Y uno de sus grandes magos es sin duda este señor llamado Keith Richards
nacido, como otros compañeros de generación musical, en pleno fragor de la
guerra mundial, bajo la atroz impresión de los bombardeos nazis, y que creció
como un niño tímido en una casa donde se interpretaba música, aunque nunca con
bastante dinero encima como para conformar su propia discoteca. Sería sólo en la
adolescencia, gracias a las escuchas compartidas de discos americanos y al
casual reencuentro con un bien establecido Mick Jagger, cuando el futuro
guitarrista de los Rolling establecería el canon personal que tanto habría de
marcar el sonido rock a un lado y otro del Atlántico: blues sucio de plantación
arrancando desde el pionero Robert Johnson; sonidos camaleónicos marca Muddy
Waters, R&B de la mejor destilería ilegal de Chicago y rockabilly made in
Chuck Berry para darle calor a sus melodías. Esa es la mezcla que con acierto
Richards lleva vertiendo en el motor de explosión de la que se autoproclamó en
un momento dado “la mejor banda de rock de la historia”, sus satánicas
majestades los Rolling Stones.
Y la gasolina es una buena metáfora. Si
Jagger es el parabrisas, el descarado símbolo frontal de un grupo icónico y
comercial como pocos, y Charlie Watts el firme chásis jazzístico sobre el que la
banda ha trotado desde 1963, Richards, con su pinta de pirata desastrado, con
sus modales de marinero rudo capaz de tirar a cualquiera por la borda, es la
fuerza ignífuga que ha alimentado la sensibilidad de un sonido que se aleja del
rock más tabernario para viajar hacia el caliente corazón subterráneo de la
raíz, donde las tonadas de los hombres insatisfechos y las mujeres ligeras de
cascos crean un paisaje esencialmente violento gobernado por los estallidos de
una guitarra húmeda y melancólica.
Bockris invita finalmente a volver a
escuchar todos los discos de los Rolling con oídos nuevos y esa es, quizá, su
mejor virtud
Su peculiar relación personal y
profesional con Mick Jagger, que les ha llevado incluso a ser conocidos como los
‘glimmer twins’ en una extraña simbiosis fraterna de amor/odio irrompible, y su
vida íntima con las dos mujeres que más han marcado su existencia –y también su
música-, Anita Pallenberg y Patti Hansen, estructuran un libro jalonado en sus
capítulos por nombres de canciones: los discos stonianos como melodía constante
que se cuela de fondo, haciéndose especialmente presente durante la grabación de
su ópera egipcia ‘Exile on Main Street’ en la mansión francesa de Nellcôte, obra
maestra grabada en medio de dosis ingentes de heroína, alcohol y suciedad.
Porque si su sonido se repasa, critica y desmenuza, también figuran en primer
plano los excesos de todo tipo, drogas, adicciones y accidentes que han ido
dejando los profundos surcos que Richards exhibe hoy en la cara, todo un mapa
del siglo XX. Bockris no oculta ninguno de los cuelgues de Richards, casi los
cuenta con delectación: el número de inyecciones y el número de copas de whisky,
sus días enteros sin dormir repasando una y otra vez el riff principal de
‘Jumpin’ Jack Flash’, su canción favorita del repertorio Stone, para,
mezclándola con la música clásica y el reagge, su pasión tardía, dar a luz a la
veintena de discos que jalonan la madura, coherente y superlativa carrera de la
‘bigger band’.
Insisto. ¿Para qué leer la biografía de Richards? Como cuando
pincha un disco al final del día con una cerveza en la mano cuando uno está
harto de todo, también de vivir, se puede viajar a mundos más divertidos de
colocones graciosos, vidas exageradas de hotel en botella y televisores volando
por la ventana; también para disfrutar con el pulso y el buen ojo de un escritor
avezado en el mundo musical que sabe enredar como pocos en la madeja de un mundo
ya atractivo de por sí, con su leyenda de caballos salvajes trotando entre
cuerdas y retumbos de batería; pero sobre todo, para entender que detrás de cada
acorde, de cada arreglo de metales, de cada filtración de voz, hay una vida allí
de discusiones y desplantes, de bronca y enamoramiento, de mujeres retorcidas y
composición en soledad, horas de trabajo hasta romperse los cuernos. Bockris
invita finalmente a volver a escuchar todos los discos de los Rolling con oídos
nuevos y esa es, quizá, su mejor virtud. El libro musical mide su calidad si es
capaz de empujar a alguien a cerrarlo, encender la cadena y dejarse perder en el
estruendo de la felicidad.