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Rogelio Blanco: <i>María Zambrano. La dama peregrina</i> (Berenice, 2009)

Rogelio Blanco: María Zambrano. La dama peregrina (Berenice, 2009)

    TÍTULO
María Zambrano. La dama peregrina

    AUTOR
Rogelio Blanco

    EDITORIAL
Berenice

    OTROS DATOS
Córdoba, 2009. 208 páginas. 18 €



María Zambrano en los años 20 (foto wikipedia)

María Zambrano en los años 20 (foto wikipedia)


Reseñas de libros/No ficción
Rogelio Blanco: María Zambrano, la dama peregrina (Berenice, 2009)
Por Miguel Veyrat, lunes, 1 de marzo de 2010
Rogelio Blanco, que se erigió tempranamente en la única ayuda realmente operativa de María Zambrano (1904-1991) como editor de sus primeras publicaciones españolas, en el momento de poner la filósofa pie a tierra tras penurias sin cuento en noviembre de 1984, acaba de publicar María Zambrano: La dama peregrina, un ensayo imprescindible para todo el que quiera acercarse a su obra y a su persona de modo limpio y desprovisto de adherencias oportunistas. El libro contiene seis textos inéditos que complementan las ideas pertenecientes al rincón más íntimo del alma de poeta de esta rara filósofa, en ruptura con una tradición de pensamiento española que ella juzgaba carente de sistema, por lo que debería ser continuada por los creadores, poetas fundamentalmente. Las líneas que publicamos como anexo a esta reseña, por cortesía del autor y su editorial, primero de los mencionados inéditos, “El naufragio de la Filosofía”, ilustra y aclara las dudas acerca de su trágico desencuentro con la disciplina amada, expresadas claramente en su ensayo “Hacia un saber sobre el alma” (2). “Sabiduría” que propició su injusta expulsión de la familia filosófica hispana —consumada por un Ortega y Gasset que creyó conveniente acompañarla con una reprimenda hasta provocar sus lágrimas—, acusada de haber saltado por encima del elaborado tropo “razón vital”, que había resultado insuficiente a todas luces para las propias reflexiones de una discípula de incipiente genialidad, como muy bien apunta Blanco.
En cualquier caso, el mencionado texto revela la angustia de la pérdida de su familia filosófica, quizás de modo más evidente que el delirio emocional contenido en la “Historia de una mendiga” (3), que también imprime la editorial Berenice en las guardas de su edición, en una trágica “mise en abîme” destinada sin duda a remover las entrañas de un lector bendecido —al margen de inanes “tea parties” o de ritos más o menos necrófilos—, por un ramillete de ofrendas (4) hacia esa Vieja Dama Dignísima que se llamó a sí misma “mendiga” al recuperar a ese muy amado “heterodoxo cósmico”, el hombre, “rey mendigo de la creación” aunque condenado sin embargo a la esperanza. Pedigüeña siempre fue la vida de Zambrano en materiales heterodoxos de reconstrucción, para algo que se ha revelado como una hazaña imposible a lo largo de la historia de la cultura, la reconciliación entre Filosofía y Poesía (5), como ya apuntó en su ensayo inaugural publicado en el año 39 en México [el mismo en que Heidegger pronunció en Roma la luminosa conferencia sobre Hölderlin y la esencia de la Poesía (6)], al sentenciar que “El filósofo busca, el poeta encuentra”.

DESCRÉDITO DEL ALMA

El alma ha sido abundantemente desacreditada en todos los períodos de laicismo extremo, y por tanto cegato, experimentados periódicamente por los españoles. Pero si restituimos al ánima el sustantivo “espíritu” que los franceses distinguen del “âme” inmanente e inmortal, y lo referimos a la conciencia que nos lleva a penetrar la construcción de la realidad material en busca del origen para hallar “lo que le falta al hombre para ser, pues nace incompleto”, quizás podamos comprender mucho mejor aquel ansia mendiga de argumentos que persiguió en vida a nuestra Dama vagabunda, preñada de la “razón vital” contenida en su “esprit”: “Ganarse el ser” antes que el pan unido a la estima de los filisteos. Ganó pues la partida filosófica entablada al formular lo que es ya una afortunada y segura guía para seguir pensando en este triste país: “la razón poética”, a través de cuyo desarrollo se ha producido la epifanía de su encuentro ya indisoluble con poetas y demás creadores.

