Dicho volumen tiene más quinientas páginas de letra apretada y de expresión
cautivadora, de perspicacia analítica y de interpretación prudente. Capítulos y
capítulos en los que se detallan circunstancias privadas y actos públicos de
Carmen Laforet (1921-2004), incidencias particulares de la escritora y contextos
colectivos de autores de otro tiempo, obstinaciones de la novelista y
represiones políticas que padecieron los españoles. Veintitrés apartados, un
epílogo, notas, fuentes: en términos de papel impreso, quinientas páginas es una
cifra respetable. Con dicho número, podemos tener la impresión de que sí, de que
esa obra capta lo principal de la biografiada. Si además está escrita con prosa
elegante, sin novelerías, entonces el lector se rinde: tal es la calidad de esta
investigación, de lo verificado. No extrañará, por tanto, que se le haya
concedido el Premio Gaziel 2009 de biografías y memorias. De las investigaciones
de Anna Caballé conocíamos su calidad experimentada:
en la
biografía extensa o
en la
miniatura. De Israel Rolón verificamos su tenacidad documental,
su
capacidad erudita. Por tanto no nos extraña el galardón.
Pero de una vida no todo puede saberse, pues de lo que hacemos o
pensamos no siempre dejamos huella. Una parte esencial de nuestra existencia se
consuma y se consume sin vestigio o sin testimonio, oculta a la mirada o a la
inspección de los otros, e incluso ajena a nuestra vigilia consciente. ¿Por qué
razón? Primero, porque esa parte es espectral, fantasías que alumbra nuestra
psique y que luego no se plasman; segundo, porque muchos momentos de nuestra
vida se desarrollan en silencio, momentos en los que conversamos con nuestros
objetos internos, con nuestras sombras, con seres inanimados y con criaturas
impalpables. ¿Cómo se puede averiguar todo eso, la parte fantasmagórica de la
vida, los diálogos interiores que jamás quedaron grabados? ¿Cómo podemos acceder
a aquello de lo que no hay archivo ni registro? Los documentos que generamos son
un número exiguo de lo que hacemos y pensamos, y de ellos sólo unos pocos
quedan, se conservan. Por tanto, la tarea del biógrafo es erudita y conjetural.
Por un lado cuenta con vestigios y por otro lado se asoma a un vacío para luego
encontrar otra vez una referencia, la huella de algo que se realizó o se
expresó.
Por lo que sabemos, la existencia de
Laforet es una continua lucha: contra el éxito que la sorprendió tan joven,
contra los fantasmas que ella alimentaba o contra los retos que otros le
planteaban. El libro de Anna Caballé e Israel Rolón narra esa vida de terquedad
y punición
Presencia, ausencia, presencia,
ausencia… La labor del biógrafo se parece a la del arqueólogo. Tiene múltiples
fragmentos esparcidos, que son piezas rotas. Debe postular entre ellas una
relación o una continuidad que no ve de entrada. Debe rellenar un hueco
dibujando un entero. O de otro modo: ha de conjeturar lo que el todo pudo ser
reconstruyéndolo a partir de esos vestigios dispersos. En primer lugar, ha de
imaginar el contexto del documento, siempre parcial, siempre sesgado, siempre
limitado. Y el contexto de un documento obliga a interpretar la acción que queda
registrada en conjunto o en parte. En segundo lugar, debe aventurar hechos para
los que no hay fuentes, actos humanos que el biógrafo no puede inventar, pero sí
figurárselos.
