Patrick McGilligan no puede decirse que odie a Clint Eastwood, insinuarlo
sería completamente incierto, pero su amplia y bien documentada biografía, que
acaba de publicar en español la editorial Lumen, está claro que tiene entre sus
objetivos marcados el subrayar los elementos menos brillantes de la vida y la
carrera del actor y director, el dirigir la luz del foco de su inteligencia
hacia las zonas en principio más oscuras de la trayectoria de Clint Eastwood.
Pero no se lleven las manos a la cabeza o al pecho los admiradores del cineasta.
Patrick McGilligan no ha descubierto que Eastwood sea una oculto asesino en
serie, o un perturbado violador, o un traficante de drogas, o un repugnante
pederasta, o un fascista de tomo y lomo, o un maltratador de mujeres, o un
obsceno psicópata. No, los pecados de Eastwood, sus puntos débiles, sus zonas
más oscuras puestas al descubierto por esta biografía no autorizada por el
biografiado son, en resumidas cuentas, los que siguen. Uno, Eastwood al parecer
ha sido toda su vida un mujeriego infiel; vamos, que le gustan las mujeres más
que comer con los dedos, y el ser un tipo con pareja estable no refrenó nunca
sus apetencias. Dos, Eastwood ha tenido siempre una tendencia a “proletarizar”
su pasado cuando su infancia y juventud fueron las propias de un saludable
californiano nacido en una familia de clase media con piscina y jardincillo
posterior. Tres, Eastwood es un tipo muy, pero que muy tacaño, capaz de perder
un amigo con tal de ahorrarse unos miles de dólares en un contrato, o de vestir
una temporada con el guardarropa de sus películas con tal de ahorrarse unos
dólares. Cuatro, a Eastwood le vuelve loco el dinero, ahorrarlo, acumularlo,
contarlo, sumarlo... Quinto, Eastwood no se ha portado jamás con generosidad ni
con sus amigos ni con sus mujeres. Y sexto y último, a Eastwood no le gustan ni
las críticas ni que se le cuestione, y es bien capaz de romper una colaboración
o amistad de años por este motivo. Estos son los “defectos” del cineasta, los
rasgos que el autor permanentemente subraya con lápiz de punta gruesa para
“emborronar”, digámoslo así, la imagen de Eastwood.
Si a esto le
añadimos que McGillian, a lo largo de las más de seiscientas páginas del libro,
no parece muy convencido del valor de Eastwood ni como actor ni como director,
vamos, que le parece un artista sobrevalorado en términos generales (opinión que
apuntala con bastantes críticas negativas de colegas críticos de cine
norteamericanos), pues tendremos el cuadro terminado y con todos sus colores al
aire. En modo alguno este libro es un hagiografía del director de
Los puentes
de Madison. Más bien al contrario, la principal orientación de estas páginas
parece ser la de poner en solfa a Eastwood, la de ensombrecer con manchas su
vida y su obra, la de señalar lo “peor”, algo que, indudablemente se puede hacer
con la vida de todo el mundo.
Pero al margen de la orientación que
Patrick McGilligan le ha querido dar a su trabajo, es indudable que estamos ante
un libro esencial y muy útil para conocer la trayectoria vital y profesional del
cineasta que a punto está de cumplir ochenta años de edad, y con él, de la
evolución y funcionamiento de la industria hollywoodiense de las últimas
décadas.
Leone dio con la clave. Reforzó la
expresiva inexpresividad del rostro de Eastwood y sus ademanes. Ideó con el
actor una puesta en escena que hoy es reconocible en cualquier lugar de la
tierra: el puro casi consumido en la comisura de los labios, el poncho, la barba
de varios días, los ojos entornados, el sombrero que no es propiamente de
vaquero...
Eastwood nació en 1930 en
California, en el seno de una familia de clase media cuyos ascendentes paternos
y maternos se encuentran entre los primeros colonos europeos que llegaron a
Nueva Inglaterra. Eastwood creció cambiando asiduamente de hogar, pero sin pasar
ni mucho menos necesidades ni ninguna penalidad significativa. Y se convirtió en
un joven de metro noventa y dos de estatura y en un tipo muy apuesto, muy
guapo..., un joven irresistible para las mujeres, a las que atraía como un
auténtico imán. Eastwood no tuvo nunca una gran formación intelectual, no fue
nunca un joven asiduo a los libros ni a la reflexión. Era muy bueno en los
deportes, enseguida aprendió a montar a caballo y a tocar con eficacia el piano.
