En cualquier caso, el mencionado texto revela la angustia de la pérdida de
su familia filosófica, quizás de modo más evidente que el delirio emocional
contenido en la “Historia de una mendiga” (3), que también imprime la
editorial Berenice en las
guardas de su edición, en una trágica “mise en abîme” destinada sin duda a
remover las entrañas de un lector bendecido —al margen de inanes “tea parties” o
de ritos más o menos necrófilos—, por un ramillete de ofrendas (4) hacia esa
Vieja Dama Dignísima que se llamó a sí misma “mendiga” al recuperar a ese muy
amado “heterodoxo cósmico”, el hombre, “rey mendigo de la creación” aunque
condenado sin embargo a la esperanza. Pedigüeña siempre fue la
vida de Zambrano en materiales heterodoxos de reconstrucción,
para algo que se ha revelado como una hazaña imposible a lo largo de la historia
de la cultura, la reconciliación entre
Filosofía y Poesía (5), como ya
apuntó en su ensayo inaugural publicado en el año 39 en México [el mismo en que
Heidegger pronunció en Roma la luminosa conferencia sobre
Hölderlin y la
esencia de la Poesía (6)], al sentenciar que “El filósofo busca, el poeta
encuentra”.
DESCRÉDITO DEL ALMA El alma ha
sido abundantemente desacreditada en todos los períodos de laicismo extremo, y
por tanto cegato, experimentados periódicamente por los españoles. Pero si
restituimos al ánima el sustantivo “espíritu” que los franceses distinguen del
“âme” inmanente e inmortal, y lo referimos a la conciencia que nos lleva a
penetrar la construcción de la realidad material en busca del origen para hallar
“lo que le falta al hombre para ser, pues nace incompleto”, quizás podamos
comprender mucho mejor aquel ansia mendiga de argumentos que persiguió en vida a
nuestra Dama vagabunda, preñada de la “razón vital” contenida en su “esprit”:
“Ganarse el ser” antes que el pan unido a la estima de los filisteos. Ganó pues
la partida filosófica entablada al formular lo que es ya una afortunada y segura
guía para seguir pensando en este triste país: “la razón poética”, a través de
cuyo desarrollo se ha producido la epifanía de su encuentro ya indisoluble con
poetas y demás creadores.
Como poeta me preocuparon siempre, al
mismo tiempo que el origen de la emisión musical de sentido a través de la
palabra, los motivos de mi propia e inusual actitud ante el mundo; de mi
necesidad —como supongo que sienten determinados poetas— de conocerlo al margen
de las normas que se constituyen en catecismos religiosos de lo sagrado. Pronto
entendí también que al asombro del filósofo ante el mundo expresado por
Aristóteles en el tan manoseado primer capítulo de su
Metafísica,
correspondía el trabajo auto asignado de los filósofos como “ordenadores” del
mundo, para “tratar de entenderlo”; se trata del mismo asombro que motiva la
actitud opuesta del poeta, en su tarea fulminante y a menudo imprevista de
desentrañar y entregar, brillante y desnudo, ese mismo mundo al hombre
enfrentado emocionalmente a su oscuridad original.
Entendí por tanto que
el
desorden atribuido interesadamente a la poesía lírica hubiese dado
lugar, a lo largo y hondo de la historia, a la desconfianza platónica hacia los
poetas “no pedagógicos”, por parte de tales servidores del poder político aliado
al religioso, secuestradores interesados del “Logos” para codificarlo a su
guisa. A esa razón “normativa”, no creadora sino castradora de toda vía
auténtica al conocimiento —es decir desprovista de condicionantes ideológicos—,
responde a mi entender el genial hallazgo de Zambrano en su propio y original
“sistema abierto” de pensamiento, si pudiera atribuirse libertad, y por tanto
apertura, al concepto de sistema, de por sí conceptualmente concéntrico en torno
a un punto que se da como indiscutible. El poeta siente el mismo asombro ante el
mundo que el filósofo, pero no pretende ordenarlo para vivir en él, sólo quiere
sentirlo y comunicarlo a través de la palabra. Y, como le resulta necesaria esa
comunicación para sentirse vivo, lo entrega al otro mediante el penetrante ritmo
del canto, haciendo estallar todos los sistemas lógicos que puedan inventarse en
los reiterados intentos de impedirlo.
