El libro que glosamos lleva por título
Yo no vengo a decir un
discurso. Ese rótulo parece contradictorio. Si resulta que el volumen recoge
una parte de su oratoria, ¿entonces por qué titula así la obra? Como dirá una y
otra vez a lo largo de su vida, la oratoria es para él una suerte de suplicio
que padece o una especie de castigo que se le inflige. En 1985, cuando ya ha
recibido el Premio Nobel, el escritor aún no está curado de ese mal. Lo
expresará con exageración y patología: “siempre he considerado los discursos
como el más terrorífico de los compromisos humanos”.
No sabemos si es un
compromiso terrorífico: sin duda, es un arte difícil. Si el orador se compromete
a pronunciar unas palabras sin leerlas, es decir, improvisando a partir de unas
notas, corre el riesgo de quedarse en blanco o corre el peligro de ser mejor que
su posterior transcripción. Cuando esas palabras grabadas se reproduzcan por
escrito, entonces distinguiremos
el grano de la voz, que decía Roland
Barthes: advertiremos la ganga verbal, las dudas, las repeticiones, los lapsus,
las ambigüedades expresivas. Quien pronuncia un discurso valiéndose de un simple
esquema ha de confiar en su estado de ánimo, el estado de ánimo de dicho
momento; ha de cuidarse, esperando la lucidez de su expresión; ha de fortalecer
su habilidad argumental; ha de recordar con precisión las anécdotas que
enlazará.
Hablar en público con sustancia, valiéndose sólo de la
capacidad y de la imaginación es un esfuerzo abrumador, fatigoso. Algunos saben
hacerlo con aparato y con automatismo, con charlatanería, capaces de
conferenciar sobre cualquier cosa: a dichos oradores podemos llamarles
charlistas, con esa acepción levemente peyorativa que ha ido cobrando la
palabra. ¿Y qué nos encontramos en otro extremo? A numerosos escritores, gentes
de letras, a quienes les vence el miedo escénico de la oratoria: sus públicos
expectantes pueden provocarles angustia, una desazón invencible. Es por eso por
lo que hay tantos literatos, poetas y artistas que prefieren leer el discurso,
un discurso bien armado o amarrado. O es también a causa de la solemnidad del
acto: nada puede dejarse a la improvisación.
Ese asunto, el de la amistad, es uno
de los motivos recurrentes de esta antología de discursos, que abarcan desde
1944 hasta 2007
En el Gabriel García Márquez
orador parece que se dan ambos elementos: por un lado, el malestar que provoca
la palabra improvisada y escenográfica; por otro, la reverencia a que obligan
las ceremonias protocolarias, de gran pompa, a las que ha sido invitado, eventos
a los que se le convida por la eficacia de su prosa, por la elegancia de su
expresión, por la universalidad de su nombre. Si esto es así, entonces se
comprenderá por qué fija sus palabras de antemano, por qué se ciñe a un texto
del que ha podado la oralidad. Ya no hay resto o ganga, pues todo está
proporcionado, todo está medido, incluso cuando simula el discurso propiamente
oral: unos pocos párrafos dicen exactamente lo que tienen que decir. ¿Y qué
dicen?
El título de este libro, entre afortunado y paradójico, es
–repito--
Yo no vengo a decir un discurso. Contradice el sentido del
volumen y por tanto parece extravagante. En realidad es un epígrafe que
interpela al lector (como antes debió de sorprender a la audiencia). El rótulo
procede de una intervención temprana, una de las primeras en las que García
Márquez tuvo que templarse o medirse o juzgarse: es un discurso datado en los
años cuarenta. El contexto lo precisa Cristóbal Pera, editor de este volumen: el
joven Gabriel García Márquez dice unas palabras “en la despedida a la clase
1944, un año superior a la suya, que se graduaba de bachillerato del Liceo
Nacional de Varones de Zipaquirá”, en Colombia. Empieza así: “Generalmente, en
todos los actos sociales como éste, se designa una persona para que diga un
discurso. Esa persona busca siempre el tema más apropiado y lo desarrolla ante
los presentes. Yo no vengo a decir un discurso”.
¿Por qué pretexta eso?
