejedor- y
reconsideró sus planteamientos republicanos hacia posiciones claramente
monárquicas en un giro en el que las conversaciones en torno a 1959 con
Hermenegildo Altozano cobraron gran importancia. Abel Hernández recoge las
palabras de Suárez al respecto de este viraje aparentemente contradictorio:
“Cuando me llama Fernando Herrero Tejedor para ser secretario suyo, empiezo a
conocer el sistema por dentro: las Leyes Fundamentales, las previsiones
sucesorias… Pronto conozco al Príncipe y empiezo a pensar que puede que no ser
conveniente plantearse el hecho de la forma de Estado de la manera que yo lo
entendía. Porque la forma monárquica está ahí y es la más lógica. Conozco al
Príncipe, que era muy joven, y nos hacemos amigos” (p. 32). A partir de aquí,
estos primeros contactos –favorecidos por la proximidad de Suárez al grupo de
los tecnócratas- se convierten con el tiempo en una floreciente amistad, basada
en la confianza mutua y en la compatibilidad de sus proyectos políticos, pues,
al mismo tiempo que Suárez acentúa su fulgurante ascenso, utiliza sus recursos
para afianzar la imagen del futuro Rey de España, quien, a su vez, potencia la
carrera de Suárez.
La paralela consolidación de la figura de D. Juan
Carlos y de la carrera política de Adolfo Suárez cobró toda la importancia para
el devenir posterior, de manera que en 1968 Suárez consiguió su nombramiento
como gobernador civil de Segovia y es en este periodo cuando, según diversos
testimonios, el futuro presidente del Gobierno entregó a D. Juan Carlos unas
notas en las que trazaba una “hoja de ruta” que había de servir como eje para
implantar un sistema plenamente democrático a la muerte de Franco. Pues, según
destaca Hernández, a pesar de la sensación de ejecución imprecisa que perdura en
los análisis hechos sobre la Transición, “no hubo improvisación en el método ni
en el objetivo final; sí se fueron improvisando sobre la marcha muchos de los
instrumentos para lograr lo que se pretendía” (p. 91). Un año después, las
Cortes franquistas nombraron a D. Juan Carlos como sucesor de Franco y pronto
Suárez alcanzaba la Dirección General de RTVE, puesto clave para consolidar los
afectos hacia el Príncipe; sin duda, la acción de Carrero Blanco fue fundamental
en el proceso.
Tras el fallecimiento de Franco esos apoyos hacia la
Monarquía se materializaron y por fin D. Juan Carlos disponía de la oportunidad
de controlar su destino. El objetivo inicial estaba cumplido, pero faltaba un
largo recorrido para lograr la democracia que el pueblo reclamaba. Siguiendo con
el símil teatral, podríamos citar a Séneca al decir que "la vida es una obra
teatral que no importa cuánto haya durado, sino cuánto bien haya sido
representada", y en el primer acto de esta obra el telón cae justo tras el
nombramiento de Suárez como elección del Rey en la terna de la que debía salir
el nuevo Presidente del Gobierno tras la forzada dimisión de Arias Navarro. El
sentimiento de satisfacción era máximo.
Trasladado a palabras sencillas, la
Política, que los había unido, acabaría por separarlos, especialmente tras el
empeño del ya Duque de Suárez de permanecer en el ruedo con el
CDS
A partir de aquí, la relación estaría de
algún modo abocada al desencuentro, pues “es difícil la amistad con el Rey. Son
planos diferentes y la amistad es normalmente entre iguales (…). El Rey tiene la
dura obligación de permanecer en soledad, sacrificando los afectos personales en
aras de la institución que representa” (pp. 152-153). Dicho de otro modo, a
pesar de que había habido cierto distanciamiento entre Suárez y el Rey fruto de
la delimitación de las funciones de cada uno, el “drama”, es decir, la ruptura
entre ambos se va fraguando a lo largo de 1979 y, sobre todo, de 1980. De nuevo,
el contexto político fue determinante y hubo claros elementos de fricción entre
ambos, como la política exterior de UCD y la relación con los mandos militares,
especialmente con el general Armada. Pero no fue por eso por lo que el Rey se
desunió, sino por lealtad a la institución que representa, como dice Hernández,
atendiendo a la posibilidad de que la imagen de Suárez como político en crisis
afecte a la Corona. Trasladado a palabras sencillas, la Política, que los había
unido, acabaría por separarlos, especialmente tras el empeño del ya Duque de
Suárez de permanecer en el ruedo con el CDS.
En este retrato que se nos
dibuja hay evidentemente otros sujetos: el propio Carrero Blanco, Torcuato
Fernández Miranda, Carmen Díez de Rivera…, si bien hay un personaje al que hasta
ahora no se ha dado excesiva importancia en el análisis político pero que a
juicio del autor jugó un papel clave: la enfermedad de Suárez. Desde 2004 es
oficial su grave deterioro, la pérdida de sus facultades mentales, aunque quizá
habría que plantearse hasta qué punto muchas de las decisiones que tomó con
evidente desacierto estuvieron ya influidas por una melancolía personal, cuando
no por fuertes brotes depresivos. Abierta esta posibilidad, con claros tintes
hipotéticos, ¿hubiera sido posible reconducir la crisis de UCD y de su principal
activo?
Todo esto nos lleva de nuevo a la fotografía con la que comienza
Suárez y el Rey, pues, desaparecido el problema político, permanecen el
cariño y la amistad. Irónicamente, cuando la fotografía que sirve de emblema
para definir el nexo de unión entre ambos fue tomada, Suárez ya no era el ex
presidente del Gobierno, sino el ser humano aquejado de una memoria deshilvanada
de la que conserva escasos retazos, y Su Majestad paseaba con él por el jardín
no en representación de una Institución, sino como el amigo que ha quedado sólo
ante los recuerdos que debían ser compartidos.