ANHELAR, ESPERAR, QUERER
La conclusiones extraídas de este análisis de la obra de la filósofa de
Vélez-Málaga, quizás representen el aporte más significativo de Rogelio Blanco
en su reciente obra, y dejo a los lectores el placer de descubrirlas en su
propia e insustituible lectura. Como el mismo autor escribe, sus propuestas
podrían resumirse en esos “Tres verbos — Anhelar, Esperar, Querer—, que el
hombre conjuga en cuanto ciudadano y nunca como súbdito. Es decir, como creador
de cultura, un sistema de creencias y de ideas, que responde a una esperanza. La
esperanza que aromatiza la vida futura de los pueblos a fin de que el hombre
construya una mansión que no le extrañe ni agobie por cansancio, monotonía o
drama, o (como aporta la propia Zambrano)
hay que esperar, sí, o más bien, no
hay que esperar de esto que pueda suceder en este planeta tan chiquito" (9).
El camino del saber, pues, trazado para la libertad por la
malagueña
peregrina, “señora de la palabra” o “filósofa errante”, entre otros
motetes de los que goza su espectro, que no necesita de método fijo ni, sobre
todo de sistema, es el que ha servido a los poetas para no fiar en las vías
engañosas de la razón discursiva. Es ella la madre abusiva de muchos vicios
poéticos —tal los insufribles casticismos literalistas o poesía “figurativa”, en
esperpéntico hallazgo de uno de sus mentores, o la
imitatio empalagosa
del artificio en metro, rima y demás caireles renacentistas—, como “la gran
ordenadora que todo lo encubre” y que supone postrarse ante el falso ídolo de
“la razón arquitectónica”, la “razonante razón de la ciudad” como también nos
recuerda el antropólogo, filósofo, pedagogo y sociólogo Rogelio Blanco.
Distinta será la reacción de alguna que otra familia poética, hoy en
retirada al refugio de su extraña insularidad, que quiso aprovechar la
espiritualidad de su magisterio —oportunismo rechazado en su día por Zambrano
ante su jefe de filas—, para fundirlo con una errática interpretación del
“espacio literario” delimitado por un Blanchot deslumbrado a su vez por su
“maître à penser” Emmanuel Lèvinas apoyándose en las notas póstumas de Mallarmé
sobre un esotérico “Libro Futuro”. La recepción poética del murmullo interior
del habla, éxtasis que no es producto de la mallarmeana “desaparición elocutoria
del poeta”, sí precisa de la palabra proclamada por el ser
in fieri, in
via, —acaso el de la alegoría de Giacometti, el de la meditación mediadora
de Gabriel Marcel—, jamás de su silencio, que conduce directamente a la
incompletitud del vacío. A la muerte en vida. No sería, en cualquier caso, ésta
la respuesta zambrania que se pudiera esperar para el mundo del hombre
contemporáneo, adelgazado en la crisis permanente de su falta de azimut cívico y
democrático.
RUMBOS DE RAZÓN En cualquier caso, no quiero
dejar aparte la mención, en este libro de utilidad impecable para abordar la
obra del ser excepcional que fue María Zambrano para el pensamiento del Siglo
XX, del compás magnético que Rogelio Blanco —también poeta, por cierto—,
recuerda a la grey asnal inserta entre los intelectuales de nuestro tiempo, y
siempre útil para trazar los rumbos de razón puestos a su disposición por la
filósofa “descarriada”. Traigamos pues de nuevo a proscenio, como esencial entre
todas, la
razón poética (que hallaremos en Empédocles, Plotino,
Spinoza y Nietzsche, sus inspiradores primarios); la razón mediadora, la
combativa, la cordial, la pictórica; la razón humilde; la razón armada —de
Atenea, con casco, espada y escudo—; la razón engendradora o adaptación
histórica del
logos spermatikós, también llamada germinal; la razón
misericordiosa o compasiva; la sagrada razón social; la racional o razonante; la
razón democrática y que debe impulsar hacia que los individuos lleguen a ser
personas; la razón discursiva, arquitectónica y razonante razón de la ciudad ya
citadas anteriormente y que pudieran ser usadas con merecida probidad; la
orteguiana razón vital, siempre asumida por una Zambrano que no dejó de
proclamarse discípula de su justiciero mentor; la razón aterrada (sin tierra) y
refugiada en la permanente
peregrinatio; la sin-razón marciana que anega
en sangre al mundo; la razón utópica ofrecida en esa Biblia del pensamiento
poético, “revelada” entre
Los claros del bosque (7). Palpitaciones todas
de una impaciencia en la esperanza congénita, que hacen de la vida un continuo
“anhelar, esperar, querer” (8) y que informan el ansia de “conocer” por otras
vías.