¿Acaso porque no se siente autorizado? ¿Le dan reparo tanto empaque, tanta
solemnidad? ¿O es timidez? En 1944, el joven García Márquez habla del futuro
prometedor que se les abre a los bachilleres que se gradúan, pero sobre todo
hace una pequeña y emocionada glosa de la amistad. Ese asunto, el de la amistad,
es uno de los motivos recurrentes de esta antología de discursos, que abarcan
desde esa fecha primera hasta 2007. A lo largo de sus intervenciones, García
Márquez agasaja a sus amigos tempranos o maduros, los exalta, con derroche. Los
menciona y aclama con la alegría de quien no envidia el triunfo ajeno. Celebra
la condición humana y las habilidades humanísticas de sus jóvenes cofrades del
44 o, muchos años después, elogia la entrega, la inteligencia y la generosidad
de Belisario Betancur, de Álvaro Mutis, de Julio Cortázar. Es una suerte contar
con esas amistades y el escritor colombiano vive como un don lo que es,
ciertamente, un regalo de la vida.
Con esa palabra –la soledad como
pérdida del hogar, de la infancia--, García Márquez siempre hace alusión al
abandono, al aislamiento de gentes errabundas o sedentarias, ajenas al discurrir
del mundo
Ese bien tan apreciable, el de la
amistad, está presente una y otra vez en los discursos que componen este
volumen, probablemente porque en Gabriel García Márquez atisbamos un dolor o un
temor antiguos: la soledad. Podemos conjeturar: hay un cierto desamparo personal
o familiar que él une a la suerte o a la mala suerte de su país o de
Latinoamérica. Como hay también una imagen infantil documentada, el regreso a
Arataca (la población originaria): el viaje a la semilla, que es motivo o fuente
de su creación, según él mismo admite y según documentaron sus primeros
biógrafos: Mario Vargas Llosa o, años después, Dasso Saldívar.
“Mi
recuerdo más vivo y constante no es el de las personas, sino el de la casa misma
de Arataca donde vivía con mis abuelos”, confesaba García Márquez a Plinio
Apuleyo Mendoza en
El olor de la guayaba. “Es un sueño recurrente que
todavía persiste. Más aún: todos los días de mi vida despierto con la impresión,
falsa o real, de que he soñado que estoy en esa casa. No que he vuelto a ella,
sino que estoy allí, sin edad y sin ningún motivo especial, como si nunca
hubiera salido de esa casa vieja y enorme”. En la interpretación que Sigmund
Freud diera a los sueños, la casa es un símbolo materno: es el amparo, el
cuidado, la tutela, la seguridad, la nutrición.
Cuando estamos en casa,
estamos bajo techo y protegidos, alimentados. Pero crecer es salir del domicilio
familiar, renunciando al favor de los parientes --en este caso, el de los
abuelos--, para empezar una vida siempre incierta y finalmente derrotada: como
es la de cualquier ser humano que espera la muerte. Podrás triunfar, podrás
erguirte, pero la consumación ya la sabes: el fin inevitable y vulgar. Y en esa
experiencia o en ese viaje estás solo.
Hay un orgullo latinoamericano, de
inspiración tercermundista: el de quien, con errores o porfías, no quiere
recibir lecciones de Europa
En 1952, Gabriel
García Márquez regresa con su madre a Arataca para vender la casa de los
abuelos, un lugar que lo fue todo y que ahora está abandonado, ruinoso,
solitario. “El día en que fui con mi madre a vender la casa recordaba todo lo
que había impresionado mi infancia, pero no estaba seguro de qué era antes y qué
era después, ni qué significaba nada de eso en mi vida”, leo en
Vivir para
contarla (2002), la primera entrega de sus memorias.
El acto de la
venta es, por un lado, una amputación y es, por otro, una pérdida del paraíso
infantil. De ahí, añade el memorialista, los “pesares, añoranzas,
incertidumbres, en la soledad de una casa inmensa” que desaparece. No es
extraño, pues, que su novela más célebre,
Cien años de
soledad (1967), tenga ese motivo, la soledad vivida como un
desamparo irreparable: la de los Buendía. Como tampoco es extraño que el primer
título que tuvo la historia de dicha familia, el que arrastró hasta su
definitivo y universal fuera ése:
La casa. Y no sorprende que el discurso
que pronunciara en 1982 al recibir el Nobel tuviera un epígrafe parejo, muy
próximo:
La soledad de América Latina.
