Sin embargo, hasta el desarrollo de la psicología como ciencia
independiente en la segunda mitad del siglo XIX, el concepto inteligencia no
cobró la importancia que tiene en la actualidad. En 1905, fue el francés Binet
el primero en proponer la utilización de estímulos complejos para medir los
procesos psicológicos superiores. De estos primeros tests mentales surge el
enfoque psicométrico y se llega a señalar la existencia de una inteligencia
general o factor g de inteligencia. A partir de ahí se han ido desarrollando
diversos tipos de tests de inteligencia que, como el Wechsler, han sido muy
utilizados y han dado lugar a diferentes subpruebas que puntúan la inteligencia
desglosada en distintos factores. En la actualidad el coeficiente de
inteligencia o IQ es un dato solicitado en numerosos y distintos procesos de
selección de personal.
La amplia utilización del concepto de
inteligencia como instrumento destinado a la clasificación y categorización de
las personas se ha visto siempre enrarecida, en primer lugar, porque no existe
un concepto unívoco de inteligencia y, en segundo término, porque desde
distintos sectores se ha considerado que los tests destinados a medir la
inteligencia estaban sesgados desde un triple punto de vista: el cultural, el de
clase y el de raza.
En el marco que acabamos de señalar es donde debe
inscribirse este libro. Unas páginas destinadas a desacralizar el concepto de
inteligencia y su utilización como arma clasificatoria. Su escritura ha corrido
a cargo de un personaje central en el pensamiento centroeuropeo. La amplitud, el
atrevimiento y la enjundia poética de la obra de Hans Magnus Enzensberger le
sitúan en lo más alto de la cultura alemana. Su calidad, para entendernos, está
por encima de la de autores como Dahrendorf o Habermas. Haber nacido en Baviera
y en 1929 le da una doble ventaja. Por un lado es un alemán del sur –menos
rígido, más imaginativo- y, por otro, pasó de soslayo por la II Segunda Guerra
Mundial. A Günter Grass, nacido en Danzig –ahora Gdansk- dos años antes, en
1927, le arroyó la contienda por los pelos, pero todavía se rastrea pena y
remordimiento en sus textos.
Enzensberger arremete contra el
concepto de inteligencia, uno de los pilares que sustentan el enorme edificio de
la psicología experimental
En España se ha
traducido mucho a Enzensberger. Gran parte de sus ensayos están en Anagrama,
aunque ya en 1968 Seix Barral editó
Política y delito. En octubre de 2002
recogió el Premio Príncipe de Asturias de Humanidades y en sus apariciones
públicas cautivó a la gente con su lucidez, mesura, humildad y sabiduría.
El original de
En el laberinto de la inteligencia apareció el
2007 en el excelente sello Suhrkamp Verlag, y esta cuidada edición, que como
objeto en sí es un agasajo a la estética, ha salido a los escaparates españoles
este mes de septiembre. Como ya sucedió con el público alemán, la reacción del
lector español va ser brusca, por decirlo de una manera suave. Enzensberger
arremete contra el concepto de inteligencia, uno de los pilares que sustentan el
enorme edificio de la psicología experimental.
Desde su formación,
generacionalmente marxista, y su campamento base instalado en Munich,
Enzensberger ha sabido nadar en la Europa del desarrollo y del dinero y no
perder, con su revista
Kursbuch y la dirección de la colección de
literatura alternativa
Die andere Bibliothek, el contacto con cierta
izquierda no dogmática e imaginativa. Con su gusto por la crítica y la
escandalera ha llamado la atención en muchos momentos de su larga carrera
intelectual. Recordemos cómo acusa a los medios de comunicación tradicionales de
ser una “industria de la conciencia” destinada a la manipulación, o cómo acusó a
los alemanes de ser vagos.
La intención de Enzensberger en este
volumen no es descifrar si los intelectuales son más o menos inteligentes que el
resto de los mortales, en realidad es evidente que no. Su objetivo es desmontar
por inútil el concepto de inteligencia con el que ha estado operando la
psicología desde finales del siglo
XIX
Apoyado en su derecho a rectificarse y
presto a refugiarse en el burladero de su condición de poeta, Enzensberger ha
dado forma en
El laberinto de la inteligencia a una preocupación que ya
se rastrea en sus textos sobre la Ilustración y que se refiere al papel de los
intelectuales y a su capacidad -su inteligencia- para explicar el mundo al resto
de la gente. Como obsesión o como parte de su temperamento, en la obra de
Enzensberger se palpa un rechazo a la autoridad. Para ello lo mejor es repudiar
el papel prescriptor y de guía del intelectual. Poner en cuestión la
inteligencia y difuminar cualquier tipo de relación que ésta pudiera tener con
la clase social o la raza.