Mas la mente ordenada del investigador que es Rogelio Blanco,
ofrece algo más, que ya anunciábamos al principio de estas líneas, y que es la
sistematización de las “Tres historias” esenciales y unidas indisolublemente,
que se reparten la vida y el pensamiento del personaje motivo de su estudio. Su
“Historia vivida” desde el albor de la aurora, hasta sus rebeldías; “La Historia
pensada” que contiene en numerosos y detallados epígrafes su reflexión acerca de
la guerra, la crisis de la civilización occidental y la sociedad civil
democrática, rematadas por la exigencia del “compromiso”, para cerrar finalmente
el recuento antes de las utilísimas “Cronología” y “Bibliografía de María
Zambrano”, con el tercer tramo de su historia intelectual: “La Historia
Contemplada”, donde se aborda el aspecto poco o nada estudiado hasta el presente
sobre su relación con las artes plásticas, fundamentalmente con la pintura, o
“más allá de la pintura, más acá de la filosofía”.
Ut pictura poiesis,
como versificara el gran Horacio en su epístola a los Pisones.
FARAIS UN VERS DE DREIT NIEN Por último quiero
mostrarme en respetuoso desacuerdo con el profesor Francisco José Martín, que
remata una cándida y reciente crónica sobre este excepcional “revival”
zambránico que precede al vigésimo aniversario de su muerte (1991), hablando del
“encuentro sin fin al que están llamadas la filosofía y la poesía; aunque otros
trabajen por el desencuentro —sigue diciendo—, es en esa “y”, que como un cruce
une y separa la filosofía de la poesía, donde está toda María Zambrano:
mediación, conjunción de verdad y belleza como un todo indistinto e inseparable
de esencia y hermosura. Razón poética”. Fin de la cita. Pues no. Esa “y”
copulativa se cambia en una simple “o” en su valor de ambiguación a su paralelo
como signo no disyuntivo, pero casi sí, o más bien del todo alternativo. Es
preciso escoger: la Filosofía ya ha demostrado —son los propios filósofos
quienes proclaman su muerte a diario—su no fiabilidad para hallar una verdad
esencial e imposible. “La esencia poética del pensar guarda el reino de la
verdad del ser”, comenta Heidegger —a mi juicio el verdadero maestro de nuestra
filósofa— en su análisis de la “Sentencia de Anaximandro” (10).
Nada
digamos de los desencuentros de Filosofía con Belleza: Ha impuesto sus normas al
derecho, a la religión (derecho a condenar, a dividir, matar) y dado aliento al
poder absoluto, sin hallar ni buscar seriamente el menor resquicio a la belleza,
a la que no ha dejado de forzar a doblegarse ante sus ídolos de razón mediante
la imposición de sus estrechos cánones. Solamente en el ente relativo que
siempre es capaz de detectar la
poiesis en medio del
agon
permanente en que vive el hombre, puede residir una mínima esperanza de
felicidad, convivencia democrática y cordura. La
razón poética zambrania,
como vía al conocimiento, alude a algo
muy distinto y distante de la
razón normativa que han impuesto los filósofos, creyendo ordenar un mundo que
eran incapaces de entender y por tanto transmitir, salvo en su imposición
catequística de la violencia como generadora de un orden social. La tradición
quiere que fuera un poema, el de Parménides, el que generase en el primer
filósofo su afán de búsqueda. Pero mientras el filósofo siga “buscando”, el
instinto del poeta dará siempre en el “encuentro” liberador del poema. Un poema
verdadero, quizás de pura nada hecho, que podría llegarle incluso al cabalgar
dormido sobre su montura:
Farai un vers de dreit nien / non er de mi ni
d'autra gen / non er d'amor ni de joven/ ni de ren au, / qu'enans fo trobatz en
durmen /sus un chivau (11).
Ya lo dejó dicho Guilhèm de Peiteus,
quien, al igual que haría María Zambrano varios siglos más tarde con su hallazgo
del pensamiento poético, supo concretar esa
Nada originaria en una de las
más hermosas canciones de nuestros padres los trovadores.
NOTAS
(1) Rogelio Blanco, María Zambrano: la dama
peregrina, Berenice-ensayo, 2009
(2) Los ensayos reunidos con este
título fueron publicados en diversas revistas de España y América entre los años
1933 y 1944. Pueden encontrarse en la edición de Alianza Editorial del año 2000.
O en Paidós, 2005.
(3) Manuscrito nº 331-92, procedente de la Fundación
María Zambrano. Palacio Beniel. Vélez-Málaga.
(4) Libros todos crecidos al
amparo de la obra monumental del primero y principal estudioso de la obra de la
filósofa-poeta, Logos Oscuro, en espera de una, cada vez más necesaria,
edición crítica de sus “Obras Completas”.
(5) Fondo Económico de Cultura,
México, 1939
(6) Anthropos, 1989, con introducción de David García Bacca.
(7) Seix Barral, 1977. Premio Cervantes, 1998.
(8) M. Z. “El dintel de
la historia: el sacrificio”, Revista Semana, Puerto Rico, nº 312, Vol. X.