El libro de Anna Caballé e Israel Rolón reúne numerosos
documentos y testimonios, base empírica a partir de la cual el trazado o el
dibujo del personaje es convincente. Sin fuentes, una biografía es cháchara o
cotilleo, o es pura fabulación. En
Carmen Laforet. Una mujer en fuga no
hay nada de eso. No sobra ni un capítulo; los autores no se permiten ni un
chismorreo; y el personaje es mostrado sin fantasías. No hay caprichos ni
quimeras, sino una paciente búsqueda archivística y una exhaustiva recopilación
testimonial. Pero hay también un caudal inagotable de preguntas sin respuesta
segura o firme. A falta de fuentes y a partir de algunos indicios, los autores
se interrogan por el sentido de las acciones, por actos que pueden parecer
incomprensibles o de difícil significado. Formulan la cuestión. Una noticia
obtenida es una información aclaratoria aunque es al mismo tiempo un enigma para
el que siempre faltan datos. Lejos de contentarse con lo que pueden afirmar, los
biógrafos se preguntan una y otra vez por hechos o por el sentido de hechos que
no pueden responder, pero sobre los que, sensatamente, no pueden dejar de
interrogarse.
¿Es preciso conocer la biografía de una novelista para
captar su obra de ficción? ¿Es necesario saber la vida de un escritor para
comprender sus novelas? ¿Es preciso leer
Carmen Laforet. Una mujer en
fuga (2010), de Anna Caballé e Israel Rolón, para entender mejor
Nada
(1945)? Vida y ficción son ámbitos separados, dos mundos distintos. Mientras en
un caso, la existencia son los hechos reales, cosas que le pasan a una persona;
en el otro, la vida es una sucesión de acontecimientos inventados que le ocurren
a un personaje imaginado. ¿Qué paralelismos pueden haber entre ambos dominios?
Al fin y al cabo, el novelista es un soberano (eso se nos dice) o un Dios. “El
autor, en su obra, debe estar como Dios en el universo”, señalaba Gustave
Flaubert en una carta mil veces citada, una misiva dirigida a Louise Colet el 9
de diciembre de 1852. ¿Y cómo está Dios en el universo? “Presente en todos los
sitios y visible en ninguno”.
Es una biografía perspicaz que
leemos con el ánimo sobrecogido, esperando una redención que tal vez no llegue.
Es una indagación psicológica, literaria e histórica, pero es también un
análisis del yo y de sus demonios, esas
obsesiones
Es un buen lema, sin duda. El
escritor gobierna cada uno de los detalles, pero no aparece como persona del
drama o como tirano de la trama. Así, las cosas parecen suceder sin intervención
directa, sin que la sombra de nadie se refleje en el fondo de los hechos. “El
efecto, para el espectador, tiene que ser una especie de estupefacción. ¿Cómo se
ha hecho todo esto? Ha de decirse, sintiéndose anonadado sin saber por qué”,
concluye Flaubert. Podemos admitírselo, pero que el autor mueva los hilos no
significa que no puedan detectarse las huellas de su presencia. Al fin y al
cabo, muchos escritores hacen de su vida la fuente de sus propias imaginaciones.
O en otros términos: muchos novelistas toman del mundo real, de las cosas que
les ocurren o de los deseos y fantasías que alimentan, el material con el que
inventar una fábula. Si sabemos qué les pasa no aclararemos la virtud creadora,
cómo narran con esa fuerza o esa convicción. Pero advertiremos la fuente de sus
proyecciones, el origen de un mundo que la habilidad narradora convierte en
ficción.
Pongamos un ejemplo. Una joven provinciana, una muchacha de
dieciocho años, llega a la gran ciudad: a la Barcelona mundana, moderna y
adelantada que sus deseos han levantado. ¿Mundana, moderna y adelantada? Estamos
a comienzos de los años cuarenta, en la posguerra española, y las miserias y las
necesidades son la pesadumbre cotidiana. Los ánimos están envenenados. La
muchacha reside en casa de su abuela materna y allí conviven o malviven esa
anciana ya despistada y otros familiares avenados, además de una criada odiosa.
Y allí se estancan el tiempo y las historias tristes y miserables de sus
ocupantes, vidas rotas o arruinadas que ya no tienen porvenir. La joven ve lo
que ocurre. Registra lo que sucede o lo que cree que sucede y tiempo después nos
lo contará con habilidad y detalle, de manera lacónica y precisa: todo ello a un
tiempo, con una lucidez y una decepción que se harán evidentes conforme
avancemos en la lectura, conforme ella misma nos lo narre. ¿De quién estamos
hablando? De Andrea, la protagonista de
Nada. Premio Nadal de 1944, esta
novela fue la tempranísima consagración de Carmen Laforet.