Le gustaba mucho la música, y se aficionó pronto al jazz. Pasó como instructor
de natación por un campamento del ejército que preparaba a los jóvenes para
combatir en Corea, y luego estuvo en la escuela de actores de la Universal. Allí
vio cine de verdad por primera vez, y quedó prendado por el estilo directo,
épico y lírico a la vez de los grandes directores clásicos norteamericanos:
John
Ford, Howard Hawks, Capra, Walsh,
Hathaway...
En la Universal vieron posibilidades en el alto y joven apuesto.
Comprendieron que nunca sería un gran actor al uso, pero que potenciando las
posibilidades de su contención, de su granítica expresión, de su parquedad, de
su sólida e impresionante presencia física, bien podría lograrse un buen actor
cinematográfico en la senda de
John
Wayne o
Gary
Cooper. Sin embargo la Universal no renovó el contrato al
joven aprendiz de estrella, quien había empezado a aparecer en pantalla a
mediados de la década de los 1950 en mínúsculos papeles sin diálogo en películas
bastante olvidables. Pero Eastwood no se rindió ante las evidentes dificultades
y siguió intentándolo, siguió aceptando papelitos de escasos minutos en
películas de serie b, c, d, y z. Pasaban los años y el joven actor no lograba
despegar, y cuando estaba ya a punto de arrojar la toalla, alguien se fijó en su
interpretación de un joven e inmaduro
cowboy en una olvidada película de
serie b, y le propuso sumarse al elenco de una nueva serie de televisión basada
en las aventuras de unos vaqueros conduciendo ganado por el salvaje oeste. La
serie se llamó
Rawhide, duró de 1959 a 1966, se convirtió en mítica
dentro de la historia televisiva norteamericana, y a Eastwood, en el papel de
Rowdy Yates, le proporcionó dinero y popularidad.
Sin embargo su carrera
cinematográfica se estancó con su trabajo en la serie. Le dedicaba toda su
energía a Rowdy, y durante casi seis años no hizo otra cosa que crecer en su
papel, con su papel, hasta convertirse en el elemento más interesante y
evolucionado de la producción. Pero de cine nada. Hasta que en 1964 el director
italiano Sergio Leone busca en Roma un protagonista para su nueva película, un
western peculiar. Alguien en Roma ha viso
Rawhide y piensa que el
actor que encarna a Rowdy puede servir.
Eastwood
viaja a Roma durante sus vacaciones en la serie
televisiva. Tiene una entrevista con Leone, los dos se entienden y el resto,
como se dice habitualmente, ya es parte de la historia. Eastwood protagonizará
los tres
spaguetti western de Leone, los más famosos e importantes de la
historia:
Por un puñado de dólares (1964),
La muerte tenía un
precio (1965) y
El bueno, el feo y el malo (1966).
Como actor siempre ha explotado las
características sobre las que se construyeron las carreras de varios iconos del
cine americano del periodo clásico: físico, presencia en pantalla y un laconismo
expresivo que, bien trabajado, en cine puede ser más expresivo y emocionante que
el más chispeante monólogo teatral de
Shakespeare
Leone dio con la clave. Reforzó
la expresiva inexpresividad del rostro de Eastwood y sus ademanes. Ideó con el
actor una puesta en escena que hoy es reconocible en cualquier lugar de la
tierra: el puro casi consumido en la comisura de los labios, el poncho, la barba
de varios días, los ojos entornados, el sombrero que no es propiamente de
vaquero... En los EE.UU todo el entorno de Eastwood pensó que su aventura
italiana pasaría desapercibida: unos dólares más y unas vacaciones trabajando.
Pero el éxito de la trilogía en toda Europa fue excepcional. Millones de
espectadores acudieron a ver las películas, que comenzaron a recaudar millones
de dólares. Cuando los trabajos de Leones se estrenaron en América el éxito fue
más que significativo, todo un suceso casi milagroso.
E insisto, el
resto es historia. Eastwood empezó a ser reclamado por las productoras
norteamericanas y de la noche a la mañana se convirtió no sólo en uno de los
rostros, en uno de los iconos más reconocibles del cine norteamericano de la
segunda mitad del siglo XX, sino en uno de los actores más taquilleros de la
industria. Eastwood despegó como un cohete gracias a los
western
italianos.
Ya en EE.UU el otro encuentro vital en la carrera de Eastwood
fue con Don Siegel, el veterano director con el que trabajó en muchas ocasiones,
entre ellas en la primera entrega de la serie dedicada a las aventuras y
desventuras del inspector Harry Callahan,
Harry el sucio (1971). Ese
mismo año Eastwood debutó detrás de la cámara con la más que interesante
Escalofrío en la noche (1971).