Con esa palabra –la
soledad como pérdida del hogar, de la infancia--, García Márquez siempre hace
alusión al abandono, al aislamiento de gentes errabundas o sedentarias, ajenas
al discurrir del mundo: con su punto de pecado o desmesura, de demencia o
imaginación, gentes que tienen derecho a experimentar, a ensayar, aunque
padezcan penurias y ensoñaciones, aunque sobrevivan malamente, postradas o
aplastadas. Hay algo de fatalidad y providencialismo en esta descripción; como
siempre hay un ventarrón bíblico en García Márquez. El Antiguo Testamento es, en
efecto, una fuente constante en las metáforas que el autor emplea en sus novelas
y también en sus discursos más universales y ceremoniosos. Y hay un orgullo
latinoamericano, de inspiración tercermundista: el de quien, con errores o
porfías, no quiere recibir lecciones de Europa.
Y justamente lo que está en el fondo
de Simón Bolívar o de Fidel Castro es lo que más atrae a García Márquez: el
poder, la capacidad de torcer el curso de las cosas, de imponer voluntades, de
ser como dioses. Esa cualidad o ese hábito del jefe le
fascinan
Por eso, en sus discursos, García
Márquez cita por dos veces una frase atribuida a Simón Bolívar: “Déjennos hacer
tranquilos nuestra Edad Media”. Es decir, déjennos equivocarnos, pues para los
europeos –según precisa el escritor en una de sus alocuciones— “todo lo que no
se parece a ellos les parece un error”. Es una exigencia comprensible, ya que,
bien mirado, el progreso no tiene el mismo curso ni la misma cronología. Pero a
la vez esa actitud es menos razonable de lo que a simple vista parece. La
peculiaridad latinoamericana ha dado grandes frutos: por ejemplo, los de la
imaginación novelística, que es producto del choque entre lo moderno y lo
arcaico, entre lo indígena y lo colonial, entre lo precolombino y lo indiano. Es
decir, esa idiosincrasia también es fruto del Viejo Continente. La Revolución
cubana, sin ir más lejos, no es tan insólita como se ha querido pensar: es una
suma de tercermundismo y marxismo de origen europeo.
Y justamente lo que
está en el fondo de Simón Bolívar o de Fidel Castro es lo que más atrae a García
Márquez: el poder, la capacidad de torcer el curso de las cosas, de imponer
voluntades, de ser como dioses. Esa cualidad o ese hábito del jefe le fascinan.
De ese hechizo, García Márquez hará novelas críticas y maravillosas, pero
también ambivalentes. ¿Cuál es el camino que lleva del libertador o guía al
mandamás o déspota? Jamás responderá esa pregunta.
Estos discursos, que
empiezan en 1944, cuando cuenta diecisiete años, no se reanudan hasta 1970. En
ellos nos interesa lo que escribe el gran prosista: cómo lo dice, con ese
encanto, con esa poesía que le es esquiva, según admite; con esas imágenes de
inspiración bíblica, nativa y criolla que seducen y tapan a la vez lo que
describen. Porque sus discursos son un torrente de verbo siempre deslumbrante, a
veces exacto y a veces inflamado o declamatorio. Interesan, en fin, lo que
expresa y lo que calla o silencia. ¿Entre 1944 y 1970 no pronunció discurso
alguno? ¿Y entre 1970 y 2007 cuántas alocuciones ha dejado de incluir en esta
antología? No sabemos qué criterio han seguido García Márquez y su editor,
Cristóbal Pera.
Precisamente refiriéndose a los discursos, Pera dice en
una nota final lo siguiente: “en ellos no sólo se encuentran los temas centrales
de su literatura, sino también rastros que ayudan a comprender más profundamente
su vida”. Es cierto, sin duda, pero el retrato que traza de sí mismo con esta
selección es en ocasiones demasiado ceremonioso o monumental, sin los pasajes
conflictivos de su existencia. En este libro aspira a un mundo mejor, un mundo
sin armas y sin apocalipsis nuclear, un espacio de relación amistosa; aspira a
contener la destrucción amazónica, por ejemplo, y desea hacer de la palabra un
instrumento de la imaginación exuberante.
Nos parece un excelente
propósito o una buena intención. Pero más allá de ese rasgo que ennoblece queda
excluido el análisis frío, racional o estratégico y quedan eliminados momentos
de crisis o de choque entre viejos amigos que tanto se deben y de los que no hay
rastro alguno: por ejemplo, Mario Vargas Llosa, una persona que fue decisiva
tras la aparición de
Cien años de soledad (1967). No obstante, la prosa
de García Márquez no decae y su discurso de 2007 no es inferior al de 1944, al
de aquel joven que se atrevía a defender a los compinches, a ensalzar la
amistad.