Desde que
apareciera en 1945,
Nada es un éxito de ventas. Desde entonces, en
efecto, generaciones y generaciones de lectores han quedado conmovidos por esta
obra. Concebida y escrita cuando Carmen Laforet únicamente es una jovencísima
autora, una escritora que se inicia con sólo veintitantos años.
Nada ha
tenido una enorme difusión y es sin duda un suceso editorial. Destino aún la
sigue reimprimiendo. Será un exponente de la historia literaria española, una
nueva forma de narrar con autenticidad y crudeza las relaciones desabridas,
mezquinas, de una familia, pero también la desilusión, la frustración de las
expectativas, la ingratitud y el egoísmo. Andrea nos presenta a sus parientes
como personas de gran sordidez y violencia: en el mejor de los casos, gentes
extraviadas, de chifladura incorregible, seres incapaces de generosidad,
individuos para los que es difícil cualquier expresión de afecto o de ternura.
La novela será vista como un relato alegórico del régimen franquista, como la
crítica furibunda, tremenda, de una España mezquina, la de aquella posguerra
inacabable. Todo ello --ambiente y lenguaje-- es perfectamente creíble:
corresponde a una muchacha que ve derrumbarse su inmediato futuro, ese sueño
barcelonés y universitario, esa expectativa familiar.
Anna Caballé e Israel Rolón
presentan a su personaje con compromiso y distancia, de manera compasiva y
realista: sin ocultar las penas del personaje y sin aceptarle el escarmiento a
que constantemente se somete
Cuando la
escribe, Carmen Laforet también es joven, ya digo, y comparte con Andrea
muchos vínculos biográficos. Es decir, comparte vivencias y experiencias. Ese
hecho banal, aparentemente banal, será una durísima prueba para ella, para la
autora. Por lo que sabemos, la existencia de Laforet es una continua lucha:
contra el éxito que la sorprendió tan joven, contra los fantasmas que ella
alimentaba o contra los retos que otros le planteaban. El libro de Anna Caballé
e Israel Rolón,
Carmen Laforet. Una mujer en fuga narra esa vida de
terquedad y punición. Es una biografía perspicaz que leemos con el ánimo
sobrecogido, esperando una redención que tal vez no llegue. Es una indagación
psicológica, literaria e histórica, pero es también un análisis del yo y de sus
demonios, esas obsesiones. ¿Podrá redimirse?, nos preguntamos una y otra vez,
conforme avanzamos en la lectura de una obra que es desconsolada y conmovedora.
Los autores han tenido el acierto de combinar los hechos y las fantasías
de Laforet, esas quimeras de las que ella misma dejó huella en sus novelas y en
su abundante correspondencia. Es una pesquisa basada en numerosos testimonios,
en abundantísimas fuentes, pero es sobre todo un relato aventurero, de fugas
personales, una narración que nos desasosiega. Los biógrafos han debido ordenar
toda esa información; han debido disponer los datos, admitiendo las lagunas que
no podrán ser colmadas. Pero han debido escribir con prudencia, de manera
elegante y de modo cauteloso, sin fabular, sin perdonar la vida a la
biografiada. Es ése un riesgo que siempre corre el biógrafo: el de saber cómo
van a acabar las cosas, el de atreverse a enjuiciar con suficiencia. Si la vida
de la biografiada tuvo sus contratiempos, sus desgarros y hasta sus tremendos
fracasos, el investigador puede incurrir en una errónea superioridad. La
existencia siempre es algo incierto de lo que nos reponemos torpemente: con
fracasos más o menos repetidos. No moralicemos, pues. No salvemos o condenemos
retrospectivamente. Anna Caballé e Israel Rolón presentan a su personaje con
compromiso y distancia, de manera compasiva y realista: sin ocultar las penas
del personaje y sin aceptarle el escarmiento a que constantemente se somete.