Como poeta me preocuparon siempre, al mismo tiempo que el origen de la emisión musical de sentido a través de la palabra, los motivos de mi propia e inusual actitud ante el mundo; de mi necesidad —como supongo que sienten determinados poetas— de conocerlo al margen de las normas que se constituyen en catecismos religiosos de lo sagrado. Pronto entendí también que al asombro del filósofo ante el mundo expresado por Aristóteles en el tan manoseado primer capítulo de su Metafísica, correspondía el trabajo auto asignado de los filósofos como “ordenadores” del mundo, para “tratar de entenderlo”; se trata del mismo asombro que motiva la actitud opuesta del poeta, en su tarea fulminante y a menudo imprevista de desentrañar y entregar, brillante y desnudo, ese mismo mundo al hombre enfrentado emocionalmente a su oscuridad original.

Entendí por tanto que el desorden atribuido interesadamente a la poesía lírica hubiese dado lugar, a lo largo y hondo de la historia, a la desconfianza platónica hacia los poetas “no pedagógicos”, por parte de tales servidores del poder político aliado al religioso, secuestradores interesados del “Logos” para codificarlo a su guisa. A esa razón “normativa”, no creadora sino castradora de toda vía auténtica al conocimiento —es decir desprovista de condicionantes ideológicos—, responde a mi entender el genial hallazgo de Zambrano en su propio y original “sistema abierto” de pensamiento, si pudiera atribuirse libertad, y por tanto apertura, al concepto de sistema, de por sí conceptualmente concéntrico en torno a un punto que se da como indiscutible. El poeta siente el mismo asombro ante el mundo que el filósofo, pero no pretende ordenarlo para vivir en él, sólo quiere sentirlo y comunicarlo a través de la palabra. Y, como le resulta necesaria esa comunicación para sentirse vivo, lo entrega al otro mediante el penetrante ritmo del canto, haciendo estallar todos los sistemas lógicos que puedan inventarse en los reiterados intentos de impedirlo.

ANHELAR, ESPERAR, QUERER

La conclusiones extraídas de este análisis de la obra de la filósofa de Vélez-Málaga, quizás representen el aporte más significativo de Rogelio Blanco en su reciente obra, y dejo a los lectores el placer de descubrirlas en su propia e insustituible lectura. Como el mismo autor escribe, sus propuestas podrían resumirse en esos “Tres verbos — Anhelar, Esperar, Querer—, que el hombre conjuga en cuanto ciudadano y nunca como súbdito. Es decir, como creador de cultura, un sistema de creencias y de ideas, que responde a una esperanza. La esperanza que aromatiza la vida futura de los pueblos a fin de que el hombre construya una mansión que no le extrañe ni agobie por cansancio, monotonía o drama, o (como aporta la propia Zambrano) hay que esperar, sí, o más bien, no hay que esperar de esto que pueda suceder en este planeta tan chiquito" (9).

El camino del saber, pues, trazado para la libertad por la malagueña peregrina, “señora de la palabra” o “filósofa errante”, entre otros motetes de los que goza su espectro, que no necesita de método fijo ni, sobre todo de sistema, es el que ha servido a los poetas para no fiar en las vías engañosas de la razón discursiva. Es ella la madre abusiva de muchos vicios poéticos —tal los insufribles casticismos literalistas o poesía “figurativa”, en esperpéntico hallazgo de uno de sus mentores, o la imitatio empalagosa del artificio en metro, rima y demás caireles renacentistas—, como “la gran ordenadora que todo lo encubre” y que supone postrarse ante el falso ídolo de “la razón arquitectónica”, la “razonante razón de la ciudad” como también nos recuerda el antropólogo, filósofo, pedagogo y sociólogo Rogelio Blanco.