Eastwood tiene una capacidad innata
para los planos líricos, para los encuadres alusivos, para el fotograma cargado
de significado, para la escena emocionante, pero rueda con un el pulso del más
puro sentido épico del mejor cine
americano
Desde entonces el cineasta
norteamericano ha protagonizado decenas de películas y ha dirigido, si no me
salen mal las cuentas, treinta películas ya estrenadas. Como actor siempre ha
explotado las características sobre las que se construyeron las carreras de
varios
iconos
del cine americano del periodo clásico: físico, presencia
en pantalla y un laconismo expresivo que, bien trabajado, en cine puede ser más
expresivo y emocionante que el más chispeante monólogo teatral de Shakespeare.
El Eastwood actor, insisto en ello, fue durante los 1970 y los 1980 uno de los
actores más taquilleros de la industria de Hollywood. Un actor que gustaba al
público y que era vilipendiado por la crítica más elitista y sesuda de su país.
Su personaje más emblemático de esa etapa, el violento y expeditivo inspector de
policía Callahan, fue y es el objeto de las iras de la crítica “progre” europea
y americana. Ese papel hizo que Eastwood, un republicano convencido que llegó a
ser alcalde del pueblo en el que vivía y vive, Carmel, fuera tachado
sencillamente de fascista. Dos veces ha estado Eastwood nominado al Oscar al
mejor actor. Nunca lo ha conseguido.
Como director Eastwood tiene una de
las carreras más largas, prolíficas y variopintas de los cineastas de su
generación. Su fama, y eso lo recalca muy bien Patrick McGilligan en este libro
que aquí recomendamos, es la de un director rápido, que sabe muy bien lo que
quiere, que no es amigo de los guiones revisados una y mil veces ni de rodar
decenas de tomas de una misma escena. Eastwood rueda ha tiro hecho, incluso no
revisando errores, de los que es consciente en las revisiones de material, a los
que no les da importancia si la escena funciona en su conjunto. Se ha dicho en
muchas ocasiones: el director Clint Eastwood aprendió el oficio viendo trabajar
en director de Leone y a Siegel, y fijándose con callada curiosidad en los
maestros clásicos (
Ford,
Hawks...) durante las proyecciones en la escuela para jóvenes promesas de la
Universal. De estos cineastas aprendió que lo importante son el ritmo, el
encuadre y la potencia de la historia. En este sentido todas las películas de
Eastwood tienen un sello especial, algo reconocible, desde las más logradas a
las menos. Eastwood tiene, para resumirlo, una capacidad innata para los planos
líricos, para los encuadres alusivos, para el fotograma cargado de significado,
para la escena emocionante, pero rueda con un el pulso del más puro sentido
épico del mejor cine americano. En este sentido el mejor ejemplo es, claro,
John
Ford.
Y la cosecha como director de Eastwood es,
vista con retrospectiva, ciertamente impresionante. El nivel es por lo general
alto. Es cierto que ha firmado cintas prescindibles, pero también lo es que
entre las mejores películas americanas de los últimos treinta años habría que
colocar varias de las suyas. Y también es cierto que hoy está claro que es el
autor de varias obras maestras, algo que está al alcance de muy pocos. Una
completa retrospectiva de su cine equivale sin duda alguna a una estupenda
revisión de la historia de los EE.UU en la que nada queda escatimada, y es,
desde luego, una lección de cine “a la manera” antigua, es decir, un estudio de
cómo rodaban y planificaban los grandes en el periodo clásico de la caligrafía
cinematográfica hollywoodiense.
Hay están para la historia
Sin
perdón, Los puentes de Madison, Gran
Torino, Million dollar baby, Cartas desde Iwo
Jima, Un mundo perfecto, El jinete pálido, Bird, Banderas de
nuestros padres, Mystic River... Vamos, una filmografía
compleja, potente, hermosísima, elocuente, que no rehuye el conflicto ni la
crítica a la realidad norteamericana, polémica... Una de las tres o cuatro
filmografías esenciales de la historia del cine americano más reciente.
Desde luego los interesados en la vida y la obra de Eastwood deben leer
las páginas de Patrick McGilligan, dispondrán en ellas de muchísima y
significativa información. En el libro está todo Eastwood, quizá enfocado desde
cierto ángulo, pero todo, o casi todo lo que hay que saber del cineasta. Yo no
me lo pensaría dos veces, además no estamos ante un tostón de acercamiento, si
no ante una obra fácil de leer que, por momentos, es hasta difícil de abandonar
para seguir con las labores. Si compran el libro no se arrepentirán. Se lo
aseguro.