, “Hacia un saber sobre el alma”, “Persona y democracia”, pag. 63.
(9)
Ibid., pág. 8.
(10) Caminos de bosque ("Holzwege"), Alianza
Editorial, 1995, pág. 244
(11) Haré un poema de pura nada / ya no de amor
ni juventud / ni sobre mí ni de otras gentes / ni de otra cosa cualquiera, /sino
que lo hallé cuando cabalgaba/ durmiendo en mi caballo./
***
MARÍA ZAMBRANO: "Naufragio de la Filosofía" (1)
En otro tiempo —Edad
Media— el hombre no depositó jamás su esperanza en la Filosofía. La tenía ya
empleada y el saber le demanda no otra cosa que eso: saber, justificación
racional de un mundo que ya tenía. Saber acerca del orden que tenía ante sí y en
el que se sentía firmemente alojado. Y saber también lo que no debía y no podía
saber. El lugar donde debía detenerse. Se acercaba a la Filosofía no a
pordiosear su alimento primario, sino a confirmar sus incertidumbres, a
reafirmarlas. Constituía, en realidad, un lujo que no a todos era posible ni,
quizá, prudente el conocerse.
“Todos los hombres tienen por naturaleza
deseo de saber” dice Aristóteles en el comienzo de su Metafísica. Pero en esta
época, a la que nos referimos de la vida europea, el saber del cual todos los
hombres precisan se había logrado por otro camino distinto al filosófico. Era
otro saber más igual y no necesitado de método. Por el hecho de pertenecer a la
cristiandad ya se adquiría, a medida del propio crecimiento anímico, el saber
necesario. Todos llegaban hasta el conocimiento de las pocas verdades
esenciales. El nivel estaba a la media del hombre mismo, del hombre en la
plenitud de su pobreza. Y este saber no era racional, sino revelado. Y por ser
sobrenatural, era común, extensible a todos.
La revelación, no ha sido
por lo visto nunca suficiente. Y hubiera sido casi una falta de caridad divina,
el que no fuera, pues significaba tanto como dejar al hombre sin papel en el
mundo. Si el ateísmo con frase pintoresca de viejo profesor es “dejar a Dios
cesante”; la revelación completa por parte de Dios significaría la cesantía del
hombre en cuanto a ser racional. El hombre tal y como está constituido precisa
la parcialidad de la revelación para poder existir. La verdad total absoluta es
incompatible con el hecho de estar vivo.
Mas, lo que nos interesa aquí
considerar es el hecho de que ese hombre medieval jamás depositó sus esperanzas
en la Filosofía, porque lo que ella le daba no era sino la posibilidad de pensar
lo que sabía por la fe. Y todavía quedaban cosas, las más profundas de su saber,
que no podrían ser jamás pensadas por mucho que la razón afinase su instrumento.
Y el caso es que después de la pregunta primera que condujera hacia la
Filosofía, hoy sentimos la duda sobre ella misma, es decir, sobre la pregunta y
las respuestas. ¿Por qué la existencia de la Filosofía? ¿Acaso la vida no podría
seguir sin ella, acaso el entregarnos al pensamiento filosófico no lleve consigo
lo contrario de lo que esperábamos? ¿Lo que nos promete y lo que en cierta
medida nos ha dado, no nos lleva hacia un modo de vivir diferente del que
demandábamos? Tan diferente que tal vez sea el más opuesto y ¿por qué dejarse
arrastrar por algo a lo que fuimos justamente por eso, por no querernos dejar
arrastrar por las demás cosas? ¿No sería una traición a nuestro propio ordinario
impulso, a eso insobornable que nos impidió prendernos en lo que más de cerca
nos rodeaba?
Así es. Y lo que se emprendió por apasionada necesidad no
debe ser continuado por costumbre. Hay cosas que solamente por algo profundo se
justifican. Además de que entristece y desmoraliza siempre la decadencia que va
de la esperanza a la condescendencia, del amor a la costumbre, del entusiasmo a
la simple tolerancia.
Pero es que entonces hay que fijar, ante todo, que
es lo que fuimos a buscar en la Filosofía; qué fuimos a pedirle y de dónde
partimos en esta demanda. Ya hemos empleado espontáneamente los términos
decisivos: esperanza-desesperación-desesperanza. Es lo primero de lo que hemos
echado mano. Y ¿no resulta un tanto desconcertante? ¿No ha sido hecha la
Filosofía para calmar la sed, el hambre de fiera que late en el fondo de toda
esperanza? ¿Ha sido forjado su transparente y frío cuerpo para pasto de esta
hambre fallida?
NOTA
(1) Manuscrito nº 331-92.
Fundación María Zambrano. Palacio Beniel. Vélez-Málaga.