Un libro de memorias, aunque sea novelado, puede abordarse de muchas
formas. Coetzee opta por una bastante curiosa, centrada en torno a la figura de
Vincent, un personaje interpuesto. Este hombre es un investigador, un académico
que pretende escribir la biografía del fallecido J. M. Coetzee, un escritor
famoso e internacionalmente reconocido. Vincent quiere componer un libro que
recoja y explique un período en la vida del autor sudafricano que considera
fundamental para comprender su producción artística y la evolución de su obra:
“me concentro en los años transcurridos desde el regreso de Coetzee a Sudáfrica,
en 1971-1972, hasta su primer reconocimiento público en 1977. Me parece que es
un período importante de su vida, importante pero que se ha pasado por alto, un
período en el que aún se estaba habituando a su condición de escritor”. Para
recopilar la información que necesita, Vincent se dedica, entre septiembre de
2007 y junio de 2008, a entrevistar por todo el mundo a una serie de personajes
que conocieron o tuvieron algún tipo de relación con el Premio Nobel. Cinco son
las entrevistas que realiza, a cuatro mujeres y a un hombre. En eso consiste
precisamente Verano, en la trascripción de esas conversaciones
acompañadas, a modo de prólogo y epílogo, de sendas notas de un diario que el
fallecido Coetzee escribió entre 1972 y 1975".
Nada más empezar a leer la
primera entrevista, la que Vincent realiza a Julia, una mujer por entonces
casada y con la que, según parece, Coetzee mantuvo una relación sentimental,
advertimos algo extraño. El biógrafo Vincent se presenta como un investigador
académico que intenta conocer mejor una etapa de la vida del autor sudafricano,
pero lo cierto es que los métodos que emplea son bastante discutibles, bastante
dudosos incluso. Pronto descubrimos que ha renunciado a entrevistarse con
Coetzee, aunque podría haberlo hecho antes de su muerte. Su justificación no
deja de ser chocante: “Nunca traté de ponerme en contacto con él. Ni siquiera
intercambiamos correspondencia. Pensé que lo mejor sería no sentirme en deuda
con él. Así tendría libertad para escribir lo que deseara…”.
Pero las
rarezas de Vincent no terminan ahí. Por un lado parece más interesado en la vida
personal, en las relaciones sentimentales que durante esos años estableció el
escritor sudafricano, que en su faceta literaria. De hecho, de las cinco
personas a las que entrevista, cuatro son mujeres con las que Coetzee mantuvo
algún tipo de relación afectiva. Por otro lado, la transcripción de las
entrevistas también deja mucho que desear. Cuando habla con Margot, una prima
del afamado escritor, el biógrafo se toma la libertad de dramatizar una larga
charla anterior, embelleciéndola y añadiendo detalles en las lagunas de la
narración. Tras escucharle, Margot le replica: “cuando hablamos tuve la
impresión de que se limitaría a transcribir la entrevista y a dejarla tal como
estaba. No tenía idea de que iba usted a reescribirla por completo (…) Todo lo
que puedo decirle es que su versión no me parece que se ajuste a lo que conté
(…) ¿Le conté todo eso? No lo recuerdo”. De igual modo y
repetidamente, los distintos entrevistados le piden el texto para repasar sus
propias declaraciones. Vincent les contesta que sí, que se lo dejará para que
revisen lo que consideren oportuno: “He de irme. Ah, una última cosa: si se
propone citarme, ¿tendrá la amabilidad de enviarme primero el texto para que lo
examine? [Contesta Vincent] Por supuesto”. Pero al final la versión que
llega al lector es la que no ha sido corregida.
Coetzee reconoce de alguna forma la
imposibilidad de reflejar, siquiera aproximadamente, la vida de un hombre. La
solución que ante ese obstáculo insalvable encuentra el autor sudafricano es el
recurso de la ficción. Por eso concibe un libro de memorias en el que al lector
se le invita a dudar y cuestionarse la autenticidad de todo lo que está
leyendo
Esta mala praxis del biógrafo, a la que se suma la elección
de unos testimonios excesivamente sesgados, componen una imagen final demasiado
parcial y deformada, justo la que Vincent parece querer dar. Así, el perfil de
Coetzee que queda plasmado en Verano se asemeja al de una sombra, pues
sólo conocemos lo que de él dicen otros, la impresión que de él han sacado y nos
transmiten otras personas, con los errores o los juicios particulares, los
malentendidos y las interpretaciones, la crueldad y las injusticias que todo eso
conlleva. Vincent no realiza ningún tipo de verificación empírica, por lo que
los testimonios que recopila tienen poco valor si lo que pretende es realizar
una investigación rigurosa y seria. No dejan de ser opiniones e impresiones que
el lector no puede corroborar, que no puede saber si son verdaderas o falsas. En
la primera entrevista Julia asevera hablando de sí misma: “¿Cómo puede esta
señora pretender que recuerda en su totalidad conversaciones triviales que
tuvieron lugar hace tres o cuatro décadas? (…) Así pues, permítame que le sea
franca: por lo que respecta al diálogo, lo estoy inventando sobre la marcha (…)
Tal vez lo que le cuento no sea cierto al pie de la letra, pero es fiel al
espíritu de la letra, no le quepa duda de ello”.
Vemos, pues, cómo en
estas memorias noveladas Coetzee propone varios niveles de análisis y reflexión.