La identidad es siempre mudable, un residuo vacilante con el que hay que
cargar, algo que carece de significado estable y único. Anna Caballé e Israel
Rolón combinan el análisis del yo y el relato generacional, el tiempo del
individuo y el contexto de una colectividad. Han sabido fijar levemente lo
inestable y han sabido rastrear lo que queda, los vestigios de la identidad: los
escritos, los recuerdos de otros. Y lo han hecho sin ajustes de cuentas,
comprendiendo lo que el personaje padece o consigue.
Se vio forzada a definirse como
mujer de éxito, como escritora, sin disponer de espejos en los que reconocerse,
dudando de sus logros, sometiéndose a una auténtica penitencia. Anna Caballé e
Israel Rolón nos muestran esa peripecia, diagnosticando con limpidez y cordura
los males de una grafofobia, la que Carmen Laforet llegó a
padecer
Carmen Laforet cargó durante toda su
vida con los efectos de una infancia triste y carente, aunque sin estrecheces
materiales: de buena familia, con un padre refinado y distante, dinámico y
atlético; y con una madre apenada, indispuesta, deprimida, una madre que pronto
fallece siendo sustituida por otra mujer. Por lo que se sabe, la madrastra
hostigará a Carmen Laforet y a sus hermanos. Ahí empieza la primera de sus
fugas, de sus fugas literales. De las Islas Canarias a la Península. El resto de
su vida quedará condicionada por esa vicisitud: por el mal arraigo y por la mala
conciencia de la huida. Ni Barcelona será el paraíso soñado de sus ancestros, ni
Madrid será la urbe cosmopolita que se le abre a Andrea en
Nada: sólo una
ciudad raquítica y también provinciana, de la que siempre estará huyendo.
¿Podemos ver su obra como la sustitución del mundo real? No es tan
sencillo: por un lado, la escritora proyecta su experiencia personal en las
narraciones que inventa; por otro, la autora niega obstinadamente el fermento y
el origen autobiográficos de su imaginación novelesca. Escribirá, romperá,
rehará, exigiéndose tal vez más de lo debido y soñando con dedicarse a los
suyos, a su familia. O soñando con desaparecer. Carmen Laforet se alzó contra el
destino de un suceso temprano y se levantó contra la expectativa. Pero no se
rebeló: sólo emprendió sucesivas fugas, con fatiga y con miedos. “Yo no soy
luchadora”, admitió y así lo revelaba a Ramón J. Sender en una carta remitida en
mayo de 1966. ¿Hemos de creerla?
Se vio forzada a definirse como mujer
de éxito, como escritora, sin disponer de espejos en los que reconocerse,
dudando de sus logros, sometiéndose a una auténtica penitencia. Anna Caballé e
Israel Rolón nos muestran esa peripecia, diagnosticando con limpidez y cordura
los males de una
grafofobia, la que Carmen Laforet llegó a padecer.
¿Fracasó al triunfar? La vida es una urdimbre confusa, una composición
enmarañada que no se desanuda, que no se reduce a un solo acto o a una temprana
derrota. En la existencia no alcanzamos un sentido global; tampoco hallamos una
congruencia general que todo lo aclare. Al menos hoy en día, las biografías han
de descartar esa ficción: no hay una coherencia consumada y no hay un
significado completo que relacione cada acto.
“Quien se convierte en
biógrafo se compromete a mentir, a enmascarar, a ser un hipócrita, a verlo todo
color de rosa e incluso a disimular la propia ignorancia, ya que la verdad
biográfica es totalmente inalcanzable, y si se pudiese alcanzar, no serviría de
nada", decía Sigmund Freud. Lo decía en una carta fechada en mayo de 1936 y
dirigida a Arnold Zweig. Leyendo a Anna Caballé e Israel Rolón comprendemos lo
lejos que estamos de esa mala práctica que Freud deploraba. En las manos de
Caballé y Rolón, la biografía se despliega con todo el esplendor de los géneros
complejos.