Distinta será la reacción de alguna que otra familia poética, hoy en retirada al refugio de su extraña insularidad, que quiso aprovechar la espiritualidad de su magisterio —oportunismo rechazado en su día por Zambrano ante su jefe de filas—, para fundirlo con una errática interpretación del “espacio literario” delimitado por un Blanchot deslumbrado a su vez por su “maître à penser” Emmanuel Lèvinas apoyándose en las notas póstumas de Mallarmé sobre un esotérico “Libro Futuro”. La recepción poética del murmullo interior del habla, éxtasis que no es producto de la mallarmeana “desaparición elocutoria del poeta”, sí precisa de la palabra proclamada por el ser in fieri, in via, —acaso el de la alegoría de Giacometti, el de la meditación mediadora de Gabriel Marcel—, jamás de su silencio, que conduce directamente a la incompletitud del vacío. A la muerte en vida. No sería, en cualquier caso, ésta la respuesta zambrania que se pudiera esperar para el mundo del hombre contemporáneo, adelgazado en la crisis permanente de su falta de azimut cívico y democrático.

RUMBOS DE RAZÓN

En cualquier caso, no quiero dejar aparte la mención, en este libro de utilidad impecable para abordar la obra del ser excepcional que fue María Zambrano para el pensamiento del Siglo XX, del compás magnético que Rogelio Blanco —también poeta, por cierto—, recuerda a la grey asnal inserta entre los intelectuales de nuestro tiempo, y siempre útil para trazar los rumbos de razón puestos a su disposición por la filósofa “descarriada”. Traigamos pues de nuevo a proscenio, como esencial entre todas, la razón poética (que hallaremos en Empédocles, Plotino, Spinoza y Nietzsche, sus inspiradores primarios); la razón mediadora, la combativa, la cordial, la pictórica; la razón humilde; la razón armada —de Atenea, con casco, espada y escudo—; la razón engendradora o adaptación histórica del logos spermatikós, también llamada germinal; la razón misericordiosa o compasiva; la sagrada razón social; la racional o razonante; la razón democrática y que debe impulsar hacia que los individuos lleguen a ser personas; la razón discursiva, arquitectónica y razonante razón de la ciudad ya citadas anteriormente y que pudieran ser usadas con merecida probidad; la orteguiana razón vital, siempre asumida por una Zambrano que no dejó de proclamarse discípula de su justiciero mentor; la razón aterrada (sin tierra) y refugiada en la permanente peregrinatio; la sin-razón marciana que anega en sangre al mundo; la razón utópica ofrecida en esa Biblia del pensamiento poético, “revelada” entre Los claros del bosque (7). Palpitaciones todas de una impaciencia en la esperanza congénita, que hacen de la vida un continuo “anhelar, esperar, querer” (8) y que informan el ansia de “conocer” por otras vías.

Mas la mente ordenada del investigador que es Rogelio Blanco, ofrece algo más, que ya anunciábamos al principio de estas líneas, y que es la sistematización de las “Tres historias” esenciales y unidas indisolublemente, que se reparten la vida y el pensamiento del personaje motivo de su estudio. Su “Historia vivida” desde el albor de la aurora, hasta sus rebeldías; “La Historia pensada” que contiene en numerosos y detallados epígrafes su reflexión acerca de la guerra, la crisis de la civilización occidental y la sociedad civil democrática, rematadas por la exigencia del “compromiso”, para cerrar finalmente el recuento antes de las utilísimas “Cronología” y “Bibliografía de María Zambrano”, con el tercer tramo de su historia intelectual: “La Historia Contemplada”, donde se aborda el aspecto poco o nada estudiado hasta el presente sobre su relación con las artes plásticas, fundamentalmente con la pintura, o “más allá de la pintura, más acá de la filosofía”. Ut pictura poiesis, como versificara el gran Horacio en su epístola a los Pisones.