En un primer plano, al optar por un personaje como Vincent, plantea las
limitaciones y los prejuicios con los que se puede abordar una biografía. En un
segundo nivel, el Premio Nobel pone de manifiesto y juega con las dificultades
inherentes a todo libro de memorias. Recientemente, en un artículo para la
revista Mercurio, el profesor Justo Serna ha explicado estas limitaciones con
maestría:
“La autobiografía es sobre todo eso: grafía, registro,
escritura, narración. En cambio, la vida, no (…) Lo documentado es siempre
escaso o sesgado. Por ello, los lectores sabemos que dicha operación es titánica
e insuficiente, limitada, un bello o pálido reflejo de lo que aquella vida fue
(…) Es probable que puedan documentarse muchos hechos de la propia vida, pero de
lo que no se cumplió quizá no haya vestigio, como tampoco de lo que pensó y no
verbalizó. Una parte de nuestras vidas se consume conjeturando, soñando,
fantaseando, imaginando y de eso no siempre hay documento o reminiscencia. Por
ello, el memorialista siempre escribirá una parte mínima: la que se materializó,
la que dejó expresión o testimonio”.
Vincent, desde luego, cumple este
plan sólo parcialmente: “He examinado los diarios y las cartas (…) No es
posible confiar en lo que Coetzee escribe en ellos, no como un registro exacto
de los hechos (…) En las cartas crea una ficción de sí mismo para sus
corresponsales; en los diarios hace algo muy similar para sí mismo, o tal vez
para la posteridad (…) Si quiere saber la verdad tendrá que buscarla detrás de
las ficciones (…) y oírla de quienes le conocieron personalmente. [Contesta
Sophie, otra de las entrevistadas] Pero, ¿y si todos somos creadores de
ficciones, como llama usted a Coetzee? ¿Y si todos nos inventamos continuamente
la historia de nuestra vida? ¿Por qué lo que yo le cuente de Coetzee ha de ser
más digno de crédito que lo que él mismo le cuente?”
En ese cuestionamiento sobre la
veracidad o no de lo escrito reside la clave de esta obra. Coetzee incita al
lector de sus memorias a que, más allá de lo que unos y otros dicen, piense e
intente comprender realmente lo que se le está contando
El auténtico Coetzee sabe que los recuerdos son engañosos,
que se inventan o se olvidan, y no necesariamente de forma consciente, que unas
memorias sólo pueden dar cuenta de aspectos parciales de una vida. Al adoptar en
Verano el enfoque que hemos analizado, juega con todo eso y reconoce de
alguna forma la imposibilidad de reflejar, siquiera aproximadamente, la vida de
un hombre. La solución que ante ese obstáculo insalvable encuentra el autor
sudafricano es el recurso de la ficción. Por eso concibe un libro de memorias en
el que al lector se le invita a dudar y cuestionarse la autenticidad de todo lo
que está leyendo. Es una forma de rendir homenaje a las obras de ficción, una
forma de convertir sus recuerdos en un canto a la novela.
En ese
cuestionamiento sobre la veracidad o no de lo escrito reside la clave de esta
obra. Coetzee incita al lector de sus memorias a que, más allá de lo que unos y
otros dicen, piense e intente comprender realmente lo que se le está contando.
Esta pretensión queda clara desde el principio cuando, en la primera parte de
Verano (unas pocas hojas pertenecientes a un cuaderno de notas que
Coetzee escribió entre 1972 y 1975), el autor anota su encuentro con un antiguo
compañero de colegio, David Truscott, un chico que suspendió sexto curso porque
no entendía el álgebra ni el latín. Veinte años después vuelven a verse:
“David Truscott, que no entendía la x y la y, es un
floreciente experto en marketing, mientras que él, que no tuvo la menor
dificultad para entender la x y la y, junto con otras muchas cosas
más, es un desempleado intelectual. ¿Qué indica esto sobre el funcionamiento del
mundo? Lo más evidente que parece indicar es que el camino que conduce a través
del latín y el álgebra no es el camino hacia el éxito material. Pero puede
indicar mucho más: que comprender las cosas es una pérdida de tiempo, que si
quieres tener éxito en el mundo, una familia feliz, una bonita casa y un BMW no
deberías tratar de comprender las cosas, sino tan solo sumar las cifras o pulsar
los botones o hacer cualquier otra cosa que haga la gente de marketing y por la
que son tan espléndidamente recompensados”.
No es otro el objetivo
último del escritor: espolear al lector para que dude e intente comprender,
precisamente lo que el propio Coetzee ha tratado de hacer toda su vida. Eso es
justo lo que no hace su biógrafo Vincent (“… como biógrafo, lo primero que
debería hacer ante todo es precaverse para no meter a la gente en pulcras
cajitas etiquetadas”), pero es lo que nos exige el Premio Nobel a la hora de
afrontar sus memorias: voluntad de comprensión. No hacia él ni hacia su
existencia, sino hacia el mundo. De lo que se trata, como él mismo afirma, es de
poner fin “a nuestra inveterada costumbre de dejar que otros hagan el trabajo
mientras nos sentamos a la sombra y nos miramos”. Al rebelarnos contra la
opinión que Vincent quiere transmitir de Coetzee, o simplemente dudando de ella,
no hacemos más que desconfiar sobre lo que se nos dice e interpretar por
nosotros mismos la vida de un extraño. Es ese empeño el que, más allá de sus
memorias, pretende fomentar Coetzee en el lector. Quiere que, tomando como punto
de partida su propia vida, cuestionemos lo heredado tratando de entender mejor
el mundo en el que vivimos. Al fin y al cabo la comprensión no es más que un
primer paso para actuar y cambiar las cosas.