La intención de Enzensberger en este volumen
no es descifrar si los intelectuales son más o menos inteligentes que el resto
de los mortales, en realidad es evidente que no. Su objetivo es desmontar por
inútil el concepto de inteligencia con el que ha estado operando la psicología
desde finales del siglo XIX. Para convencer al lector ha organizado un texto
breve, apoyado en una bibliografía escasa, que comienza por señalar el cambio de
“virtudes” que se ha operado en la sociedad desde la Antigüedad y la Edad Media
hasta la modernidad. Valores como la fidelidad, el coraje, la sabiduría, la
humildad o la caballerosidad han cedido el paso a la flexibilidad, la capacidad
de trabajo en equipo o de imponer la propia opinión. Pero sobre todo, como
escribe Enzensberger, “todo aquel que quiera ser considerado moderno debe ser,
necesariamente, inteligente”.
Tras enumerar los términos utilizados para
calificar la inteligencia o la falta de ella, el lector es conducido al inicio
de la psicología. En este escenario el protagonismo es para Alfred Binet
(1857-1911) que, como es bien sabido, en sus esfuerzos por mejorar la docencia
en las escuelas y liceos franceses ideó los primeros tests de inteligencia,
conocidos desde entonces como escala Binet-Simon. En 1912 el psicólogo alemán
William Stern acuñó el término “coeficiente de inteligencia” (CI) y extendió su
utilización desde la escuela a todo el conjunto de la población. En la I Guerra
Mundial el ejército norteamericano comenzó a utilizar este tipo de tests para
enrolar a sus reclutas. En la segunda afinó su utilización con éxito
considerable, pero en la guerra de Vietnam comenzó a percibir que este tipo de
pruebas tenían mas agujeros que un queso de gruyer pese al refinamiento
metódico/técnico que habían alcanzado gracias a las herramientas estadísticas
como el análisis factorial, las escalas de intervalos, las varianzas residuales
o las correlaciones no paramétricas.
Definir la inteligencia es complejo
toda vez que en su posible definición es necesario considerar el nivel de la
fisiología del cerebro, el de las diferencias individuales y el de las
estructuras sociales y culturales
Ya en el
corazón de
En el laberinto de la inteligencia, Enzensberger centra su
artillería sobre Eysenck (1916-1997), psicólogo de origen alemán afincado en la
Universidad de Londres y célebre por su teoría factorial de la personalidad que
asume tres dimensiones básicas: extraversión-introversión, neuroticismo y
psicoticismo. Su versión del test de inteligencia se aplica en todo el mundo y
su libro de carácter divulgativo
Cómo conocer usted mismo su coeficiente de
inteligencia ha sido todo un éxito de ventas.
La crítica de
Enzensberger no entra tanto en los aspectos metodológicos del test Eysenck como
en el hecho de que su utilización consagra una clasificación o, peor aún, una
estratificación en función de un coeficiente de inteligencia que a su vez
estaría determinado por factores culturales y de clase. Tras recoger con
entusiasmo la crítica que el brillante biólogo de la Universidad de Harvard
Stephen Jay Gould hace en su famoso libro
La falsa medida del hombre de
cómo se cosifica la inteligencia con las magnitudes abstractas del CI o el
llamado factor g o “inteligencia general”, Enzensberger se detiene en los
trabajos más recientes en torno a la medición de la inteligencia. Lo más
llamativo es su referencia al trabajo de un psicólogo neozelandés, James R.
Flynn, descubridor del llamado “efecto Flynn”, que en resumen viene a señalar
que las medidas del CI tienden a elevarse en todo el mundo. (Quien haya leído
¿Qué es la inteligencia?, libro del propio
Flynn editado por TEA
en 2009, verá la cautela con la que se toma sus propias teorías).
Con
una breve referencia al frustrado desarrollo de la inteligencia artificial,
superada estos últimos años por las neurociencias, cierra Enzensberger su prosa
para dar paso –como poeta que es al fin y al cabo- a unos versos dedicados al
sempiterno oponente de la inteligencia: la estupidez.
Estamos ante un
libro cuyo tono recuerda mucho al de Pierre Bourdieu en
Sobre la televisión”
(Anagrama, 1997). Textos escritos por pensadores en la cima de su gloria que
abordan problemas enormes en los que otros investigadores no se atreven a
entrar. El problema de estos textos escritos desde la cumbre es que carecen del
suficiente aparato bibliográfico y crítico habitual en la vida académica.
Definir la inteligencia es complejo toda vez que en su posible
definición es necesario considerar el nivel de la fisiología del cerebro, el de
las diferencias individuales y el de las estructuras sociales y culturales. No
obstante, emplear con sabiduría el CI puede tener utilidad individual y social.
Todo ello requiere recordar que Sir Francis Galton, el inventor del concepto de
eugenesia, utilizado posteriormente por los nazis, sentó una relación de
flirteo, como en estas páginas señala Enzensberger, con la psicometría.