FARAIS UN VERS DE DREIT NIEN

Por último quiero mostrarme en respetuoso desacuerdo con el profesor Francisco José Martín, que remata una cándida y reciente crónica sobre este excepcional “revival” zambránico que precede al vigésimo aniversario de su muerte (1991), hablando del “encuentro sin fin al que están llamadas la filosofía y la poesía; aunque otros trabajen por el desencuentro —sigue diciendo—, es en esa “y”, que como un cruce une y separa la filosofía de la poesía, donde está toda María Zambrano: mediación, conjunción de verdad y belleza como un todo indistinto e inseparable de esencia y hermosura. Razón poética”. Fin de la cita. Pues no. Esa “y” copulativa se cambia en una simple “o” en su valor de ambiguación a su paralelo como signo no disyuntivo, pero casi sí, o más bien del todo alternativo. Es preciso escoger: la Filosofía ya ha demostrado —son los propios filósofos quienes proclaman su muerte a diario—su no fiabilidad para hallar una verdad esencial e imposible. “La esencia poética del pensar guarda el reino de la verdad del ser”, comenta Heidegger —a mi juicio el verdadero maestro de nuestra filósofa— en su análisis de la “Sentencia de Anaximandro” (10).

Nada digamos de los desencuentros de Filosofía con Belleza: Ha impuesto sus normas al derecho, a la religión (derecho a condenar, a dividir, matar) y dado aliento al poder absoluto, sin hallar ni buscar seriamente el menor resquicio a la belleza, a la que no ha dejado de forzar a doblegarse ante sus ídolos de razón mediante la imposición de sus estrechos cánones. Solamente en el ente relativo que siempre es capaz de detectar la poiesis en medio del agon permanente en que vive el hombre, puede residir una mínima esperanza de felicidad, convivencia democrática y cordura. La razón poética zambrania, como vía al conocimiento, alude a algo muy distinto y distante de la razón normativa que han impuesto los filósofos, creyendo ordenar un mundo que eran incapaces de entender y por tanto transmitir, salvo en su imposición catequística de la violencia como generadora de un orden social. La tradición quiere que fuera un poema, el de Parménides, el que generase en el primer filósofo su afán de búsqueda. Pero mientras el filósofo siga “buscando”, el instinto del poeta dará siempre en el “encuentro” liberador del poema. Un poema verdadero, quizás de pura nada hecho, que podría llegarle incluso al cabalgar dormido sobre su montura: Farai un vers de dreit nien / non er de mi ni d'autra gen / non er d'amor ni de joven/ ni de ren au, / qu'enans fo trobatz en durmen /sus un chivau (11). Ya lo dejó dicho Guilhèm de Peiteus, quien, al igual que haría María Zambrano varios siglos más tarde con su hallazgo del pensamiento poético, supo concretar esa Nada originaria en una de las más hermosas canciones de nuestros padres los trovadores.

NOTAS

(1) Rogelio Blanco, María Zambrano: la dama peregrina, Berenice-ensayo, 2009
(2) Los ensayos reunidos con este título fueron publicados en diversas revistas de España y América entre los años 1933 y 1944. Pueden encontrarse en la edición de Alianza Editorial del año 2000. O en Paidós, 2005.
(3) Manuscrito nº 331-92, procedente de la Fundación María Zambrano. Palacio Beniel. Vélez-Málaga.
(4) Libros todos crecidos al amparo de la obra monumental del primero y principal estudioso de la obra de la filósofa-poeta, Logos Oscuro, en espera de una, cada vez más necesaria, edición crítica de sus “Obras Completas”.
(5) Fondo Económico de Cultura, México, 1939
(6) Anthropos, 1989, con introducción de David García Bacca.
(7) Seix Barral, 1977. Premio Cervantes, 1998.
(8) M. Z. “El dintel de la historia: el sacrificio”, Revista Semana, Puerto Rico, nº 312, Vol. X. , “Hacia un saber sobre el alma”, “Persona y democracia”, pag. 63.
(9) Ibid., pág. 8.
(10) Caminos de bosque ("Holzwege"), Alianza Editorial, 1995, pág. 244
(11) Haré un poema de pura nada / ya no de amor ni juventud / ni sobre mí ni de otras gentes / ni de otra cosa cualquiera, /sino que lo hallé cuando cabalgaba/ durmiendo en mi caballo./


***


MARÍA ZAMBRANO: "Naufragio de la Filosofía" (1)

En otro tiempo —Edad Media— el hombre no depositó jamás su esperanza en la Filosofía. La tenía ya empleada y el saber le demanda no otra cosa que eso: saber, justificación racional de un mundo que ya tenía. Saber acerca del orden que tenía ante sí y en el que se sentía firmemente alojado. Y saber también lo que no debía y no podía saber. El lugar donde debía detenerse. Se acercaba a la Filosofía no a pordiosear su alimento primario, sino a confirmar sus incertidumbres, a reafirmarlas. Constituía, en realidad, un lujo que no a todos era posible ni, quizá, prudente el conocerse.

“Todos los hombres tienen por naturaleza deseo de saber” dice Aristóteles en el comienzo de su Metafísica. Pero en esta época, a la que nos referimos de la vida europea, el saber del cual todos los hombres precisan se había logrado por otro camino distinto al filosófico. Era otro saber más igual y no necesitado de método. Por el hecho de pertenecer a la cristiandad ya se adquiría, a medida del propio crecimiento anímico, el saber necesario. Todos llegaban hasta el conocimiento de las pocas verdades esenciales. El nivel estaba a la media del hombre mismo, del hombre en la plenitud de su pobreza. Y este saber no era racional, sino revelado. Y por ser sobrenatural, era común, extensible a todos.

La revelación, no ha sido por lo visto nunca suficiente. Y hubiera sido casi una falta de caridad divina, el que no fuera, pues significaba tanto como dejar al hombre sin papel en el mundo. Si el ateísmo con frase pintoresca de viejo profesor es “dejar a Dios cesante”; la revelación completa por parte de Dios significaría la cesantía del hombre en cuanto a ser racional. El hombre tal y como está constituido precisa la parcialidad de la revelación para poder existir. La verdad total absoluta es incompatible con el hecho de estar vivo.

Mas, lo que nos interesa aquí considerar es el hecho de que ese hombre medieval jamás depositó sus esperanzas en la Filosofía, porque lo que ella le daba no era sino la posibilidad de pensar lo que sabía por la fe. Y todavía quedaban cosas, las más profundas de su saber, que no podrían ser jamás pensadas por mucho que la razón afinase su instrumento.

Y el caso es que después de la pregunta primera que condujera hacia la Filosofía, hoy sentimos la duda sobre ella misma, es decir, sobre la pregunta y las respuestas. ¿Por qué la existencia de la Filosofía? ¿Acaso la vida no podría seguir sin ella, acaso el entregarnos al pensamiento filosófico no lleve consigo lo contrario de lo que esperábamos? ¿Lo que nos promete y lo que en cierta medida nos ha dado, no nos lleva hacia un modo de vivir diferente del que demandábamos? Tan diferente que tal vez sea el más opuesto y ¿por qué dejarse arrastrar por algo a lo que fuimos justamente por eso, por no querernos dejar arrastrar por las demás cosas? ¿No sería una traición a nuestro propio ordinario impulso, a eso insobornable que nos impidió prendernos en lo que más de cerca nos rodeaba?

Así es. Y lo que se emprendió por apasionada necesidad no debe ser continuado por costumbre. Hay cosas que solamente por algo profundo se justifican. Además de que entristece y desmoraliza siempre la decadencia que va de la esperanza a la condescendencia, del amor a la costumbre, del entusiasmo a la simple tolerancia.

Pero es que entonces hay que fijar, ante todo, que es lo que fuimos a buscar en la Filosofía; qué fuimos a pedirle y de dónde partimos en esta demanda. Ya hemos empleado espontáneamente los términos decisivos: esperanza-desesperación-desesperanza. Es lo primero de lo que hemos echado mano. Y ¿no resulta un tanto desconcertante? ¿No ha sido hecha la Filosofía para calmar la sed, el hambre de fiera que late en el fondo de toda esperanza? ¿Ha sido forjado su transparente y frío cuerpo para pasto de esta hambre fallida?

NOTA
(1) Manuscrito nº 331-92. Fundación María Zambrano. Palacio Beniel. Vélez-Málaga.
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